Выбрать главу

A diferencia del padre Paul, Estolt tuvo la presencia de ánimo de examinar el suelo en busca de huellas. Por desgracia, la tierra estaba endurecida y reseca por el sol, pero halló pruebas suficientes, como unas ramas partidas y manchas de sangre, para llegar a la conclusión de que unos caballos se habían adentrado en el bosque y posiblemente habían sido conducidos de nuevo fuera del mismo.

– No sé -dijo Estolt- si los agresores se hallaban en la forcia o si habían huido. -En aquellos momentos no se le ocurrió que pudieran haber regresado a la aldea.

Después de que alguien envolviera en su capa los pedazos de los cadáveres recién hallados, Estolt y sus acompañantes se dirigieron a la forcia. En el sendero que tomaron no había manchas de sangre, ni mostraba ningún rastro sospechoso. De las ruinas brotaba una columna de humo, pero era delgada y sutil, procedente de un fuego encendido para cocinar. Oyeron voces de mujeres, pero no eran unas voces estridentes debido al temor, sino que emitían unos apacibles murmullos, como el arrullo de las palomas; según dijo Estolt más tarde, era un sonido que le indicó, con más elocuencia que unas palabras, que no hallaría a los asesinos en aquel lugar.

Lo que halló fue a cuatro mujeres impecables: una anciana llamada Alcaya de Rasiers; una vieja desdentada y decrépita que ostentaba el paradójico nombre de Vitalia; una viuda, Johanna de Caussade, y su hija Babilonia. No estaban enteradas de la carnicería que había tenido lugar no lejos de su casa, y cuando se lo contaron se mostraron horrorizadas.

– No habían oído nada ni habían visto a nadie -me informó el preboste-. No se lo explicaban. Hablé con Alcaya, descendiente del anciano Raymond-Amaud de Rasiers, por lo que deduzco que era dueña de una parte del lugar. Hablé sobre todo con ella, pues me dio la impresión de llevar la voz cantante. Pero fue la viuda quien regresó conmigo a Casseras.

Y allí, según averigüé, la viuda se ocupó de salar los restos de los cinco hombres asesinados. Fue casi un acto de exaltada devoción, que a los aldeanos les pareció muy sospechoso. A tenor de lo que averigüé más tarde, sus sospechas no eran infundadas. Con todo, creo que Johanna de Caussade decidió llevar a cabo aquella macabra tarea por sentido del deber moral, lo cual es digno de encomio.

Aunque yo honraba al padre Augustin, y le respetaba, jamás habría tenido el valor de hacer semejante cosa.

Voy a declararos un misterio

En vista de que el padre Augustin no regresaba tal como esperábamos, yo, como es natural, me sentí un tanto preocupado. Después de consultar con el prior Hugues, envié a un par de familiares armados a Casseras con una carta para el padre Paul de Miramonte. Quizá los familiares se cruzaron con el padre Paul en algún lugar cercano a Crieux, pues éste llegó a Lazet poco antes de vísperas. Por consiguiente, no asistí a ese oficio; es más, también estuve ausente durante completas, ocupado en la ingrata tarea de informar tanto al obispo como al senescal de que los restos del padre Augustin se habían convertido en pasto de las aves del cielo.

«Los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la escucharen vivirán.» En aquellos momentos creí, y sigo creyéndolo, que el padre Augustin está destinado a gozar de la vida eterna. Para él, la muerte constituye el portal del paraíso. ¡Con qué alegría debió de abandonar su alma aquel cuerpo mortal frágil y enfermo! Recuerdo las palabras de su tocayo: «Dios es alabado allí y aquí, pero aquí por quienes están llenos de angustiosas zozobras, allí por quienes carecen de zozobras; aquí por aquellos cuyo destino es morir, allí por aquellos que viven eternamente; aquí con esperanza, allí habiéndose cumplido esa esperanza; aquí de camino, allí en nuestra patria». Sé que el padre Augustin hallará la gloria eterna en esa ciudad que no ha menester de sol ni de luna que la iluminen, porque la gloria de Dios la ilumina, y su lumbrera es el Cordero. Sé que camina ataviado de blanco entre quienes no han mancillado sus vestiduras. Sé que murió como testigo de la fe y, por tanto, tiene garantizada la salvación.

Con todo, no hallé consuelo en ese pensamiento. Me atormentaba una imagen de la carnicería que no me daba tregua y me infundía un temor que yo me afanaba en ocultar. Como un león en escondrijo, este temor se me echó encima despacio, paso a paso, al tiempo que mi conmoción desaparecía debido al ajetreo causado por el anuncio del padre Paul. Fue el senescal, Roger Descalquencs, quien expresó mi temor durante nuestra conversación inicial sobre el asesinato.

– ¿ Decís que no se hallaron las ropas? -preguntó al sacerdote de Casseras.

– Así es -respondió el padre Paul.

– ¿Ni rastro de las mismas? ¿Ni unos jirones? ¿Nada?

– Nada en absoluto.

Roger reflexionó unos momentos. Estábamos sentados en el gran salón del Castillo Condal, que siempre había sido un lugar caótico, atestado de humo, perros y sargentos descansando, pegajosos caballetes, armas diseminadas por doquier y hedor a comida pasada. De vez en cuando, uno de los hijos pequeños del senescal entraba precipitadamente, daba una vuelta por la habitación y volvía a salir.

Cada vez que eso ocurría, teníamos que alzar la voz para hacernos oír sobre los estentóreos gritos emitidos por el niño, semejantes a los chillidos de un puerco al ser degollado. De esta forma, el asesinato del padre Augustin se hizo de dominio público, pues muchos sargentos de la guarnición oyeron la noticia y se apresuraron a difundirla. Muchos incluso participaron en nuestra conversación, ofreciéndonos sus opiniones sin que nosotros se las pidiéramos.

– Sin duda fueron unos ladrones -dijo uno.

– Unos ladrones les habrían robado los caballos y la ropa -respondió Roger-, pero ¿por qué iban a perder el tiempo cortándoles las piernas y los brazos?

Esa era, a mi entender, la pregunta clave. Meditamos unos momentos sobre ella, hasta que Roger habló de nuevo.

– Las víctimas iban montadas -dijo lentamente-. Cuatro eran mercenarios, ¿no es así, padre?

– Sí.

– Cuatro eran unos mercenarios adiestrados. Reducir a unos soldados profesionales armados… A mi modo de ver, ninguna andrajosa banda de campesinos hambrientos habría sido capaz de conseguirlo.

– ¿Ni siquiera con flechas? -inquirió uno de los sargentos.

Roger frunció el ceño y negó con la cabeza. Al revisar este texto, observo que no he ofrecido una effictio del senescal, ni siquiera una somera descripción de su vida, aunque es un personaje muy importante en mi relato. En aquel entonces llevaba doce años sirviendo al rey de forma vigorosa, juiciosa, acaso un tanto rapaz, pero sólo en beneficio del rey; su estilo de vida no se caracteriza por una excesiva afición a los bienes materiales. Es un hombre de mi edad, con experiencia en campañas militares y un cuerpo fornido y musculoso, que conserva bastante más pelo que yo (es uno de los hombres más hirsutos que conozco), casado en tres ocasiones, pues sus dos primeras esposas murieron de parto. No obstante, ha tenido siete hijos, la mayor de los cuales está casada con el sobrino del conde de Foix.

Debajo de su talante enérgico y un tanto tosco, Roger Descalquencs consigue ocultar la profundidad y sutileza de su inteligencia. Le gusta criar perros y cazar jabalíes; es analfabeto, a menudo taciturno, ignorante en numerosos puntos fundamentales de la doctrina católica, no siente el menor interés por la historia o la filosofía, ningún deseo de ampliar sus conocimientos geográficos ni una devota preocupación por la salvación de su alma. El aspecto que presenta, con su atuendo de lana y cuero lleno de manchas, es más parecido al de un mozo de cuadra que al de un funcionario del rey. He leído que Aristóteles, en una carta al rey Alejandro, aconsejó en cierta ocasión a éste que eligiera a un consejero «avezado en las siete artes liberales, instruido en los siete principios y que dominara las siete disciplinas de un caballero. Esto es lo que considero nobleza auténtica». Si lo juzgamos por ese patrón, Roger no posee ninguna nobleza.