– ¿Eso creéis? -Aunque existe una gran falta de caridad en el mundo, me negaba a creer que en algún lugar, entre todas las comunidades entregadas al servicio de Cristo, no hubiera alguien capaz de socorrer a un alma atormentada. Dios sabe que he conocido a numerosos monjes tarados y endemoniados a lo largo de mi vida-. Pero al fin la aceptaron. Por sus pecados. ¡La azotaban para sacarle los demonios de su cuerpo! Me dijeron que se moría, y cuando fui a verla, estaba postrada… sobre sus excrementos. -El recuerdo aún afectaba a Johanna; al evocarlo se sonrojó y la voz le temblaba-. De modo que me la llevé de allí. Mi esposo había muerto, así que me la llevé. Me mudé a Montpellier, donde nadie nos conocía tan íntimamente como para tirarle piedras a mi hija en la calle. Y conocí a Alcaya.
– Ah, sí. Alcaya. -Averigüé que Alcaya era la nieta de Raymond-Arnaud de Rasiers, que había construido la casa en la que estábamos conversando. De niña, la habían enviado a vivir con unos parientes en Montpellier, después de que sus padres murieran en prisión. Se había casado, pero había abandonado a su marido para vivir, durante un tiempo, con unas personas religiosas. (Johanna me habló vagamente de esas personas, con una evidente falta de conocimientos, por lo que no logré identificarlas.) Cuando Johanna la conoció, Alcaya llevaba una vida que cabe describir como mendicante, comiendo lo que le daban, durmiendo bajo los techos de amigos caritativos y pasando buena parte del tiempo sentada junto a pozos municipales charlando con las mujeres que iban a buscar agua. A veces les leía algún pasaje de uno de los tres libros que llevaba. Por lo que me contó Johanna, tuve la sensación de que Alcaya se consideraba una predicadora, lo cual me pareció muy inquietante.
– Un día mi hija se cayó en la calle -me contó Johanna-, y alguien le arrojó un cubo de agua. Sus gritos asustaron a todos, menos a Alcaya. Alcaya tomó a mi hija en brazos y rezó. Me dijo que Babilonia-era especial, que estaba muy unida a Dios; me habló de muchas santas (no recuerdo sus nombres, padre) que, cuando veían a Dios, pasaban varios días llorando y bailando como si estuvieran ebrias, o gritando sin cesar hasta que despertaban de su trance. Dijo que mi hija estaba exaltada debido a su amor por Dios. -La viuda me miró con expresión preocupada, dubitativa-. ¿Es cierto, padre? ¿Así es como se comportan los santos?
Es indudable que muchas santas (y santos) han llegado a comportarse, en su exaltación mística, de una forma que puede parecer enajenada. Hablan sobre visiones; parecen estar muertas; se ponen a girar de un modo vertiginoso o hablan en lenguas extrañas. He leído sobre esa sagrada locura, aunque nunca la he presenciado.
– Algunos siervos bienaventurados de Dios se comportan, en su éxtasis, de forma extraña -respondí con cautela-. Pero jamás he oído decir que se mordieran la lengua. ¿Creéis que vuestra hija… penetra en la alegría del Señor cuando cae al suelo y se muerde la lengua?
– No -contestó la viuda sin rodeos-. Si Dios está con ella, ¿por qué la teme la gente? ¿Por qué la temía Augustin? Estaba convencido de que era obra de Satanás, no de Dios.
– ¿Y vos?
La mujer suspiró, como si estuviera cansada de darle vueltas a un dilema viejo y rancio.
– Sólo sé -respondió con tono cansino-, que está mejor cuando come y duerme bien, cuando puede andar con libertad por donde le apetezca sin que nadie la importune. Sé que está mejor cuando se siente querida. Alcaya la quiere. Alcaya sabe tranquilizarla y hacerla feliz. Por eso vine a vivir aquí con Alcaya.
– ¿Y por qué vino Alcaya? -pregunté-. ¿Para reclamar su herencia? Este lugar pertenece ahora al rey.
– Alcaya buscaba paz. Todos buscamos paz. Al igual que Vitalia. Ha tenido una vida dura.
– ¿Paz? -exclamé, y la mujer captó en el acto mi intención.
– Aquí reinaba antes la paz. Antes de que viniera Augustin.
– Quería que os marcharais.
– Sí.
– Llevaba razón. No podéis vivir aquí en invierno.
– No. En invierno nos mudaremos a otro lugar.
– Debéis marcharos ahora. Aquí no estáis seguras.
– Tal vez -respondió la mujer con voz queda, fijando la vista en el suelo.
– ¿Tal vez? ¡Ya visteis lo que le ocurrió al padre Augustin!
– Sí.
– ¿Os creéis capaz de defenderos de semejante destino?
– Es posible.
– ¿Ah, sí? ¿Y por qué?
– Porque no soy un inquisidor.
La mujer alzó los ojos y no vi en ellos rastro de lágrimas. Su rostro mostraba una expresión triste, cansada, irritada.
– ¿Acogisteis al padre Augustin de nuevo en vuestra vida? ¿U os perturbó? -inquirí con sincera curiosidad.
– Tenía derecho a perturbarme. Babilonia es tan hija suya como mía.
– ¿Le preocupaba Babilonia?
– Por supuesto. Yo no le interesaba. Pero cuando el padre Paul le habló de nosotras, Augustin expresó el deseo de ver a su hija. Se arriesgó mucho. Cuando llegó aquí, con sus guardias, se expuso a que yo le humillara delante de todos. Pude haberlo revelado todo, él no tenía ninguna garantía de que no lo hiciera. Pero vino. Vino para conocer a Babilonia. -La viuda negó con la cabeza como muestra de desaprobación-. Y cuando la vio, no dijo nada. No parecía conmovido. Era un hombre extraño.
– ¿Y cuando os vio? ¿Cómo reaccionó?
– Se enojó conmigo por haber traído a Babilonia a este lugar. -La expresión perpleja de Johanna dio paso a una expresión sardónica-. Augustin odiaba a Alcaya.
– ¿Por qué?
– Porque discutía con él.
– Comprendo. -En efecto, demasiado bien comprendía. La notatio de Johanna sobre su amiga no era muy atrayente. Todo indicaba que la conducta de Alcaya, por no decir sus creencias, eran peligrosamente heterodoxas-. ¿Creéis que Alcaya deseaba ver muerto al padre Augustin?
– ¿Alcaya? -exclamó la viuda. Me miró asombrada y luego se echo a reír. Pero su risa se desvaneció con rapidez-. No podéis creer que Alcaya matara a Augustin -dijo-. ¿Cómo podéis pensar semejante cosa?
– Tened en cuenta, señora, que no conozco a Alcaya. ¿Cómo voy a saber de lo que es capaz esa mujer?
– ¡Los asesinaron a hachazos! ¡A cinco hombres adultos!
– Pudo haber contratado a unos asesinos.
La viuda me miró con tal estupor, con una perplejidad tan manifiesta, que no pude por menos de sonreír.
– No obstante, reconozco que Alcaya no encabeza mi lista de sospechosos -añadí.
Johanna pareció creerme. Nuestra conversación giró hacia otros temas, pasando del tiempo a Montpellier y a las múltiples virtudes del padre Augustin. Quizá fuera impropio, pero hallé un gran consuelo en el hecho de hablar sobre mi superior con una persona que lo había conocido de una manera íntima, y que no era un compañero monje.
– Augustin abusaba de sus fuerzas -comentó Johanna en cierto momento-. Detestaba sus debilidades. Le dije: «Estás enfermo. Si te empeñas en venir, quédate al menos unos días». Pero él se negaba.
– Era un espíritu ardiente -dije-. Permanecía toda la noche en vela, vivía de las sobras de la cocina. Quizá pensó que le quedaba poco tiempo de vida.
– No, siempre fue así. Era su carácter. Un hombre bueno, pero casi demasiado bueno. ¿Entendéis a qué me refiero?
– Sí. Demasiado bueno para convivir con él -dijo riendo-. ¿Y vuestra hija es igual que su padre?
– En absoluto. Es buena como un corderito. Augustin era bueno como… como…
– Un águila. -Le recordé, con delicadeza, que debía referirse a él como «padre Augustin»-. Me pregunto si pensaba a menudo en su hija. Si yo tuviera un hijo, rezaría por él todos los días.
– Vos no sois como Aug… el padre Augustin.