– Quizá.
– Es posible que los asesinos se jactaran de lo que habían hecho. Ocurre con frecuencia. -Dios quiera que sea así.
De nuevo pareció asentarse sobre nosotros cierta sensación de cansancio como la niebla. Era evidente que tocaba poner fin al diálogo, levantarnos de nuestras sillas y acometer nuestros quehaceres. Pero en cambio permanecimos sentados sin más, mientras un olor a sudor de caballos invadía poco a poco la habitación. Recuerdo que me miré las manos, que estaban manchadas de tinta y cera de sellar.
– Bien -dijo por fin Roger, casi como si gimiera, como si le supusiera un esfuerzo sobrehumano-, supongo que debo ir a hablar con el mozo de cuadra del obispo. Procurad obtener esos nombres que queréis. Y una descripción de los caballos que han desaparecido.
– El obispo está muy disgustado por la desaparición de esos caballos. -Confieso que mi intención al decirlo no era caritativa, pero el senescal sólo respondió a mis palabras, no a mi tono.
– ¿Han desaparecido cinco? -preguntó-. Yo también estaría muy disgustado. Costará una fortuna reemplazarlos. ¿Vais a haceros cargo de los cadáveres, padre?
– Naturalmente -le aseguré, levantándome al mismo tiempo que él.
Al otro lado de la puerta oí unos pasos, unos murmullos y unos crujidos que indicaban que los barriles que contenían los restos del padre Augustin (y de sus familiares) eran transportados a los establos. Creí percibir también el sonido hueco de agua salada contra la madera. Entonces comprendí que tendría que examinar el macabro contenido de esos receptáculos, una tarea de lo más ingrata.
– ¿Señor? -pregunté, deteniendo a Roger en el umbral-. Si no tenéis inconveniente, señor, me gustaría visitar Casseras dentro de unos días. -Al formular esta petición, sabía que tenía que andarme con cuidado para no ofenderle con lo que podía interpretarse como una falta de respeto por sus métodos-. Dado que estoy más familiarizado que vos con los signos que denotan la presencia de la herejía, quizá logre descubrir unas pistas que vos pasasteis por alto, sin querer, por supuesto.
– ¿Vos? -El rostro del senescal reflejaba asombro y preocupación. Me parece prodigioso que un hombre pueda hablar sin palabras, pues al igual que las oraciones de los santos constituyen unos frasquitos llenos de aromas, el movimiento de las sombras constituye la lengua del semblante de un hombre-. ¿Que queréis ir? ¡Eso sería una temeridad!
– No si me acompañan algunos de vuestros hombres.
– El padre Augustin iba acompañado y ya sabemos cómo acabó.
– Yo podría doblar la guardia.
– Citad a los aldeanos aquí. Es menos peligroso.
– Cierto. -De pronto se me ocurrió una idea-. Pero eso los asustaría. Quiero que me consideren su amigo. Quiero que confíen en mí. Por otra parte, no tenemos sitio en la prisión.
– Si yo fuera vos, padre, recapacitaría -me advirtió Roger. Cerró la puerta y apoyó una mano en mi brazo, dejando una mancha gris sobre el tejido blanco-. ¿No teméis que os asesinen?
Me reí para restar importancia a su preocupación.
– Puesto que utilizaré vuestros caballos, señor, al menos sabremos que el culpable no obtuvo esta información de las caballerizas del obispo -respondí en tono de chanza, afanándome en mostrar un talante valeroso aunque no las tenía todas conmigo. Pues aunque mi intelecto me decía que los asesinos del padre Augustin habían dejado la escena del crimen a sus espaldas y se hallaban muy lejos, en mi fuero interno experimentaba un absurdo temor que decidí sofocar a toda costa.
Por desgracia, como quizás os hayáis imaginado, el hecho de contemplar los restos del padre Augustin sólo sirvió para intensificar ese temor.
Para conocerle a Él
Aimiel de Veteravinea es el enfermero del priorato. Es un hombre bajo y delgado, de temperamento enérgico, que habla de forma entrecortada y apresurada. Aunque no tiene un pelo en el cráneo, posee unas cejas tupidas y oscuras como los bosques septentrionales. Me atrevería a decir que su carácter no es tan amable como cabría esperar de un enfermero, pero es muy hábil a la hora de diagnosticar las enfermedades y preparar los remedios. Asimismo, muestra un profundo y erudito interés en el arte de embalsamar.
De esta antigua ciencia, gracias a la cual, mediante la utilización de ciertas especias y técnicas misteriosas, la carne muerta es preservada para impedir que se corrompa, confieso poseer escasos conocimientos. Nunca se me ha antojado un tema atrayente. Para el hermano Amiel, por el contrario, constituye una fuente de intensa fascinación, como la que el teólogo siente por el debate sobre la esencia de Dios. El interés del hermano Amiel no es puramente teórico, pues después de consultar varios textos raros y antiquísimos (algunos escritos por infieles), con frecuencia mancilla la impoluta integridad de sus conocimientos recién adquiridos aplicándolos a cadáveres de pequeñas aves y animales.
Por consiguiente, viéndome obligado a resolver el asunto de los lamentables restos de los cinco hombres asesinados, decidí acudir al hermano Amiel. Ninguna otra persona que conozco habría tenido las agallas de examinar cada porción de los cadáveres con la minuciosidad que exigía una correcta identificación. El hermano Amiel llegó puntual, portando varias sábanas grandes de lino, y enseguida comprendí que había acertado al hacer caso de mi intuición, pues sus ojos resplandecían de gozo y caminaba con paso ligero. Al llegar a los establos, extendió las sábanas una junto a otra en el suelo y se arremangó, como un hombre que se dispone a degustar un suculento festín y no quiere mancharse la ropa de grasa.
Llegados a este punto en mi relato, debo deciros que los establos exhalaban un hedor y ofrecían un aspecto repugnantes, pues durante los dos años anteriores habían sido utilizados para albergar los marranos de Pons. Pero los animales no habían procreado en ese lugar, y los olores resultaban nauseabundos para quienes trabajábamos en el piso sobre los establos. Así pues, después de sacrificar a sus preciados marranos (en uno de los abrevaderos destinados a nuestros inexistentes caballos), Pons había renunciado a su sueño de tocino curado en casa y apenas nadie había vuelto a poner los pies en los establos.
Por tanto, constituían el lugar idóneo para conservar en él unos restos humanos putrefactos.
– ¡Ah! -exclamó el hermano Amiel al extraer del primer barril un miembro que chorreaba sangre-. Tiene todo el aspecto de ser una rodilla. Sí. Es una rodilla.
– Yo… esto… disculpadme, hermano… -Tapándome la nariz con una esquina de mi manto, me dirigí cobardemente hacia la escalera. (Había dos medios de salir de los establos: a través de una pequeña puerta situada en lo alto de la escalera, o a través de una puerta grande de doble hoja que daba a la calle. Esta puerta estaba siempre cerrada por dentro)-. Regresaré cuando hayáis completado vuestro examen.
– Ésta no es la mano del padre Augustin. Yo conocía su mano, y ésta es mucho mayor.
Cuando me disponía a marcharme, el hermano Amiel me detuvo.
– ¡Esperad! -dijo-. ¿Adonde vais?
– Yo… tengo mucho trabajo, hermano…
– ¿Conocíais a estos sargentos muertos? Debíais de conocerlos, puesto que trabajaban aquí.
– Los conocía, sí, pero de un modo superficial.
– ¿Quién los conocía bien? Necesito ayuda, hermano Bernard, no puedo recomponer estos cadáveres yo solo.
– ¿Por qué? -Lamento confesar que al principio no comprendí el significado de sus palabras-. ¿Pesan demasiado para que podáis manipularlos?
– Es preciso identificar los pedazos, hermano.