– ¿ Es un hombre violento?
– Lo sería si yo no lo tuviera a raya. Una vez lo encadené, lo cual le calmó un poco. -Comprendo.
Regresé a mi mesa armado con esta información y me puse a reflexionar. A mi modo de ver, jamás lograríamos establecer la culpa o inocencia de Bernard con respecto a la «veneración» del perfecto, a menos que confesara haber cometido un acto herético. Deduzco que el padre Augustin opinaba lo mismo, pues se había esmerado en preguntar a Bernard los nombres de todo enemigo que quisiera perjudicarle. Este procedimiento, destinado a arrestar a falsos testigos, es útil cuando resulta difícil establecer la culpa de una persona. Pero como Bernard no había nombrado al testigo que le había acusado, no había ningún indicio de conspiración.
Al enfrentarme a este dilema, pensé en lo que habría hecho el padre Jacques. Para él habrían habido dos opciones. O habría privado a Bernard de alimento hasta arrancarle una confesión antes de recomendar una sentencia benévola, o habría pasado por alto el episodio. En un par de ocasiones, antes, fui testigo de esta tendencia a pasar por alto ciertos actos sospechosos de los que nos habían informado «por falta de pruebas», y no creo que a mi superior le moviera el afán de lucro, sino más bien su propensión a la misericordia.
– Si un hombre se niega a matar un pollo para su suegra -me dijo una vez el padre Jacques-, no significa que sea un hereje. Quizá la mujer sea una cascarrabias y una arpía. ¿Quién querría sacrificar un suculento pollo para una mujer así? Decidle que se vaya.
No hablé nunca al padre Augustin de esos pequeños deslices, pues eran infrecuentes; las personas implicadas no tenían dinero siquiera para pagar un portazgo (y mucho menos un soborno) y solían producirse cuando el padre Jacques se sentía agobiado por el trabajo. Yo le hubiera felicitado por su clemencia, de no haber sido por los tremendos ataques de mal genio a los que también propendía. A mi entender, el hecho de que la falta de Bernard de Pibraux hubiera sido pasada por alto no indicaba nada anormal por lo que se refiere a la conducta del padre Jacques.
Pero en el caso de Raymond Maury comprendí que había algo que estaba mal. Decir que una muía posee un alma semejante a la de un hombre es sostener la creencia, propugnada por los cataros, de que el Dios de las Tinieblas ha tomado las almas de los hombres y los animales del Reino de la Luz para infundirlas en unos seres corpóreos hasta que puedan ser restituidas al cielo. Ahora bien, es posible que uno insulte a un enemigo diciéndole que tiene «el alma de una muía y la moral de una rata», o algo semejante, y que alguien oiga y malinterprete ese insulto. Pero el padre Augustin, tras entrevistar a algunos amigos y conocidos de Raymond Maury, había obtenido de ellos otras pruebas que demostraban que el panadero era un hombre de opiniones erradas. Un vecino, al informar a Raymond que se proponía realizar una peregrinación para asegurarse una indulgencia, oyó decir a éste: «¿Crees que algún hombre puede absolverte de tus pecados? Sólo Dios puede hacerlo, amigo mío». Otro amigo recordaba haber ido a la iglesia de Sainte Marie de Montgauzy para rezar con el fin de que le restituyeran unos artículos que le habían robado; de camino se tropezó con Raymond Maury, que se burló de sus intenciones. «Tus rezos no te valdrán de nada», parece ser que le dijo.
Como comprobaréis, el padre Augustin había recabado unas pruebas muy perjudiciales contra Raymond, y al hacerlo había suscitado serias dudas sobre el padre Jacques. Daba la impresión de que la honestidad del antiguo inquisidor estuviera en tela de juicio, de lo contrario ¿por qué no había arrestado a Raymond Maury? Me parecía increíble que la aparente ceguera del padre Jacques se debiera a un impulso misericordioso, por más que Raymond fuera padre de nueve hijos; en estos casos, la misericordia debe mostrarse en el momento de dictar sentencia. No, al leer las actas me convencí de que se había efectuado algún tipo de pago ilícito.
Me apenó pensar eso, pero no me sorprendió del todo. Lo que me sorprendió fue el documento que encontré oculto en uno de los archivos. Después de leerlo con detenimiento, lo identifiqué como una carta, pero no reconocí la mano que la había escrito.
Aunque no puedo reproducir con fidelidad la totalidad del texto, creo recordar que decía lo siguiente:
«Jacques Fournier, obispo, humilde siervo de la iglesia de Pamiers por la gracia de Dios, saluda a su noble hijo, el hermano
Augustin Duese, inquisidor de la depravación herética, con afecto en el Señor.
»He recibido con alegría vuestra caritativa carta. En cuanto al asunto sobre el que me pedís consejo, ojalá pudiera ofrecer a mi estimado hijo un consejo útil. Os referís a una mujer joven, de gran belleza y cualidades espirituales, que está "poseída por demonios"; solicitáis unas invocaciones para librarla de esa maldición. En efecto, tal como apuntáis, en mi biblioteca poseo varios tomos que describen esos exorcismos, pero antes de iniciar ese ritual, os recomiendo que examinéis de una manera exhaustiva la forma y los síntomas de la enfermedad de esa mujer. ¿Se trata, como decís, de una posesión, o de un caso de locura propiciada por algún enemigo experto en las artes diabólicas? El Doctor Angélico nos previene contra esas viejas capaces de infligir daño, sobre todo a niños, utilizando el mal de ojo; y existen otras, más peligrosas, capaces de invocar a los "reyes infernales", sobre los que sé muy poco. Antes de empuñar la espada contra un enemigo de semejante envergadura, debéis protegeros con la armadura de la fe y el valor.
»En cuanto a la fórmula para eliminar a los demonios, tomad nota:
»La persona poseída debe sostener una vela, sentada o arrodillada; el sacerdote comenzará con "nuestra ayuda es en nombre del Señor", y los presentes cantarán los responsos. A continuación el sacerdote rociará a la persona poseída con agua bendita, le colocará una estola alrededor del cuello y recitará el salmo setenta: "Apresúrate, Señor, en mi ayuda…", y seguirá con la letanía de los enfermos, invocando a los santos: "Orad y compadeceos de él; sálvalo, Señor".
»Luego comienza el exorcismo, que debe recitarse así:
»"Yo te exorcizo, siendo débil pero renacido en el sagrado bautismo por el Dios vivo, por el Dios auténtico, por el Dios que te ha redimido con su preciosa sangre, para que puedas ser exorcizado, para que los delirios y la perversidad del engaño del demonio te abandonen y huyan de ti con todos los espíritus impuros repudiados por Aquél que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos, y limpiará la Tierra con fuego. Amén…"»
Pero no recitaré toda la fórmula, puesto que no tiene nada que ver con mi relato. La carta concluía con un respetuoso saludo (la paz de nuestro Señor Jesucristo sea contigo, etcétera) y la petición de unas copias de ciertas actas que, de nuevo, no hacen al caso. Estaba fechada tres semanas antes.
Digo que la carta me sorprendió, pero lo cierto es que me quedé tan estupefacto que por poco me caigo de la silla. ¿Quién era esa «mujer joven, de gran belleza y cualidades espirituales»? Desde luego, nadie que yo conociera. Pensé que quizá fuera una de las mujeres de Casseras, por ejemplo la hija de la viuda. Pero ¿por qué le preocupaban al padre Augustin las tribulaciones de esa joven? Los demonios, invocados o en posesión de una desdichada alma, no correspondían al ámbito del Santo Oficio. El papa Alejandro IV había advertido específicamente a los inquisidores de que no debían ocuparse de casos de adivinación (o parecidos) a menos que olieran a herejía.
En cuanto a las fórmulas reseñadas, no comprendí en qué sentido habrían beneficiado a mi superior, puesto que no era sacerdote y habría tenido que hablar con uno antes de acudir al obispo de Pamiers. Era uno de tantos misterios. Pero comprendí que el padre Agustín no pudo haber escrito él misino al obispo, debido a su débil vista, de modo que fui a hablar con Sicard y le pregunté si había escrito él esa carta.