Comprendí que mi nueva teoría explicaba varios aspectos de la matanza que nos habían parecido un misterio. Explicaba la extraña combinación de barbarie y pericia inherente a la tarea de matar a alguien a hachazos. Explicaba la desaparición de las ropas. Y explicaba la fuente de información respecto a la visita del padre Augustin a Casseras. A fin de cuentas, ¿quién podía conocer sus movimientos mejor que uno de sus guardaespaldas?
Los familiares siempre habían sido informados de sus deberes la víspera de la partida del padre Augustin. Por consiguiente, un traidor habría tenido tiempo suficiente de alertar a sus compinches asesinos, quienes habrían emprendido viaje de inmediato (y habrían pasado la noche en el camino), o bien al alba. En este caso, es posible que hubieran seguido al padre Augustin a una distancia prudencial, sabiendo que podrían preparar la emboscada mientras él visitaba la forcia.
¿Y luego? Luego, de regreso a Casseras, el padre Augustin habría sido conducido a su muerte por el traidor que le acompañaba. Más tarde este pestífero hipócrita habría huido para refugiarse en una tierra lejana. Me pregunté quién pudo haberle pagado por su traición, porque no habría podido contratar a sus compinches con el sueldo de un familiar; también me pregunté dónde estaría ahora ese traidor, suponiendo que no hubiera muerto, pues tened en cuenta que esta teoría seguía siendo una mera teoría. Yo no tenía prueba alguna y no podía tener la certeza de que mis sospechas estuvieran justificadas.
Pero si estaban justificadas, no sería difícil determinar la identidad del traidor, siempre y cuando la tercera cabeza, que en esos momentos se hallaba de camino hacia Lazet, no perteneciera al padre Augustin. En caso contrario, nos enfrentábamos a la elección de dos sospechosos: Jordan Sicre y Maurand d Alzen. Poco antes de dormirme, me prometí indagar en las historias de esos dos hombres.
También me prometí guardar para mí mis sospechas, hasta que aparecieran nuevas pruebas que las respaldaran. No quería precipitarme afirmando que uno de los asesinos del padre Augustin procedía del seno del Santo Oficio. Es difícil retractarse de este tipo de afirmaciones, en caso de que resulten ser erróneas, tal vez porque mucha gente desearía que fueran ciertas.
Se refiere un proverbio muy famoso de cierto griego, que al parecer fue hallado en el templo de Apolo: «Conócete a ti mismo y contémplate tal como eres». No existe nada más claro en la naturaleza humana, nada más valioso; nada, en última instancia, más excelente. Es a través de estas cualidades como el hombre, en virtud de una singular prerrogativa, tiene preferencia sobre todas las criaturas sensibles, y al mismo tiempo está unido, mediante un vínculo de unidad, a aquellas incapaces de sensibilidad.
Me he esforzado en contemplarme tal como soy, y al hacerlo he reconocido una vergonzosa falta de humildad en mi arrogante obstinación, en mi desobediencia de los mandamientos del Señor, en mi convicción de que podría visitar Casseras, ese lugar erizado de peligros, sin caer en el peligro. El senescal me aconsejó que desistiera; Raymond Donatus y Durand Fogasset me aconsejaron que desistiera; el prior Hugues me aconsejó que desistiera. Pero en lugar de someterme con toda obediencia a mi superior (imitando a nuestro Señor, de quien dijo el apóstoclass="underline" «Obedeció incluso en el momento de la muerte»), hice caso omiso de esos consejos con despreciable insolencia, persistiendo con obstinación en mi propósito, y por ende arriesgándome a recibir el castigo que debí prever, puesto que las Sagradas Escrituras nos advierten de que no debemos seguir nuestros deseos.
Omitiré toda descripción del viaje, dado que no tiene gran importancia, salvo para decir que mi partida fue observada y muy comentada debido al gran número de escoltas que llevaba. Confieso que me sentí como un rey o un obispo con los doce guardias armados hasta los dientes que montaban a mi alrededor. En su mayoría eran hombres de origen humilde, de maneras toscas y torpes a la hora de expresarse. Intuí que algunos no se sentían complacidos por tener que participar en mi expedición, más debido a mi presencia que a los riesgos a los que se exponían; al principio sospeché que su insatisfacción obedecía a una aversión contra el Santo Oficio, pero luego comprendí que se sentían incómodos por hallarse cerca de un hombre que lucía una tonsura. Al parecer no estaban acostumbrados a la oración y a la práctica religiosa. Conocían el pater noster, y el Credo, y asistían a la iglesia en ciertas festividades, incluso algunos se confesaban devotos de ciertos santos (sobre todo de los santos guerreros, como Jorge y Mauricio). Pero la gran mayoría de ellos consideraban la Iglesia como una madre estricta y exigente, que les castigaba de un modo continuo por sus pecados, rica como Salomón pero tacaña; en resumidas cuentas, la opinión que suele tener la gente cuya vida deja mucho que desear en materia de práctica espiritual o conocimientos religiosos. Esas gentes no son herejes, pues creen en lo que la Iglesia les dice que deben creer; pero son candidatas a convertirse en herejes. Tal como nos recuerda Bernardo de Clairvaux, el esclavo y el mercenario tienen sus propias leyes, que no emanan del Señor.
Debo añadir que no descubrí esto interrogando a los hombres, lo cual habría confirmado los peores temores sobre el Santo Oficio, sino después de felicitarles por el estado y diseño de sus armas. Nada hay más preciado para un soldado que su espada, maza o lanza; al admirar esos siniestros objetos tranquilicé a sus dueños, y al hacer con ellos unos comentarios jocosos sobre el obispo (que Dios me perdone, pero no existe nadie más odiado en todo Lazet), logré conquistar sus simpatías. Cuando llegamos a Casseras, nuestra expedición estaba presidida por un grato ambiente de camaradería, aunque estábamos cansados y hambrientos. Uno de los guardias llegó incluso a felicitarme «por no ser como un monje», un hecho del que mis hermanos me acusan con frecuencia, aunque con un tono muy distinto.
Casseras es una aldea amurallada, pues no hay un castillo cercano en el que puedan refugiarse los aldeanos en caso de peligro. (La forcia no es sino una granja fortificada, de construcción bastante reciente.) Por fortuna, la disposición del terreno permite que se construyan las casas en unos círculos concéntricos alrededor de la iglesia; de haber estado ubicada la aldea en un terreno más escarpado, esto no habría sido posible. Hay dos pozos situados al abrigo de las murallas, así como varios jardines y eras, dos docenas de árboles frutales y un par de graneros. Todo el lugar exhala un potente hedor a estiércol. Como es natural, mi llegada fue acogida con asombro, y quizá cierta aprensión, hasta que informé a los habitantes de que mi gigantesca escolta no suponía ninguna amenaza para ellos, sino que me acompañaba en caso de que ellos supusieran una amenaza para mí. Muchos se rieron al oír esto, pero otros se mostraron ofendidos. Me aseguraron indignados que no habían tenido nada que ver en el asesinato del padre Augustin.
El padre Paul se mostró complacido con que yo estuviera bien protegido. A diferencia de muchos sacerdotes de otras aldeas cercanas, que se consideran poco menos que señores más allá de toda autoridad episcopal, el padre Paul es un excelente y humilde siervo de Jesús, de aspecto un tanto deteriorado, quizá demasiado sumiso ante los deseos del acaudalado Bruno Pelfort, pero en términos generales un sacerdote serio y responsable. Me aseguró que se alegraba de ofrecerme alojamiento esa noche, disculpándose, de paso, por la naturaleza del hospedaje, que calificó de «muy humilde». Como es natural, yo le elogié por ello y charlamos un rato sobre las virtudes de la pobreza, aunque procuramos no adoptar una postura excesivamente enfática, puesto que ninguno de los dos somos monjes franciscanos.
Luego le dije que deseaba visitar la forcia antes del anochecer. El padre Paul propuso acompañarme, para mostrarme el lugar de la matanza, y me apresuré a aceptar su ofrecimiento. A fin de que el cura pudiera seguirnos, insistí en que uno de mis guardaespaldas le cediera su caballo y permaneciera en la aldea hasta que regresáramos: apenas terminé de decirlo, cuando el soldado situado a mi derecha saltó de la silla. (Más tarde me pregunté si su presteza no se debería a la abundancia de muchachas bonitas que había en Casseras.) A continuación se produjo un frenético movimiento que no me molestaré en describir aquí, y partimos cuando el sol lucía aun por poniente. Por algún misterioso medio, durante nuestra breve demora en Casseras, muchos de mis guardias adquirieron unos pedazos de pan y tocino ahumado, que compartieron generosamente con aquellos de nosotros que carecíamos de un atractivo tan acusado y provechoso. No pude por menos de preguntarme qué otras cosas obtuvieron durante la noche que pasaron en el granero de Bruno Pelfort.