Así que avanzó no sin cierto temor, empuñando un afilado palo, y al llegar a un lugar donde el sendero desembocaba en una pequeña meseta rodeada de frondosos matorrales, halló los restos del padre Augustin y sus acompañantes.
Sin duda habréis oído decir que el padre Augustin y sus guardaespaldas fueron asesinados a hachazos. Pero quizá no comprendéis que, cuando empleo la frase «asesinados a hachazos», no utilizo una hipérbole, sino que es una descripción real y precisa del estado de las víctimas. Sus cuerpos habían sido desmembrados en pequeñas porciones, diseminadas cual semillas. No quedaba un solo retazo de sus vestiduras. La translatio que cabe aplicar al estado de los cadáveres es la de una cripta saqueada, o la del Valle de los Huesos, salvo que esos huesos no estaban limpios y secos. Estaban empapados de sangre y carne purulenta y, bajo un manto de moscas, clamaban venganza al cielo.
Imaginad el espectáculo que contempló el pobre Guillaume: la escena de una matanza atroz, el polvo empapado en sangre, las hojas y las piedras salpicadas de sangre, fragmentos de carne putrefacta adheridos a todas las superficies, y el aire impregnado de un hedor tan potente que parecía poseer una presencia corpórea. (Posteriormente, Guillaume me confesó que apenas podía respirar.) Al principio, los chicos, aturdidos no lograron identificar lo que veían. Durante unos instantes Guillaume pensó que se trataba de unas ovejas que habían sido despedazadas por una manada de lobos. Pero al acercarse y tocar el manto de moscas éstas alzaron el vuelo y se dispersaron como la niebla, y al ver un pie humano en el Suelo, comprendió lo ocurrido.
– Eché a correr -me dijo Guillaume cuando lo interrogué-. Eché a correr porque Guido echó a correr. No nos detuvimos hasta llegar a la aldea.
– ¿No fuisteis a la forcia? Quedaba más cerca.
– No se nos ocurrió -respondió Guillaume. Tras lo cual añadió un tanto avergonzado-: Guido le tenía miedo a la forcia.
Era Guido el que tenía miedo, no yo.
– ¿Y luego qué pasó?
– Vi al sacerdote y se lo conté.
Como podéis suponer, el padre Paul se quedó horrorizado, sin saber qué hacer. Fue a hablar con Bruno Pelfort, que era el hombre más rico e importante de Casseras, y ambos fueron a pedir ayuda a los otros aldeanos. Decidieron enviar una partida de hombres a explorar el lugar de la matanza y retirar los restos de los cadáveres. Se llevaron unos aperos de labranza a modo de armas, por si sufrían una emboscada. A instancias de
Guillaume, llevaron también unos cubos y sacos. A continuación catorce hombres, armados con guadañas, palas y aguijones, partieron hacia la forcia.
Regresaron al cabo de un buen rato, perseguidos por unos enjambres de moscas.
– Fue terrible -me explicó el padre Paul-. El hedor era insoportable. Algunos de los hombres que recogieron los restos… sintieron náuseas. Vomitaron. Algunos dijeron que era obra del diablo y estaban muy asustados. Más tarde, quemaron los cubos y los sacos. Nadie quería seguir utilizándolos.
– ¿Y nadie pensó en las mujeres?
– Claro que pensamos en ellas. Temíamos que hubieran corrido la misma suerte. Pero nadie quería ir a averiguarlo.
– Pero alguien fue.
– Sí. Cuando llegamos a la aldea, envié recado al preboste, en Rasiers. Mantiene un reducido destacamento apostado allí. Acudió con algunos soldados, que fueron a la forcia.
Entretanto la gente se puso a discutir sobre los restos. Se había confirmado que eran los restos de unos varones, y la gran mayoría de aldeanos coincidía en que pertenecían al padre Augustin y sus hombres. Pero nadie tenía la certeza, porque no habían hallado las cabezas. Faltaban también otros miembros, y algunas personas fueron acusadas de haberlos dejado olvidados en el lugar de los hechos.
Pero el padre Paul insistió en que habían recogido todas las partes visibles de los cuerpos. Afirmó haberlo comprobado personalmente.
– Si falta algo, debemos explorar otro lugar -dijo-. Quizás el bosque. Nos llevaremos a los perros.
– Ahora no -replicó Bruno-. No hasta que lleguen los soldados.
– Muy bien. Partiremos cuando lleguen los soldados -dijo el padre Paul.
De pronto alguien le preguntó qué debían hacer con los restos que estaban en su poder, lo cual suscitó otra discusión. Una persona recomendó enterrarlos de inmediato, pero los demás se opusieron vivamente. ¿Cómo iban a enterrar la mitad del cuerpo de un hombre, cuando la otra mitad seguía oculta en algún lugar del bosque? Por lo demás, esos cadáveres pertenecían al Santo Oficio. El Santo Oficio los reclamaría con toda seguridad. Hasta entonces, era preciso conservarlos.
– ¿Cómo podéis decir semejante disparate? -protestó la madre de Guillaume-. Es imposible conservarlos. No son pedazos de tocino salado. Huelen que apestan.
– ¡Cuida esa lengua! -le espetó el padre Paul. Estaba trastornado, pues de todos los aldeanos sólo él había tenido un trato íntimo con el padre Augustin. (Luego averigüé que, al contemplar el lugar de la matanza, había caído de rodillas y durante un rato había sido incapaz de andar)-. ¡Qué falta de respeto es ésa! ¡Estos hombres, por más que hayan sido bárbaramente tratados, no dejan de ser hombres!
Después de un largo y ponderado silencio, uno de los aldeanos observó:
– Podríamos salarlos, como hacemos con el tocino.
Los presentes se miraron con recelo. Parecía casi una propuesta blasfema, pero ¿qué podían hacer? Poco a poco, hasta el padre Paul llegó a la conclusión de que la elección residía entre salarlos y ahumarlos. De modo que, a regañadientes, dio su consentimiento para que utilizaran sal, después de lo cual estalló una airada discusión sobre quiénes dedicarían su tiempo a ese menester, y quiénes donarían sus toneles, pues nadie quería ocuparse de una tarea tan ingrata.
Una matrona incluso llegó a declarar que debía encargarse el padre Paul, puesto que, al igual que el inquisidor, era un hombre de Dios.
Pero el padre Paul negó con la cabeza.
– Debo ir a Lazet -dijo-, para comunicárselo al padre Bernard.
Todos se mostraron de acuerdo en que era preferible que fuera un sacerdote quien llevara a cabo esa misión. Recomendaron al padre Paul que esperara a que llegara Estolt de Coza, el preboste, para tomar prestado su caballo; pero el sacerdote quería partir cuanto antes.
– Si el preboste desea enviarme un caballo, éste no tardará en darme alcance -dijo-. Debo apresurarme, pues si parto de inmediato llegaré a Lazet antes del anochecer.
El padre Paul decidió llevarse a Aimery, el hijo de Bruno, y al cabo de unos minutos partió con una modesta provisión de vino, pan y queso. Apenas habían recorrido los dos hombres unos kilómetros cuando se reunió con ellos uno de los sargentos que escoltaban al preboste, montado en un caballo que cedió al padre Paul, lo cual indicaba que Estolt había llegado a Casseras poco después de que partiera el sacerdote. Montado en un caballo, el padre Paul no necesitaba que le acompañara nadie. Continuó solo y Aimery y el sargento retrocedieron.
De regreso en Casseras, el preboste se hizo cargo del asunto. Escuchó con expresión grave el relato de Bruno Pelfort sobre lo ocurrido esa mañana. Examinó los restos del padre Augustin y sus familiares. Luego, acompañado por sus sargentos, unos intrépidos voluntarios de la aldea y su lebrel, se encaminó con cautela hacia el lugar del asesinato.
– Mi lebrel es un excelente perro de caza, con un olfato muy fino -me explicó cuando fui a verle-. Aunque se asustó al ver tanta sangre, no tardó en hallar gracias a su excelente olfato una cabeza y un miembro de otro cadáver ocultos entre unos matorrales. Deduje que alguien los había dejado allí.