– No hubo nada anormal. Ese día nadie vio a unos extraños. Nadie parece sentir odio hacia el Santo Oficio. Y nadie se ausentó esa noche, lo cual es probablemente el dato más importante que averigüé.
– ¿Por qué?
– Porque se han hallado más fragmentos de los cadáveres.
Al parecer, durante la estancia del senescal en Casseras se habían producido dos asombrosos hallazgos a cierta distancia de la aldea. En un caso, un pastor había hallado un brazo amputado en lo alto de la montaña, y lo había llevado a Casseras para entregárselo al cura. Asimismo, habían hallado una cabeza cerca de una aldea situada en el camino a Rasiers, una aldea en la que el cura, que había oído hablar de la matanza de Casseras, se había apresurado a enviar la cabeza a Estolt de Coza. Estolt, a su vez, la había remitido a Roger.
– Los fragmentos estaban diseminados a lo largo de varios kilómetros -señaló el senescal-. El brazo se encontraba a una jornada a pie de Casseras, de modo que si alguno de la aldea lo dejó allí, necesariamente esa noche debió ausentarse…
– ¿Aunque fuera montado a caballo?
– En tal caso, habría tenido que regresar a pie, porque en Casseras no vimos ningún caballo, padre.
– Comprendo.
– ¿Ah, sí? Ojalá yo pudiera decir lo mismo. Todo indica que los asesinos se separaron y emprendieron distintas direcciones.
– Diseminando de paso unos miembros sanguinolentos.
– ¿Tiene esto algún sentido para vos?
– Me temo que no del todo.
– En todo caso, podemos afirmar que los asesinos eran dos, probablemente más, y que no eran de la aldea. Estoy convencido de que no eran de la aldea. La pericia con que llevaron a cabo su plan, las distancias que recorrieron… no. Opino que eran de otro lugar.
Después de manifestar esa opinión, Roger guardó silencio. Durante breves momentos permaneció contemplando sus botas con el ceño fruncido, absorto en sus pensamientos, mientras yo analizaba mentalmente sus argumentos, los cuales parecían bastante sólidos.
De pronto Roger rompió el silencio.
– ¿Sabéis cuánto cuesta contratar a una partida de asesinos? -me preguntó de sopetón. Yo no pude reprimir una sonrisa.
– Por extraño que parezca, señor, no tengo la menor idea.
– Bien… depende de lo que uno quiera. Supongo que podríais contratar a un par de mendigos por una suma irrisoria. Pero hace poco juzgamos en mi tribunal a dos mercenarios que habían percibido quince libras. ¡Quince! ¡Por dos mercenarios!
– ¿Y de dónde iba a sacar alguien en Casseras quince libras?
– Exactamente. ¿De dónde? Digamos que el precio fuera veinte libras, con ese dinero uno podría adquirir media casa en Casseras. Imagino que incluso Bruno Pelfort tendría que vender buena parte de su rebaño, y es el hombre más rico de la aldea. Pero el sacerdote dice que Pelfort tiene más o menos el mismo número de animales.
– Así que a menos que todos los aldeanos contribuyeran…
– O que obtuvieran el dinero de alguien como Estolt de Coza…
– Pero no lo creéis probable.
– No veo la causa. Si lo que dice el padre Paul es cierto.
– Yo creo que lo es.
– Yo también. ¿No ha habido recientemente herejes en Casseras?
Negué con la cabeza.
– No que sepamos.
– ¿Y en Rasiers?
– En Rasiers tampoco.
– ¿Y esas mujeres de la forcia! El padre Paul dice que el inquisidor fue a verlas para ofrecerles una guía espiritual. ¿Es eso cierto?
Yo dudé unos instantes, sin saber qué responder. No estaba seguro de que fuera cierto. Al observar mi vacilación, el senescal esbozó una mueca muy desagradable.
– ¡Espero que no se tratara de una historia sentimental! -exclamó el senescal-. Algunos aldeanos dicen que…
– ¿Os parece probable, señor?
– Quiero saber lo que opináis vos.
– Me parece improbable.
– Pero ¿no imposible?
– Me parece muy improbable.
Al hablar, comprendí que el énfasis que daba a mis palabras, y la expresión de mi rostro al pronunciarlas, debían de ser odiosamente irreverentes, pues dejaban entrever que un hombre de la edad y el aspecto del padre Augustin habría sin duda renunciado hacía tiempo a la pasión amorosa. Pero para mi sorpresa, el senescal no reaccionó como yo esperaba. En lugar de responder con un comentario sarcástico, o una sonrisa, frunció el ceño y se rascó la mandíbula.
– A mí también me parecería improbable -dijo-, de no haber conocido a esas mujeres. Tenían los ojos enrojecidos de llorar. No cesaban de hablar de la bondad, la piedad y la sabiduría del padre Augustin. Fue muy… -El senescal se detuvo y sonrió, pero como si lo hiciera a regañadientes-. Si se hubieran referido a vos, padre, lo comprendería. Sois el tipo de monje por el que una mujer lloraría.
– ¡Vaya! -Como es natural, me eché a reír a carcajadas, aunque confieso, Dios me perdone, que me sentí halagado-. ¿Debo interpretarlo como un cumplido o una acusación?
– Ya sabéis a qué me refiero. Tenéis una forma de hablar… ¡Uf! -Por lo visto, incómodo con el tema, Roger lo despachó con un brusco ademán-. Ya me entendéis. Pero el padre Augustin era… un monje nato.
– ¿Un monje nato?
– ¡No corría sangre por sus venas! ¡Era seco como el polvo! ¡Cielo santo, padre, ya sabéis a qué me refiero!
– Sí, lo sé. -No era momento de andarse con disimulos-. ¿De modo que creéis que esas mujeres estaban sinceramente afectadas por la muerte del padre Augustin?
– ¿Quién sabe? Las lágrimas de una mujer… Pero creo que si el padre Augustin estaba investigándolas, tendrían motivo para asesinarlo.
– ¿Y los medios?
– Quizá. Y quizá no. Viven con modestia, pero deben de vivir de algo. De algo más que unas gallinas y un huerto.
– Desde luego -respondí, pensando en la carta de Jacques Fournier. Se hallaba en la habitación contigua, y pude habérsela mostrado al senescal en aquel momento. ¿Por qué no lo hice? ¿Porque todavía no se la había mostrado al prior? Quizá deseaba salvaguardar la reputación del padre Augustin. Si durante mi visita a Casseras, que iba a realizar próximamente, descubría que éste había mantenido una relación ilícita con esas mujeres, una relación que no tenía nada que ver con su asesinato, tenía el deber de ocultar a todo el mundo su conducta irregular-. Lamentablemente, el padre Augustin no investigaba a esas mujeres -afirmé-. Que yo sepa, quería convencerlas para que ingresaran en un convento. Por su seguridad.
– Ya.
– Y si ellas hubieran querido disuadirlo, podrían haberlo hecho sin necesidad de cortarlo en trozos.
– Sí.
En ese momento ambos guardamos silencio, como si estuviéramos agotados, absortos en nuestros respectivos pensamientos. Los míos se referían a Bernard de Pibraux, y al montón de trabajo por terminar que aguardaba sobre mi mesa. Los de Roger es evidente que se referían a las caballerizas del obispo, pues al cabo de un rato preguntó:
– ¿Habéis hablado con el mozo de cuadra del obispo?
– No. ¿Y vos?
– Aún no.
– Si logramos averiguar quién estaba informado de la visita del padre Augustin fuera de Casseras…
– Sí.
– Y cotejamos esos nombres con los de las personas a las que él pudo haber ofendido…
– Por supuesto. Podríais investigar también el asesinato de vuestros familiares, si habían hablado con alguien del viaje que iban a hacer a Casseras.
– Hay mucho trabajo que hacer -dije suspirando-. Quizá nos lleve semanas. O meses. Y quizá resulte infructuoso.
El senescal rezongó.
– Si envío recado a todos los alguaciles, prebostes y castellanos que viven a tres jornadas a caballo de Casseras, quizás hallemos a un testigo que vio huir a los asesinos -dijo, aliviándose un cavernoso bostezo-. Imagino que esos hombres se detendrían para lavarse las manchas de sangre. Quizás alguien logre dar con uno de los caballos robados.