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Ese Sicard jamás llegará a predicador. No posee las facultades necesarias.

Pero os hablaba de los efectos personales del padre Augustin. Después de registrar su celda, examiné su mesa y sus documentos en la sede del Santo Oficio. Allí encontré cuatro archivos de la época del padre Jacques, señalados y glosados en los pasajes en que aparecían los nombres de Aimery Ribaudin, Bernard de Pibraux, Raymond de Maury, Oldric Capiscol, Petrona Capdenier y Bruna d'Aguilar. También hallé un antiguo expediente, señalado en varios lugares, en el que descubrí toda la penosa historia de Oldric Capiscol.

Cuarenta y tres años atrás, siendo un muchacho de trece años, Oldric había adorado a un perfecto por orden de su padre. Al cabo de tres años, alguien que había estado presente en esa adoración difamó a Oldric y éste pasó dos años encarcelado; tras ser puesto en libertad, soportó la poena confusibilis, el nombre que damos a un humillante castigo que obliga al penitente a lucir unas cruces amarillas en el pecho y la espalda. Oldric exhibió esas vergonzantes insignias durante un año, pero al comprobar que le impedían ganarse el sustento, se las quitó y encontró trabajo como barquero. Huelga decir que no logró escapar del castigo con tanta facilidad. «Estad ciertos de que vuestro pecado os alcanzará.» Al ser descubierto y citado para comparecer en 1283, Oldric, temeroso de presentarse, huyó de la ira del Santo Oficio, que procedió a excomulgarle. Después de permanecer un año excomulgado, fue declarado hereje en 1284. En 1288 fue por fin capturado, pero huyó de camino a la cárcel, para ser capturado de nuevo cerca de Carcasona. Fue condenado a cadena perpetua, a pan y agua.

Esto me extrañó, pues sabía que el padre Jacques, de haber presidido el auto de fe, le habría condenado a muerte. En una glosa marginal, el padre Augustin había anotado que en la actualidad no había ningún Oldric Capiscol en la cárcel, llegando a la conclusión de que, puesto que no constaba que hubiera vuelto a fugarse, el prisionero debió de morir en cautividad entre 1289 y aquel momento.

Por tanto, Oldric no podía ser culpable del asesinato del padre Augustin, aunque me pregunté con cierto desasosiego si no tendría algún descendiente que quisiera vengarse del Santo Oficio. Ninguno de los Capiscol que yo conocía parecía poseer un temperamento colérico; eran polleros, y todos los polleros que conozco (con frecuencia ocupados con cortarles la cabeza a los pollos) muestran un talante particularmente sereno, quizá porque pueden descargar su agresividad sobre sus animales. No obstante, comprendí que podía existir una rama de la familia que yo no conociera, y mientras me hallaba sentado a la mesa de mi superior, hojeando con lentitud los polvorientos archivos de antiguos nombres y delitos, me invadió una profunda inquietud. ¿Existía alguien en Lazet cuya vida no se hubiera visto afectada de algún modo por nuestra implacable persecución de almas descarriadas? ¿Cómo era posible buscar e identificar a los asesinos, cuando tantas personas tenían motivo para odiar, o temer, al difunto? En Avignonet, Guillaume A'rnaud y Stephen de Saint-Thibery habían sido asesinados por unos caballeros herejes desconocidos por sus víctimas, que se habían desplazado desde Montsegur sólo para asesinar a esos dos defensores de la fe. ¿Había corrido el padre Augustin una suerte semejante? ¿Eran sus asesinos unos herejes sin más, sin ningún vínculo directo con el hombre al que habían matado con tal brutalidad?

Pero recordé que los culpables sabían dónde y cuándo atacar. Habría sido imposible preparar una emboscada sin disponer de un cuartel general cerca de Casseras, o de un informador entre los servidores del obispo. Si la investigación del senescal era exhaustiva, sin duda aparecería un nombre o una descripción. Entretanto, yo tenía el deber de ofrecer una lista de nombres, para cotejarlos con cualquier indicio que descubriera el senescal.

Esto es lo que me propuse hacer, los dos días antes de que éste regresara. Y empecé por los sospechosos de soborno.

De todos los sospechosos sólo uno, Bernard de Pibraux, había sido arrestado y encarcelado por el padre Augustin. El otro, Raymond Maury, había sido citado para comparecer ante el tribunal dentro de cinco días. Las razones del padre Augustin, en este caso, eran meridianamente claras, pues era menos probable que desapareciera un panadero con nueve hijos que un noble vigoroso y soltero, sin (según deduje de varios documentos) ninguna perspectiva de heredar la fortuna familiar. Ninguno de los acusados parecía poseer cuantiosos bienes materiales, por lo que me pregunté, en un principio, cómo habían hallado los medios para convencer al padre Jacques de no iniciar una pesquisa contra ellos. Pero Bernard de Pibraux tenía un padre que lo adoraba, y recordé que los parientes de la esposa de Raymond constituían una familia de conocidos y prósperos peleteros. La mayoría de las familias habrían estado dispuestas a pagar una elevada suma con tal de evitar que recayera sobre ellas la infamia de estar emparentadas con un hereje. Se trata, sin la menor duda, de una mancha hereditaria.

Al examinar los archivos del padre Jacques, leí con detenimiento las acusaciones originales contra Bernard de Pibraux y Raymond Maury. Ambos nombres habían sido citados, de pasada, por testigos que habían acudido a declarar por asuntos no relacionados con aquéllos. Un testigo había oído un día a Raymond comentar en su tienda que «una muía tiene un alma semejante a la de un hombre». El otro testigo había visto a Bernard de Pibraux inclinarse ante un perfecto y darle comida. Ninguno de esos incidentes se había convertido en motivo de una investigación por parte del padre Jacques, aunque el padre Augustin había entrevistado luego a Bernard, quien había insistido en que desconocía la identidad del perfecto. Había conocido a ese divulgador de falsa doctrina en casa de un amigo, se había inclinado ante él por cortesía y le había dado un poco de pan que le sobraba. Bernard negó haberle dado dinero al padre Jacques en ninguna circunstancia.

En estos casos es muy difícil discernir la verdad. El padre Augustin había entrevistado a numerosos testigos, ninguno de los cuales había podido atribuir a Bernard ningún otro acto que pudiera calificarse de heterodoxo. El joven asistía a la iglesia, aunque no de una manera indefectible: su cura párroco le censuraba por ser «un joven atolondrado, propenso a beber en exceso, que desatiende con frecuencia el cuidado de su alma, como tantos otros en esta comarca. Pertenece a un pequeño grupo de amigos que comparten las mismas costumbres. No logro convencerles para que dejen tranquilas a las jóvenes doncellas». El padre Augustin, con su característica eficiencia, se había afanado en recabar los nombres de ese «pequeño grupo de amigos»: eran Guibert, el primo de Bernard; Etienne, el hijo de un castellano vecino; y Odo, hijo del notario local. Me pregunté si tendrían un temperamento violento, y fui a preguntar a Pons si Bernard de Pibraux había recibido la visita de unos amigos de su edad.

– No -respondió Pons-. Sólo su padre y su hermano.

– ¿Respondió el padre por el hermano?

– Si lo hizo, no era necesario -contestó Pons sonriendo, cosa rara en él, os lo aseguro-. Esos tres están cortados por el mismo patrón.

– ¿Qué aspecto tenían? ¿Te dieron la impresión de estar muy enojados? ¿Había algo furtivo en su talante?

– ¿ Furtivo?

– ¿Parecían llevarse algo entre manos?

Pons arrugó el ceño y se rascó la mejilla.

– Todos los que vienen aquí parecen asustados -dijo-. Temen que no les dejemos marcharse.

Me pareció una observación muy válida. A veces olvidamos el terrible efecto que causa la prisión en la mayoría de visitantes.

– ¿Y Bernard? -pregunté-. ¿Cómo sobrelleva el estar encarcelado?

– A eso sí puedo contestaros. Bernard tiene un genio de los mil diablos. No calla nunca. Aunque le arroje tres cubos de agua, se queda tan fresco. Algunos prisioneros se han quejado.