Aquí, numerosos frailes dedican su vida a defender la cruz de Cristo. Cuando me nombraron vicario de Jacques Vaquier, inquisidor de la depravación herética de Lazet (¡parece que hace un siglo!), mi intención no fue pasarme el día persiguiendo a esos defensores de la iniquidad, sino aliviar la ardua tarea del padre Jacques cuando éste se sintiera abrumado por ella. Se da la circunstancia de que el padre Jacques se sentía abrumado con frecuencia, por lo que yo pasaba más tiempo ocupado con los asuntos del Santo Oficio de lo que me había propuesto en un principio. No obstante, Jacques Vaquier investigó muchas almas que, cual ovejas, por desgracia se habían descarriado, y cuando murió el invierno pasado, el trabajo que dejó inconcluso era demasiado oneroso para una persona. Por eso solicité a París que enviaran a un nuevo superior. Y por eso llegó el padre Augustin al priorato una tarde de verano, seis días antes de la festividad de la Anunciación (fecha en que estaba prevista su llegada), sin avisar, inesperadamente, con la única compañía de su joven escriba y ayudante, Sicard, que era los ojos de su amo.
Ambos estaban demasiado cansados para cenar, o para asistir a completas. Que yo sepa, se acostaron nada más llegar. Pero al día siguiente, a la hora de maitines, vi al padre Augustin sentado en el coro frente a mí, y después de tercia, me reuní con él en su celda. (Para lo cual, como es lógico, nos concedieron un permiso especial.) Debo aclarar que en el priorato de Lazet, a los hermanos nombrados para servir en el Santo Oficio se les concede el mismo privilegio del que goza nuestro lector y bibliotecario, es decir, ocupar una celda individual, y permiso para cerrar la puerta de su celda. No obstante, el padre Augustin no cerraba su puerta.
– Prefiero no hablar de temas heréticos en un lugar consagrado a Dios -me explicó-. Por tanto, y a ser posible, hablaremos sobre los vástagos del Anticristo sólo cuando los ataquemos, en lugar de emponzoñar el aire del priorato con obras y pensamientos perversos. Por consiguiente, no veo la necesidad de sigilo ni de puertas cerradas en este lugar.
Yo me mostré de acuerdo con él. Luego el padre Augustin me pidió, con tono solemne, que rezara con él para pedir a Dios que bendijera nuestros esfuerzos por eliminar del país esta morbilidad herética. Observé enseguida que él y Jacques Vaquier eran muy distintos. El padre Augustin tenía la costumbre de emplear ciertas frases hechas al referirse a los herejes: «los zorros en las vides», «la cizaña en la cosecha», «los descarriados» y demás. Asimismo, era muy preciso en la utilización de los términos definidos por el Concilio de Tarragona, el siglo pasado, relativos a los distintos grados de culpabilidad en materia de asociación herética; por ejemplo, jamás calificaba de «encubridor» de herejes a quien en rigor era un «ocultador» (la diferencia, como sabéis, es muy sutil), ni de «defensor» a quien era un «recibidor». Siempre denominaba la casa o la hostería donde se congregaban los herejes «receptáculo», tal como decreta el Consejo.
El padre Jacques calificaba a los herejes de «algas de pantano» y sus viviendas de «focos de infección». No era, como habría dicho san Agustín, uno de esos hombres que unen su corazón a los ángeles.
– Sé que el inquisidor general os ha remitido un informe completo sobre mi historial y formación -prosiguió el padre Augustin. Tenía una voz sorprendentemente firme y resonante-. ¿Deseáis hacerme algunas preguntas referentes a mi experiencia como inquisidor… mi vida en la orden…?
El informe del inquisidor general era en efecto exhaustivo, consignaba datos y fechas precisos sobre todos los cargos docentes que había desempeñado el padre Augustin, priorazgos y comisiones papales, desde Cahors hasta Bolonia. Pero un hombre es más que sus cargos. Pude haber formulado al padre
Augustin muchas preguntas sobre su salud, sus padres o sus autores favoritos; pude haberle preguntado su opinión sobre el papel de inquisidor, o la pobreza de Cristo.
En lugar de ello, le formulé la pregunta que sin duda os intriga a vos mismo, y que él debió de responder mil veces.
– Padre, ¿estáis emparentado con el Santo Padre, el papa Juan?
El padre Augustin esbozó una sonrisa cansina.
– El Santo Padre no me reconocería -respondió enigmáticamente, y no dijo otra palabra sobre el tema, ni entonces ni en ninguna otra ocasión.
Jamás averigüé la verdad. Creo que, siendo como era un Duese de Cahors, seguramente estaba emparentado con el Papa, pero las dos ramas de la familia se habían enemistado y en consecuencia el padre Augustin no gozaba de la conocida generosidad del papa Juan respecto a los hombres de su familia. De lo contrario, habría llegado a cardenal, o cuando menos obispo.
Tras rehuir mi pregunta, el padre Augustin me hizo unas preguntas a mí. Tenía entendido que yo era un Peyre de Prouille; ¿me había criado cerca de la primera fundación de santo Domingo? ¿Me había inspirado su proximidad para ingresar en la orden de los dominicos? Se expresaba con tono reverente, y lamenté informarle de que los Peyre de Prouille se habían arruinado mucho antes de que santo Domingo llegara aquí. Ya en tiempos de santo Domingo, el fuerte había sido demolido y los derechos feudales de los Peyre habían pasado a una familia de ricos campesinos. Lo sé porque había leído una crónica sobre los primeros tiempos del monasterio, la cual, curiosamente, me tranquilizó con respecto a una cuestión que siempre me había preocupado, las exactas circunstancias del declive de mi familia. En esta región, la ruina suele ser consecuencia de unas creencias heréticas. Me tranquilizó averiguar que la casa solariega de mi familia no había sido confiscada por el Santo Oficio, ni por los ejércitos de Simón de Montfort, sino que mis antepasados la habían perdido por su debilidad de carácter o estupidez.
Expliqué al padre Augustin que me había criado en Carcasona, y que mi padre había sido notario público y cónsul allí. Si yo tenía parientes en Prouille, no sabía nada de ellos. Ni siquiera había visitado ese lugar.
El padre Augustin parecía decepcionado. Me preguntó, con tono más frío, sobre mi progreso en la orden, y me apresuré a describírselo: ordenado a los diecinueve años, tres años de filosofía en Carcasona, profesor de filosofía en Carcasona y Lazet, cinco años de teología en la Escuela General de Montpellier, nombrado predicador general, definidor en varios capítulos provinciales, maestro de estudiantes en Beziers, Lazet, Toulouse…
– Y luego de vuelta a Lazet -me interrumpió el padre Augustin-. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
– Nueve años.
– ¿Os sentís a gusto aquí?
– ¿A gusto? Sí. -El padre Augustin se refería a que mis progresos parecían haberse detenido. Pero a medida que uno envejece pierde las pasiones de la juventud. Por lo demás, algunos miembros de la orden no se ríen como yo-. El vino aquí es excelente. El clima es agradable. Abundan los herejes. ¿Qué más podría pedir?
El padre Augustin me miró durante unos momentos. Luego me preguntó sobre el padre Jacques, su historial y sus costumbres, sus aficiones, sus habilidades, su vida y su muerte. Comprendí enseguida que me conducía en una determinada dirección, como los perros conducen a un ciervo hacia una partida de cazadores. Como yo conduzco a un hereje hacia la verdad.
– No es necesario que os andéis con rodeos, padre -dije, interrumpiéndole cuando me preguntó con habilidad sobre la amistad del padre Jacques con algunos de los comerciantes más importantes de la ciudad-. Deseáis saber si los rumores son fundados, si vuestro predecesor aceptó clandestinamente dinero de hombres acusados de herejes.