Empezaré por el apéndice, que me vino a la cabeza mientras conversaba con el obispo. De nuevo he omitido una importante effictio al dejar de lado al obispo, cuyo elevado cargo debería haberle garantizando hace rato una aparición personal en esta narración. Pero quizá lo conozcáis. En caso contrario, permitid que os presente a Anselm de Villelongue, un ex abad cisterciense convertido en prelado, con cuarenta años de concienzudos ascensos a sus espaldas, instruido en las artes de la poesía y la caza, confidente de un sinfín de importantes caballeros y damas (sobre todo damas), un hombre cuyo corazón y alma están vinculados, no a las ruines obsesiones de los políticos locales, sino al más noble ámbito de la diplomacia entre condes y reyes. El obispo Anselm preside las cuestiones espirituales de su rebaño con educada y abstraída indiferencia, permitiendo a las autoridades competentes obrar como estimen oportuno. Pasa buena parte de su tiempo escribiendo cartas, y un día es probable que sea elegido Papa. En cuanto a su aspecto, no es muy gordo ni delgado, ni alto ni bajo; luce ropas elegantes y come delicados platos; tiene una sonrisa afable y bonachona, una dentadura espléndida y un rostro liso y redondo de un colorido uniforme.
Tiene las manos cachigordas, pero llaman la atención debido a la envidiable colección de joyas que exhiben. Os aseguro que es preciso esforzarse en hallar el anillo episcopal para besarlo. Si le felicitáis por su espléndida colección de joyas, el obispo os ofrecerá una generosa descripción de cada artículo, citando su valor, sus anteriores dueños y el medio a través del cual llegó a sus manos, por lo general como un presente. «El pobre es odiado hasta en su barrio, pero el rico tiene muchos amigos.» Los amigos del obispo Anselm son legión, y aumentan de día en día; no obstante, pocos son de la comarca. Es posible que los ciudadanos de Lazet estén cansados de tratar de atraer su atención.
Por poner un ejemplo, tuvimos que soportar una prolongada charla sobre los rasgos y puntos débiles de los caballos desaparecidos del obispo antes de que el senescal y yo consiguiéramos conducirlo hacia unos temas más provechosos. Estábamos sentados en el salón de recepción del obispo, según creo recordar, sobre cojines de damasco en unas sillas talladas, y hasta Roger Descalquencs se impacientó con la perorata sobre corvejones y esparavanes antes de que el obispo hubiera agotado su afición por los misterios de la cría caballar. (Siempre me he preguntado si el obispo sólo es insensible al aburrimiento de sus inferiores, o si a los personajes como el conde de Foix y el arzobispo de Narbona el tema de los caballos y las joyas les parecen también de una importancia vital.) En cualquier caso, recuerdo que describí al obispo Anselm el estado preciso de los hombres asesinados, mientras él me miraba con expresión de profundo desasosiego (pero más como si hubiera mordido unas uvas agrias que por el dolor que le producían los pecados del mundo), y le expliqué también que faltaban numerosas partes del cadáver del padre Augustin, aunque al parecer habían hallado otra cabeza cerca de una aldea situada en la costa, junto con uno de los caballos desaparecidos del obispo. La cabeza se hallaba de camino a Lazet y, Dios mediante, el hermano Amiel la identificaría como perteneciente al padre Augustin.
– El hermano Amiel dice que faltan demasiados miembros -expliqué-. Dice que no puede recomponer cuatro cadáveres, y menos cinco, con lo que tiene.
– Que Dios se apiade de ellos.
– Quienquiera que lo hizo debía de estar rabioso -terció el senescal-. El padre Bernard opina que quizá tenga algo que ver con la Resurrección.
– ¿La Resurrección? -repitió el obispo Anselm-. Explicaos.
Tuve que explicarle mi teoría, lo cual hice no sin cierta reticencia, pues me seguía pareciendo improbable. El obispo negó con la cabeza.
– «¿Hasta cuándo los grandes habéis de ser insensatos?» -recitó el obispo-. ¡Negarle a un alma su última salvación es un acto monstruoso! Sin duda es obra de unos herejes.
– Pues… no, señor -respondí, percatándome en ese mismo momento de las implicaciones de mi sugerencia-. En realidad, los cataros no creen en la resurrección de la carne.
– Ah.
– Por supuesto, existen los herejes valdenses -proseguí-, pero nunca he conocido a un valdense. Tan sólo he leído sobre ellos.
El obispo agitó una mano en señal de rechazo.
– Todos son progenie del odioso poder -replicó-. ¿Habéis dicho que el hombre que halló mi caballo, o el caballo que parece ser mío, es un monje?
– Sí, señor. Un franciscano.
– ¿Un hombre intachable?
– Eso parece. Afirma haberlo encontrado pastando en su prado. Como es natural, lo hemos mandado llamar.
– ¿Y traerá al caballo consigo?
– Creo que vendrá montado en él.
– ¿Ah, sí? -El obispo chasqueó la lengua-. Eso me preocupa. Muchos franciscanos parecen sacos de harina sobre una silla de montar. Eso se debe a que se desplazan a todas partes a pie.
El senescal, sin duda temiendo que la conversación versara de nuevo sobre temas equinos, se apresuró a intervenir.
– Señor, hemos interrogado a vuestro mozo de cuadra -dijo-. Al parecer, sólo cuatro personas estaban informadas de la visita del padre Augustin a Casseras: vuestro mozo de cuadra, dos caballerizos y vos. El mozo de cuadra no habló de ello con ninguno de los canónigos. ¿Hablasteis vos del asunto con alguien? ¿Se lo mencionasteis a alguna persona?
Pero el obispo no había escuchado, sino que parecía absorto en su preocupación por el bienestar de cualquier caballo montado por un franciscano.
– ¿Mencionar qué? -preguntó.
– La visita del padre Augustin a Casseras, señor.
– No sabía que hubiera ido a Casseras.
– ¿Nadie os pidió permiso? ¿Para tomar prestados los caballos?
– Ah, los caballos. Sí, desde luego.
Así pues seguimos avanzando a trancas y barrancas como si atravesáramos un lago de barro, una empresa, por lo demás, inútil. Pero esa noche, al repasar mentalmente la conversación con el obispo, mis pensamientos se centraron de pronto en cierto comentario que yo había hecho: «Dice que no puede recomponer cuatro cadáveres, y menos cinco, con lo que tiene». Fue una observación curiosamente desabrida, aunque eficaz en su descripción de los problemas del hermano Amiel. No capté su sentido literal hasta ese momento. Recuerdo que abrí los ojos de repente y los fijé en la oscuridad sintiendo que el corazón me latía con violencia.
El hermano Amiel no podía recomponer cinco cadáveres. Por tanto, cabía suponer que sólo estaban presentes cuatro cadáveres.
Mis pensamientos se aferraron a esta suposición durante largo rato; luego, con un salto o un bamboleo, echaron a correr por el sendero de la razón con la velocidad del rayo. Quizá la mejor translatio que pueda utilizar es comparar este fenómeno con un ratón sorprendido en un granero: primero, estupefacto, permanece inmóvil; luego, atemorizado, huye. Mis pensamientos echaron a correr de un lado para otro, huyendo como un ratón atemorizado, y me formulé una pregunta tras otra. ¿Habían asesinado sólo a cuatro hombres? ¿Habían secuestrado al otro o, lo que parecía más creíble, era éste un traidor? ¿Habían desmembrado y diseminado los cadáveres para ocultar la ausencia del quinto hombre? ¿Habían despojado a los cadáveres de sus ropas para desconcertarnos?