Ni siquiera pensé: mi amigo ha muerto; no volveré a verlo. Al leer esto, sin duda me tacharéis de ruin y desalmado. Pero he comprobado que a medida que transcurre el tiempo echo de menos al padre Augustin con profunda intensidad, y comprendo que esto es consecuencia de la rara cualidad de nuestra amistad. La amistad auténtica, según nos dicen las autoridades, es Un sendero que conduce a la virtud, y muchos recorren este sendero de la mano. Ailred de Rievaulx dice en su Spiritualis Amicitia: «El amigo, adherido a su amigo en el espíritu de Cristo, se convierte en un solo corazón y un alma y al elevarse a través de los estadios del amor hasta la amistad de Cristo, se convierte, con un beso, en un solo espíritu». Es un noble ideal, pero tiene poco que ver con la amistad que me unía a Augustin. El padre Augustin y yo manteníamos nuestros corazones y nuestras almas firmemente separadas, sobre todo debido, me temo, a mi despreciable orgullo. No obstante, yo sabía que el padre Augustin observaba los estatutos del Señor, y recuerdo las palabras de Cicerón en De Amicitia: «Amé la virtud del hombre, que no se ha extinguido». El padre Augustin y yo no compartíamos agradables chanzas ni secretos íntimos. No nos deleitábamos en nuestra mutua compañía, ni nos desahogábamos el uno con el otro cuando nos sentíamos afligidos por las tribulaciones del mundo. Pero él caminaba delante de mí por el sendero de la virtud, cual una lámpara que iluminaba mis pasos. Era un modelo y un ideal, el inquisidor perfecto, celoso pero ecuánime, de una fe inquebrantable y un valor a toda prueba. Su presencia me procuraba renovadas fuerzas, de lo cual no me percaté hasta que murió. En el padre Augustin identifiqué un sentido de la misión ausente en su predecesor, y lo seguí ciegamente, sabiendo que el padre Augustin no me llevaría por el camino errado.
Sin él, no tenía nadie a quien seguir. De nuevo, tuve que trazar mi propio rumbo, extraviándome por caminos que me conducían a pantanos y ortigas, pues siempre he dejado que mis nefastos estados de ánimo y mi curiosidad, mi pereza y mi orgullo, gobernaran a las virtudes que tienen tan escaso arraigo en mi carácter. De haber vivido el padre Augustin, quizá… Pero de haber vivido el padre Augustin, nada de esto habría ocurrido.
Sé que murió con valor. Aunque su cuerpo era débil, era fuerte de espíritu y, sin duda, se enfrentó al último momento con tanta serenidad como el que más, con sus pensamientos y emociones fijos en las recompensas eternas. Creo que estaba mejor preparado para la muerte que la mayoría de nosotros, dado que había vivido durante tanto tiempo a su sombra. Pero ahora, al recordar sus manos temblorosas, su cuerpo frágil, indefenso como el de un pajarillo, y lo lenta y esforzadamente que realizaba hasta la tarea más sencilla… cuando recuerdo esas cosas, se me encoge el corazón y los ojos se me llenan de lágrimas, pues sé que cuando recibió la herida de muerte no tuvo tiempo ni fuerzas siquiera de alzar el brazo, o agachar la cabeza, en un vano intento de protegerse. Tenía la vista tan débil que acaso no viera siquiera la hoja del hacha que se abatió sobre él.
Matarlo debió ser como matar a un cordero atado.
Es extraño que ahora pueda llorar por él y entonces no fuera capaz de hacerlo. Supongo que ahora creo conocerlo mejor, por razones que enseguida comprenderéis, y además he cambiado en muchos aspectos. Los hechos han conspirado para ampliar los límites de mis afectos.
No obstante, cuando contemplé por primera vez su cuerpo despedazado lo lógico habría sido que experimentara un profundo dolor. Pero sentí náuseas y cierto nerviosismo. Es posible que, al contemplar una prueba tan atroz del carácter efímero de la vida, uno rechace de forma instintiva la noción de que esos fragmentos de carne ensangrentados, esos huesos destrozados, puedan ser en esencia humanos. O quizá se debiera a que no guardaban ningún parecido con el padre Augustin, puesto que su cabeza, el miembro más característico, aún no había sido hallada.
Pero no debo referirme aún a los restos. Llegaron más tarde, al cabo de dos días. No debo adelantarme en mi narración, pues aún queda un terreno intermedio que es preciso recorrer.
El senescal, como ya he dicho, regresó junto con los cadáveres de las víctimas dos días después. En el ínterin, yo había estado muy atareado. Uno de los familiares asesinados (y el único, a Dios gracias) era un hombre casado, con hijos. Fui a ver a su esposa e hijos y a ofrecerles el escaso consuelo que pude y, con el consentimiento del prior y el obispo, pude prometer a la desconsolada viuda una pequeña pensión. Asimismo tuve que informar a los inquisidores de Carcasona y Toulouse de que el padre Augustin había perecido, y advertirles de que ellos también corrían peligro. No quería enviar a unos mensajeros con esa noticia, para evitar que otros servidores del Santo Oficio cayeran asesinados durante el camino. Pero el hecho de utilizar a tres hombres empleados al servicio del obispo sirvió para aplacar mis temores al respecto.
Por lo demás, todo el trabajo que había realizado el padre Augustin recayó, como es natural, en mí. ¡Con qué pesar recordé los momentos, tan recientes, en que había despotricado contra el padre Augustin por sus viajes a Casseras! ¡Qué agobiado me había sentido entonces! Al consultar su agenda de interrogatorios, comprendí que el padre Augustin había tratado de contrarrestar sus ausencias cargándose con más trabajo del que ningún hombre habría podido resolver, y menos aún un hombre de salud frágil. Me sentí al mismo tiempo avergonzado y espantado. ¿Cómo podría sustituirlo? Era imposible. Muchas personas languidecerían en prisión durante varios meses, esperando ser entrevistadas, porque el Santo Oficio no poseía los medios para revisar sus casos de inmediato.
Como es natural, pensé que el responsable de la muerte del padre Augustin pudiera encontrarse entre las personas con las que él había tratado hacía poco. Por tanto, me afané en revisar sus pertenencias y examinar los documentos referentes a sus últimas inquisiciones. No hallé nada interesante en su celda, pues en ella sólo guardaba los humildes efectos que exigían las reglas: sus tres hábitos y pelliza de invierno, sus medias, calcetines y prendas interiores y los tres libros que nos entregan a los que accedemos a niveles de aprendizaje más elevados: la Historia Scholastica de Pierre Comester, las Sentences de Pierre Lombard y las Sagradas Escrituras. Su escapulario y su hábito, su manto negro y su cinturón de cuero, su cuchillo, su talego y su pañuelo habían desaparecido. Encontré y deseché unos bálsamos y cordiales que le había preparado nuestro hermano enfermero, así como una vela perfumada que al parecer tenía efectos saludables para las jaquecas y la vista cansada. Su almohada de hierbas se la di al pobre Sicard. He omitido a Sicard en este relato, pues lo cierto es que desempeña un papel insignificante en él. Ingresó en la orden en calidad de oblato, y presentaba muchos de los rasgos que poseen las personas que acaban de abandonar el convento en el que han pasado su infancia: una voz apagada, un apetito voraz, una leve joroba y una reverencia algo codiciosa por los libros. (El hermano Lucius, nuestro escriba, también poseía esos rasgos.) Aunque Sicard nunca me había parecido un joven de gran inteligencia ni habilidad, había servido al padre Augustin leal y eficientemente como escriba, y la muerte de mi superior le afectó mucho. Por consiguiente, lo mantuve a mi servicio durante varios días después de que ésta ocurriera, como quien da cobijo a un gatito, permitiendo que se quedara con la almohada perteneciente al padre Augustin porque sabía le procuraría cierto consuelo. Lo hice con el consentimiento del prior, que al poco tiempo me desembarazó de él. Al término del mes, Sicard pasó a ayudar al hermano bibliotecario, lo cual le permitió dormir más horas de las que había dormido cuando estaba al servicio del padre Augustin.