– Ah. Sí, desde luego -me apresuré a contestar, pero al contemplar el objeto hinchado, de color negro y violáceo que sostenía el hermano Amiel, de pronto recobré mi facultad de raciocinio-. Hermano, temo que el avanzado estado de putrefacción nos impida… Es decir… dudo que la mayoría de las personas sean capaces de reconocer estos restos desmembrados, por íntimamente que hayan conocido a las víctimas.
– Pamplinas.
– Os lo aseguro.
– El vello de esta mano es negro. El de la rodilla es gris. -El hermano Amiel se expresaba con un tono condescendiente no exento de aspereza, como si le hablara a un niño estúpido, pero yo sentía unas náuseas demasiado intensas para ofenderme-. Siempre hay unos rasgos que la putrefacción no consigue eliminar.
– Sí, pero debéis tener en cuenta nuestra natural repugnancia -protesté, sabiendo que el hermano Amiel no había experimentado una natural repugnancia-. El espectáculo de esos restos… afectará profundamente a la gente…
– ¿De modo que nadie va a ayudarme?
– No confiéis en ello, hermano. Me limito a advertiros, nada más. -Y tras pronunciar esta advertencia, me retiré a toda prisa, en busca de la esposa del pobre Giraud Gantier y los familiares a quienes lograra convencer para que examinaran los restos de Giraud y sus camaradas.
Cuando regresé, lo hice acompañado por Pons. De los siete sargentos que quedaban a nuestro servicio, cuatro habían accedido a bajar de uno en uno, puesto que se alternaban para montar guardia, y tres se habían ido a dormir a sus casas después de haber cumplido el turno de noche. Yo había enviado al sustituto de Isarn, el nuevo mensajero, en busca de Matheva Gantier. Por más que me disgustaba pedirle que nos ayudara, no tenía otro remedio.
– ¡Santo cielo! -exclamó Pons al entrar en los establos.
Durante mi ausencia el hermano Amiel había vaciado los barriles de salmuera, y había extendido su contenido sobre las sábanas de lino. Observé enseguida que algunos pedazos estaban agrupados de modo que asemejaban vagamente unas formas humanas, con la cabeza colocada en la parte superior de las sábanas y los pies en la parte inferior.
Sólo vi dos cabezas.
– Faltan muchos miembros -comentó el hermano Amiel, sin molestarse en mirarnos-. Demasiados. Esto entorpecerá la tarea.
– Santo Dios… -murmuró Pons tapándose la boca con una mano. Estaba blanco como el segundo caballo del Apocalipsis. Yo apoyé una mano sobre su brazo para tranquilizarlo.
– Ve y pide a tu mujer que traiga unas hierbas -dije-. Unas hierbas de aroma potente, para disimular el hedor.
– Sí. Sí. ¡Iré enseguida!
El carcelero huyó precipitadamente y me dejó solo en el umbral. Tardé unos momentos en hacer acopio del valor necesario para avanzar. El hermano Amiel me ignoró por completo mientras examinaba con minuciosidad cada uno de aquellos espantosos restos a la luz de su lámpara de aceite, acuclillado en el suelo, hasta que me acerqué a él.
– He encontrado las partes que faltaban del padre Augustin -dijo-. Falta la cabeza, pero conozco bien su cuerpo. Tenía las manos tan deformes que son inconfundibles. Sus pies también. Como veis, aquí sólo hay uno. Ésta es la parte superior de su espalda, estoy seguro. ¿Recordáis que la tenía encorvada? La curvatura es evidente. Tenía los brazos muy delgados y frágiles.
Yo me volví.
– El resto es más difícil. Aquí hay dos cabezas, y en cierta medida podemos distinguir entre ciertos tipos por la consistencia y el color del vello del cuerpo. El padre Augustin tenía el vello gris, de modo que podemos colocar todo el vello gris en ese grupo. También tenemos vello negro y castaño; el negro es grueso y áspero, y el castaño parece más fino. Pero también hay un vello castaño más grueso, y tres brazos cubiertos de vello negro… Por lo tanto, debemos tener en cuenta las diferencias entre los pelos que crecen en diversas partes del cuerpo…
– Hermano… ¿creéis que hicieron esto con un hacha?
– Creo que a la fuerza tuvieron que hacerlo con un hacha. ¡Observad cómo les partieron la columna vertebral! Dudo que pudieran hacerlo con una espada.
– De modo que un hombre tendría que ser muy fuerte para hacerlo, ¿no es así?
El hermano Amiel dudó unos instantes antes de responder.
– Tendría que ser lo suficiente fuerte para partir leña -contestó por fin-. He visto a niños partir leña, y a mujeres preñadas. Pero no eran débiles.
– Por supuesto.
– «Te alabaré por el maravilloso modo en que me hiciste» -murmuró el hermano Amiel-, «y en tu libro estaban escritos todos mis miembros, que creaste a continuación…» Si dispusiéramos del libro del Señor, podríamos identificar cada miembro, hermano.
– Sin duda.
– Me temo que tendremos que sepultarlos a todos en una tumba -prosiguió el enfermero-, pero ¿qué ocurrirá el día de la Resurrección de la carne? ¿Cómo podrá el padre Augustin alzarse para enfrentarse al juicio de Dios cuando su cabeza se halla perdida en las montañas?
– Cierto -farfullé. De pronto, cuando su observación penetró en mi mente a través de las náuseas que me embargaban como el sonido claro y limpio de una campana, alcé la cabeza. ¿Era ése el motivo de haber desmembrado al padre Augustin? ¿Habían tenido sus asesinos la intención de privarle de la resurrección?
Me costaba creer que alguien sintiera tal odio hacia él como para cometer esa atrocidad.
– Habría sido preferible que los hubieran salado en seco -se quejó el hermano Amiel-. Es imposible conservar una carne putrefacta en salmuera. Pero deduzco que no andaban sobrados de sal en Casseras…
– Esto… yo puedo identificar las cabezas, hermano. -Por fin, cuando me obligué a mirarlas, comprobé que eran reconocibles… por sus barbas-. Éste es Giraud y ese Bertrand.
– ¿Ah, sí? Muy bien. ¿Y quién era el más alto?
– No lo sé.
– Aquí faltan demasiados miembros. Sólo tenemos cinco pies.
El hedor hacía que me sintiera mareado, pero sabía que estaba obligado a quedarme para consolar a Matheva. Era una mujer menuda y delicada, que hacía poco se había recuperado de una enfermedad febril; tal como temí, al ver la cabeza de su esposo manifestó agudos síntomas de angustia y tuvieron que llevársela del establo. En cuanto a los sargentos, tampoco nos sirvieron de ayuda: uno vomitó en la escalera (aunque luego insistió en que se debía a haber comido un huevo podrido) y los otros por lo visto eran de una naturaleza poco observadora, pues respondieron a las preguntas del hermano Amiel con cara de perplejos y roncos ruegos de perdón.
Con todo, el enfermero tuvo cierto éxito en su tarea. A la hora de completas había clasificado los restos en cuatro grupos: uno compuesto por los miembros del padre Augustin, otro por los de Giraud Gantier, otro por «las partes con vello negro» (de las que había una desconcertante abundancia) y otro compuesto por la cabeza de Bertrand Borrel, junto con varios miembros (en su mayoría carentes de vello) que eran imposibles de clasificar. Cada uno de esos grupos fue envuelto en una sábana y trasladado al priorato, de modo que sólo quedaron los barriles de salmuera.
Ordené que dejaran los barriles donde estaban, hasta averiguar quiénes eran sus dueños y decidir si había que devolverlos o quemarlos. Supuse que nadie querría conservarlos, pero era preciso guardar las formas. Resolvería el asunto sin mayores dificultades cuando visitara Casseras, pues lo único que tendría que hacer sería recordar esa nimiedad. Dudaba que los aldeanos confiaran en volver a ver los barriles.
En cuanto a mi visita, dispuse que me escoltaran doce sargentos de la guarnición de la ciudad. El senescal me prestó incluso su caballo de batalla, un enorme corcel negro llamado Estrella, el cual me pareció un animal de temibles dimensiones, más grande que un elefante, dotado de la fuerza de un toro y la velocidad de un tigre. Pero antes de describir el curso y resultado de este viaje, deseo consignar en estas páginas dos ideas que se me ocurrieron a lo largo de los tres días que transcurrieron antes de mi partida. La primera era un apéndice a mi teoría sobre el desmembramiento del padre Augustin; la segunda, una teoría nueva que se me ocurrió una noche mientras estaba acostado y me impactó con la fuerza de una tormenta. Ambas merecen ser tenidas en cuenta, dado que modificaron mis percepciones.