– Creo que eso demuestra que tenéis ciertas debilidades humanas y que sois comprensivo -dijo la viuda. Luego, sin pedir permiso, se sentó sobre su arcón del ajuar y suspiró-. Os lo contaré porque sé que aunque tratara de ocultároslo, lo averiguaréis de todos modos. No descansaréis hasta averiguarlo. Pero os ruego que no se lo contéis a nadie, padre; nadie más debe saberlo.
Por fin recuperé el habla y le informé, con gran satisfacción, de que no podía prometerle eso.
– ¿No? -La viuda reflexionó unos instantes-. ¿Habéis contado a alguien lo de mi hija?
– Aún no.
– Lo que demuestra que sabéis guardar un secreto -dijo la viuda.
¡Menudo cumplido! Yo, el inquisidor de la depravación herética y confesor desde hacía años de innumerables hermanos… yo, Bernard de Prouille, era considerado un hombre capaz de guardar secretos.
De pronto dejé de sentirme enojado y sonreí divertido para mis adentros. El atrevimiento de esa mujer era tan extremo, que casi despertó mi admiración.
– Sí -dije, cruzando los brazos-. Sé guardar un secreto. Pero ¿por qué he de guardar el vuestro?
– Porque no me pertenece sólo a mí -contestó la viuda-. Mi hija es hija de Augustin.
Creedme cuando os digo que al principio no acabé de entender el significado de esa revelación. Luego, a medida que las palabras de la mujer penetraron en el fondo de mi alma, perdí el control sobre mi cuerpo y tuve que apoyarme en la pared para no desplomarme en el suelo.
– Mi hija nació hace veinticinco años -me informó la viuda con naturalidad, sin darme tiempo a poner en orden mis ideas-. Yo tenía diecisiete años, era hija única de un próspero importador de tejidos finos, muy devota, deseaba ser monja. Mi padre, que ansiaba un nieto, trató de convencerme para que me casara, pero yo estaba impresionada por las historias de santas vírgenes y mártires. -Al decir esto, Johanna esbozó una sonrisa irónica-. Me veía como la próxima santa Ágata. Mi padre, desesperado, acudió al padre Augustin, al que conocía. En aquella época Augustin tenía cuarenta y dos años, era muy alto, de porte majestuoso, como un príncipe. Muy instruido. Muy… -La viuda se detuvo-. Tenía fuego en el vientre -añadió al cabo de unos instantes-, que brillaba en sus ojos. Sus ojos me cautivaron. Pero, como he dicho, era muy devota. Y joven. Y bonita. Y estúpida. Y cuando hablábamos sobre el amor a. Dios, yo pensaba en mi amor por Augustin. En aquel entonces me parecía la misma cosa.
De improviso la mujer emitió una carcajada y meneó la cabeza en un gesto de incredulidad. Pero su incredulidad era insignificante comparada con la mía. Por más que lo intentara, no conseguía imaginar al padre Augustin como un objeto de deseo apasionado, vigoroso y cautivador.
– Augustin prometió a mi padre examinar mi corazón para cerciorarse de que era digna de ser la novia de Cristo -me explicó la viuda-. Conversamos varias veces, sentados en el jardín de mi padre, pero sólo hablábamos de Dios, Jesús y los santos. Sobre el amor por lo divino. Yo estaba dispuesta a escucharle hablar sobre lo que fuera, incluso recitar la misma palabra una y otra vez. Sobre cualquier tema.
Se produjo otra pausa, la cual se prolongó hasta que tuve que conminarla a proseguir.
– ¿Y luego qué ocurrió? -pregunté.
– Augustin decidió que yo no debía ser monja. Supongo que sabía que estaba enamorada de él; quizá comprendió que yo era una chica muy emotiva, con unas ideas absurdas. Sea como fuere, dijo a mi padre que era mejor que me casara. A mí me dijo lo mismo. Tenía toda la razón. -La viuda asintió con la cabeza y se puso seria; no me miró, sino que miró la pared que había a mi espalda-. No obstante, me sentí muy desgraciada, traicionada. Un día me encontré con él en la calle y pasé de largo, negándome a mirarle y a hablar con él. Fue una chiquillada, una estupidez. Aunque os parezca increíble, padre… -La viuda se echó a reír de nuevo-. ¡Augustin se sintió muy ofendido! Creo que herí su amor propio. Vino a mi casa, yo estaba sola, y discutimos airadamente. La pelea terminó tal como podéis suponer: yo rompí a llorar y él me abrazó y… ya podéis imaginaros lo que sucedió.
Podía, pero traté de no hacerlo. Albergar unos pensamientos impuros es tan pecaminoso como cometerlos.
– Sólo ocurrió aquella vez, porque… Augustin se sentía muy avergonzado. Me consta que nunca se perdonó por haber quebrantado sus votos. Al cabo de un tiempo comprobé que estaba encinta. No se lo dije a nadie, pero un niño no se puede ocultar de un modo indefinido. Al averiguarlo mi padre me azotó hasta que confesé el nombre de Augustin. El pobre Augustin fue expulsado del priorato y enviado a otro lugar; nunca averigüé su paradero. Su prior estaba decidido a evitar que el escándalo salpicara el nombre de Augustin y del priorato, de modo que el asunto se convirtió, a Dios gracias, en un gran secreto. En cuanto a mí, mi padre consiguió persuadir a Roger de Caussade, con ayuda de una inmensa dote, para que se casara conmigo y mantuviera a la criatura. La única que he tenido. Mi hija. -La viuda me miró por fin-. La hija de Augustin.
Ésa era la historia de Johanna. No me pareció increíble; creí cada palabra que me dijo, aunque fui incapaz (gracias a Dios) de imaginar al padre Augustin abrazando con pasión a una muchacha de diecisiete años. Asimismo, me fue imposible relacionar el candido y ardiente objeto de deseo del padre Augustin, que se apareció en mi imaginación cual una imagen fantasmal, con la mujer que estaba sentada sobre el arcón, tan serena, tan segura de sí, una matrona de mediana edad. Era como si se refiriera a otra persona.
– ¿Vuestro esposo… ha muerto? -pregunté.
– Sí, y su hermano se ha apoderado de su casa, aunque la propiedad de mi padre me pertenece. La familia de Roger nunca me acogió con simpatía. Sospechan que mi hija no es de Roger.
– Pero ¿qué hacéis aquí? -Era la pregunta que más me intrigaba-. ¿Os trasladasteis debido a Augustin?
– ¡No! -Por primera vez, el rostro de la viuda cobró una expresión animada; alzó las manos y apoyó el mentón en ellas-. No, no. Yo no sabía dónde se encontraba él.
– Entonces ¿por qué?
– Por mi hija. Tuve que buscar un lugar para mi hija.
En respuesta a mi interrogatorio, delicado pero persistente, la mujer me reveló que su hija, aunque era una joven dulce y hermosa, nunca había estado «bien del todo». Ya de niña sufría pesadillas, era propensa a súbitos ataques de cólera y pasaba épocas sumida en una profunda apatía. Los sermones severos hacían que rompiera a llorar histéricamente y se auto-mutilara. A los doce años experimentó la «visión de unos diablos» y se ponía a gritar cada vez que su primo se acercaba a ella, afirmando que estaba rodeado por un «halo oscuro». Con el transcurso del tiempo sus problemas se agudizaron: con frecuencia se caía al suelo, escupía, chillaba y se mordía la lengua; a veces se sentaba en un rincón, se balanceaba de un lado a otro y mascullaba frases incomprensibles; otras se ponía a gritar una y otra vez, sin un motivo fundado.
– Pero es una buena chica -insistió Johanna-. Una joven dulce y piadosa. No ha hecho nada malo. Es como una niña. No me explico…
– «Ese conocimiento es demasiado prodigioso para mí; es tan elevado, que no logro comprenderlo.» Los caminos del Señor son inescrutables, Johanna.
– Sí, eso me dijeron -respondió la viuda, irritada-. Acudí a muchos sacerdotes y a muchas monjas, y me dijeron que a veces los castigos de Dios son crueles. Algunos me dijeron que mi hija estaba poseída por un demonio. La gente le arrojaba piedras en la calle porque se ponía a gritar y a escupir. Mi esposo llegó a temerla hasta el extremo de negarse a que permaneciera en casa. Ningún hombre se hubiera casado con ella. De modo que no tuve más remedio que enviarla a vivir a un convento. Entregué toda su dote a la Iglesia. Creo que de haber sido menos cuantiosa, no habrían aceptado a mi hija.