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– Sí -respondió, pestañeando y mirándome con sus ojos grandes y azules. (Estaba inspeccionando unos volúmenes de la Summa, la obra del Doctor Angélico, para comprobar si estaban afectados por la polilla que roe los libros)-. Recuerdo haberla transcrito. El padre Augustin los envió a Pamiers con otros documentos. Pero tendréis que preguntarle al hermano Lucius sobre esos documentos.

– ¿ Qué decía la carta? ¿ Lo recordáis?

– Se refería a una mujer. Que estaba poseída por el demonio.

– ¿Sabéis quién es? ¿Mencionó el padre Augustin su nombre?

– No.

Yo aguardé, pero enseguida comprendí que si quería obtener más información, tendría que extraerla como una muela. Sicard siempre se comportaba así; estaba imbuido de la disciplina del claustro. O quizás el padre Augustin le había insistido en que hablara sólo cuando alguien se dirigiera a él, respondiera sólo a las preguntas que le hicieran y se abstuviera de hacer comentarios hasta haber alcanzado un alto grado de madurez y educación.

– ¿Mencionó el padre Augustin dónde o con quién vive esa mujer? -pregunté-. ¿Os ofreció alguna descripción detallada? Haced memoria.

Sicard obedeció. Se chupó el labio inferior y negó con la cabeza mientras sus delicados dedos jugueteaban nerviosamente con una pluma.

– Sólo dijo que era una mujer joven. Y de grandes cualidades espirituales.

– ¿Y no os ofreció ninguna explicación?

– No, padre.

– ¿Y no se os ocurrió pedírsela?

– ¡Desde luego que no, padre! -contestó Sicard, asombrado-. ¿Por qué iba a hacerlo?

– Por curiosidad. ¿No sentisteis curiosidad? Yo la habría sentido.

El pobre muchacho me miró como si no acabara de entender la palabra «curiosidad» y no tuviera ningún deseo de familiarizarse con ella. Entonces comprendí que el padre Augustin había elegido de una manera sabia a su escriba, al escoger a alguien carente de curiosidad, innatamente respetuoso, tristemente desprovisto de perspicacia y, por esos motivos, casi incapaz de revelar los secretos del Santo Oficio. Así pues me marché, tras despedirme de Sicard con unas palabras de ánimo, y asistí a completas sin dejar de pensar en esa extraordinaria carta, la cual decidí (de un modo juicioso, según comprobé más tarde) mantener de momento en secreto.

Me prometí visitar a las mujeres de Casseras para cerciorarme de que no había nada anómalo allí, pero no quería hacerlo hasta después de que regresara el senescal, pues deseaba oír su informe antes de tomar otras decisiones.

El senescal regresó al día siguiente, por lo que no pude presentarle una lista de posibles sospechosos. Ni siquiera me había entrevistado todavía con Bernard de Pibraux. Quizás había confiado demasiado en mis dotes, pero debo confesar que no esperaba que el senescal regresara tan pronto. De haber llevado yo mismo la investigación, creo que me habría movido más despacio y con mayor sigilo.

Supongo que todos tenemos diferentes maneras de trabajar.

Estaba escribiendo unas cartas cuando llegaron los cadáveres. Pensé que debía hablar sin falta con los tres amigos de Bernard de Pibraux, Etienne, Odo y Guibert, para averiguar, si podía, su paradero el día del asesinato del padre Augustin. Dos de esos jóvenes habían sido adiestrados en el arte de la batalla, y puesto que eran jóvenes, impetuosos y aficionados a la bebida, había sobradas razones para creer que quizás habían decidido infligir una terrible venganza sobre el responsable de la desgracia de su amigo. Esta conjetura estaba reforzada, a mi modo de ver, por la posible inocencia de Bernard de Pibraux. Una banda de jóvenes vehementes y exaltados, convencidos de que su amigo había sido encarcelado de un modo injusto, habrían actuado movidos por la ciega ira necesaria para perpetrar un acto de destrucción tan obsceno.

Hasta el momento, en todo caso, eran los principales sospechosos.

Quizás ignoréis que existe un procedimiento y una fórmula para citar a unos individuos a fin de que comparezcan ante el tribunal. Es preciso escribir al cura párroco de dichos individuos en los siguientes términos: «Nosotros, los inquisidores de la depravación herética, os enviamos saludos, rogando y ordenándoos estrictamente, en virtud de la autoridad que nos ha sido conferida, que citéis en nuestros nombres a fulano y mengano, para que comparezcan en tal fecha y tal lugar, para responder de su fe». En este caso, como es lógico, cité los tres nombres, y solicité que comparecieran ante mí en distintos momentos y fechas, pues deseba interrogarlos por separado.

Había sellado la carta y estaba afilando mi pluma para redactar la siguiente (citando al suegro de Raymond Maury), cuando llamaron a la puerta principal. Puesto que estaba cerrada por dentro, como tenemos costumbre de hacer en nuestra sede, me levanté para abrirla y me encontré a Roger Descalquencs en el umbral.

– ¡Señor! -exclamé.

– Padre. -Estaba empapado en sudor y cubierto de polvo; en la mano derecha sostenía las riendas de su palafrén-. ¿Queréis haceros cargo de esos barriles?

– ¿Qué?

– Los cadáveres están en esos barriles -respondió, señalando los caballos que había detrás de él. Cada uno portaba dos pequeños barriles de madera sujetos con cuerdas. Estaban custodiados por unos seis sargentos de aspecto cansado, los cuales mostraban unas manchas que indicaban la dureza del viaje-. Los han salado.

– ¿Que los han salado?

– Los han metido en salmuera. Para que se conserven.

Me persigné y dos de los sargentos, al observar mi gesto, hicieron lo propio.

– Supuse que querríais que los trajera aquí -prosiguió el senescal. Tenía la voz ronca y jadeaba-. A menos que se os ocurra una idea mejor.

– Pues…

– Os advierto que despiden un olor bastante desagradable.

En éstas Raymond Donatus (siempre alerta) bajó del scriptorium; le oí a mi espalda, emitiendo unos sonidos de estupor.

– Es preciso examinarlos… -balbucí-. Pediré al hermano enfermero…

– ¿Queréis conservarlos en el priorato?

– ¡No! No… -La idea de que esos macabros restos contaminaran y perturbaran la paz del claustro me repelía. Sabía que alterarían a muchos de mis hermanos-. No, lleváoslos… -Recordé los establos situados en el piso inferior-. Se me ocurre una idea. Transportadlos abajo. Acompañadles, Raymond. Yo iré en busca del hermano enfermero.

– Eso puede hacerlo Jean. Debo hablar con vos. ¡Jean! Ya me has oído. -El senescal se dirigió hacia uno de los sargentos-. Encargaos de que vuestros hombres descarguen los barriles, Arnaud. ¿Dónde podemos hablar, padre?

– Ahí.

Conduje al senescal a la habitación que antes había ocupado mi superior y le indiqué que se sentara. Al verle desplomarse en la silla del inquisidor, le ofrecí un refrigerio. Pero él rechazó mi ofrecimiento.

– Comeré cuando llegue a casa -dijo-; Decidme, ¿ha ocurrido algo en mi ausencia? ¿Habéis averiguado algo que nos sea útil?

– Ah. -Era evidente que esto no constituía una buena noticia-. Yo iba a haceros esa misma pregunta.

– Padre, no soy un sabueso. No poseo un buen olfato para estos asuntos. -El senescal suspiró y fijó la vista en sus espléndidas botas españolas-. Lo único que puedo decir es que si hay aldeanos implicados, todos ellos lo están. Absolutamente todos.

– Contadme lo que habéis averiguado.

El senescal accedió a mi petición. Me contó que sus sargentos habían registrado Casseras, en busca de armas, caballos o ropas ocultos. Me dijo que había interrogado a todos los aldeanos, preguntándoles qué habían hecho la tarde de la muerte del padre Augustin. Según recordaba, no hubo discrepancias en sus relatos.