El padre Augustin no manifestó sorpresa ni enojo. Era un inquisidor demasiado experto para caer en esa ingenuidad. Se limitó a observarme, aguardando.
– Yo también he oído esas habladurías -proseguí-, pero no he podido confirmar su veracidad ni su falsedad. El padre Jacques aportó a la orden numerosos y magníficos libros, que afirmó haber recibido como regalo. Asimismo, tenía muchos parientes acaudalados en esta región, pero no puedo deciros si sus fortunas provenían de él o fueron a parar a él. Si aceptó unos regalos ilícitos, no creo que lo hiciera con frecuencia.
El padre Augustin guardó silencio, con la vista fija en el suelo. Con los años he comprendido que nadie, ni siquiera un experto inquisidor, es capaz de leer los corazones y las mentes de los hombres como si leyera un libro. El hombre repara en el aspecto externo, pero el Señor repara en el corazón, y el aspecto externo del padre Augustin era impenetrable como un muro de piedra. No obstante, yo estaba convencido, con una apabullante y sin duda injustificada seguridad en mí mismo, de que lograría adivinar sus pensamientos. Deduje que sospechaba que yo mismo estaba implicado en el asunto, por lo que me apresuré a tranquilizarlo.
– Por otra parte, no tengo parientes ricos. Y mis estipendios como vuestro vicario son remitidos directamente al priorato… cuando me los pagan. -Al observar la perplejidad de mi superior, le expliqué que al padre Jacques, pese a sus reiteradas peticiones al administrador real de confiscaciones, le debían, al morir, los estipendios de tres años-. Las confiscaciones no son tan provechosas como en otros tiempos -añadí-. Los herejes que vemos hoy en día son humildes campesinos de las montañas. Todos los señores heréticos fueron capturados y desollados hace tiempo.
– El rey es responsable de los gastos del Santo Oficio -dijo el padre Augustin-. Esto no es Lombardía ni Toscana. La Inquisición francesa no depende de las confiscaciones para subsistir.
– Quizá no en teoría -contesté-. Pero el rey sigue debiendo al padre Jacques cuatrocientas cincuenta livres tournois.
– ¿Y a vos? ¿Cuánto os debe el rey?
– La mitad de esa cantidad.
El padre Augustin arrugó de nuevo el ceño. En éstas sonó la campana que llamaba a prima y ambos nos levantamos.
– Después de misa -dijo el padre Augustin-, deseo visitar la prisión y el lugar donde lleváis a cabo los interrogatorios.
– Os llevaré allí.
– También deseo conocer al administrador real de confiscaciones… y, por supuesto, al senescal real.
– Os concertaré una cita con él.
– Como es natural, indagaré en el asunto de los estipendios -prosiguió el padre Augustin dirigiéndose hacia la puerta. Al parecer nuestro diálogo había concluido. Pero al atravesar el umbral, se volvió y me miró.
– ¿Habéis dicho que la mayoría de las ovejas descarriadas que tenemos en nuestra prisión son campesinos pobres?
– Sí.
– Entonces debemos preguntarnos el motivo. ¿Acaso todos los ricos son católicos fieles? ¿O disponen de los medios necesarios para comprar su libertad?
No supe qué responder. Así que después de esperar unos momentos a que yo le contestara, el padre Augustin echó a andar de nuevo hacia la iglesia, apoyado en su bastón y deteniéndose de vez en cuando para recobrar el resuello.
Al seguirle, tuve que caminar con más lentitud de la habitual. Pero tuve que reconocer que, por más que su cuerpo estuviera enfermo, la mente del padre Augustin rebosaba vigor.
Imagino que no conocéis Lazet, excepto en los términos más sencillos: quizá sepáis que es una ciudad bastante grande, aunque algo más pequeña que Carcasona; ubicada en las estribaciones de los Pirineos, sobre un valle fértil atravesado por el Agly; que su comercio principal es el vino y la lana, algunos cereales, un poco de aceite de oliva y madera de las montañas. Quizá sepáis también que desde la muerte de Alphonse de Poitiers pertenece a la Corona. Pero no conocéis su aspecto, sus rasgos esenciales, a sus ciudadanos importantes. Por tanto os ofreceré una descripción fiel de la ciudad antes de continuar relatando los hechos que ocurrieron allí, y ruego a Dios que me conceda la elocuencia de la que carezco.
Lazet se halla en la cima de un altozano, y está bien fortificada. Si entráis por la puerta norte, llamada la puerta de Saint Polycarpe, al poco rato llegaréis a la catedral de Saint Polycarpe. Es una iglesia antigua, de tamaño reducido y construcción austera; el claustro de los canónigos adjunto a ella presenta unas decoraciones más suntuosas, puesto que fue construido en fecha reciente. El palacio del obispo era antiguamente la casa de huéspedes de los canónigos, antes de que el papa Bonifacio XIII creara en 1295 los obispados de Pamiers y Lazet. Desde entonces se han llevado a cabo importantes reformas en el edificio, según me han dicho, y ostenta más habitaciones de las que pueda necesitar un arzobispo. Sin duda es el edificio más hermoso de Lazet.
Frente a la catedral hay una explanada en la que convergen cinco caminos, y allí encontraréis el mercado. Muchas personas acuden allí para comprar vino, tejidos, ovejas, madera, pescado, cacharros, mantas y otros artículos. En el centro del mercado se alza una cruz sobre un hoyo poco profundo dotado de un techado, semejante a una gruta, que pertenece a los canónigos de Saint Polycarpe. He oído decir que tiempo atrás, mucho antes de que se construyera esta ciudad, un piadoso eremita vivió durante cincuenta años en esa gruta, sin salir jamás de ella ni poder ponerse de pie en su interior, a juzgar por las dimensiones del espacio, el cual pronosticó la construcción de Lazet. El eremita se llamaba Galamus. Aunque no fue santificado, su gruta es considerada un lugar sagrado; desde tiempos inmemoriales la gente deja allí unos presentes para los canónigos: a veces dinero, con frecuencia pan o verduras, un rollo de tejido o un par de zapatos. Estas ofrendas se recogen todos los días al anochecer. El hecho de que durante los últimos años se hayan recogido muy pocas ofrendas se achaca al Santo Oficio, al que se le suele hacer responsable de la mayoría de desgracias que ocurren en esta región.
Desde el mercado, si camináis por la calle de Galamus, pasaréis frente al Castillo Condal, situado a vuestra derecha. Esta fortaleza, antaño la residencia de los condes de Lazet -un linaje que se ha extinguido debido a sus tendencias heréticas-, hoy en día es el cuartel general de Roger Descalquencs, el senescal real. Cuando el rey Felipe visitó nuestra región, hace unos catorce años, durmió en la habitación que ahora ocupa Roger, como el propio Roger se afanará en recordaros. Los juicios regionales, que él preside como magistrado, se celebran también en el castillo, y la prisión real está instalada en dos de sus torres. Buena parte de la guarnición de la ciudad ocupa el cuartel y la barbacana.
El priorato de los frailes predicadores está situado al este del castillo. Dado que es una de las fundaciones más antiguas de los dominicos, fue visitada en numerosas ocasiones por santo Domingo, quien donó a la fundación una pequeña colección de conchas y ropa que se conservan con esmero en la sala capitular. Allí viven veintiocho frailes, junto con diecisiete hermanos legos y doce estudiantes. La biblioteca alberga ciento setenta y dos libros, catorce de los cuales fueron adquiridos (por algún que otro medio) por el padre Jacques Vaquier. Según la reputada obra de Humberto de los Romanos, referente a las vidas de nuestros primeros padres, Lazet fue el lugar donde un tal hermano Benedict, salvajemente atormentado por siete diablos alados que le azotaban sin piedad, llenando su cuerpo de unas pústulas hediondas, enloqueció y tuvo que ser encadenado a un muro para proteger a sus compañeros frailes. Cuando santo Domingo exorcizó a los diablos, el amo de éstos apareció bajo el aspecto de un lagarto negro y discutieron sobre teología hasta que el santo le derrotó con un poderoso entimema colectivo.