– No es necesario que me lo recordéis, os lo aseguro. Tengo muchos defectos.
– Yo también. Él no dejaba de decírmelo.
– El castigo salvador -dije, pero la viuda no captó la alusión-. Creedme, ninguno de nosotros estábamos a su altura. ¿Reñía también el padre Augustin a su hija?
– No, jamás. Es imposible reñir a Babilonia, porque no es culpable de ninguno de sus pecados. -Por primera vez observé que la viuda tenía los ojos humedecidos-. La quería mucho. Estoy convencida. Él tenía un gran corazón, pero se avergonzaba de ello. Pobre hombre. Pobre hombre, y yo nunca revelé a Babilonia…
– ¿Qué es lo que no le revelasteis nunca?
– Que él era su padre -respondió la viuda sollozando-.
Al principio Babilonia le temía, y yo aguardé. Babilonia empezaba a conocerle, y él empezaba a mirarla sonriendo… fue una crueldad. ¡Una crueldad!
– Es cierto -dije. Sus lágrimas me convencieron, como rara vez consiguen hacerlo las lágrimas de otros, de que Johanna no era en modo alguno responsable de la muerte de mi superior. Sus lágrimas no brotaron con facilidad, sino que parecían ser fruto de una profunda fuente de vergüenza.
El efecto de ablandamiento que tuvieron sobre la arcilla reseca de mis afectos casi me llevó a darle una palmadita en una mano. Pero me contuve.
– Perdonadme -dijo Johanna con voz entrecortada-. Perdonadme, padre, es que llevo varias noches sin pegar ojo.
– No tengo nada que perdonaros.
– Ojalá le hubiera amado más. Pero él me lo impedía.
– Lo sé.
– ¡A veces me enojaba tanto, que sentía deseos de golpearle! Y cuando ocurrió… la tragedia… tuve la sensación de que yo la había provocado…
– ¿Queréis que os escuche en confesión?
– ¿Qué? -La viuda alzó la vista y pestañeó, estupefacta-. No, no -respondió, recobrando de inmediato la compostura-. No es necesario.
– ¿Estáis segura?
– No oculto nada, padre -dijo en un tono seco-. ¿Es por eso por lo que habéis venido? ¿Para averiguar si yo lo asesiné?
– Para averiguar quién lo asesinó. Y para lograrlo, debo averiguar todo cuanto pueda. Debéis comprenderlo, Johanna, pues sois una mujer inteligente. ¿Qué haríais si estuvierais en mi lugar?
Johanna me miró y su rencor se desvaneció. Vi cómo desaparecía de su rostro. Luego asintió con lentitud y abrió la boca para decir algo, pero la interrumpió un airado vocerío que parecía proceder, no de la habitación contigua, sino de más lejos. Parecía tratarse de una discusión.
Johanna y yo intercambiamos miradas interrogativas. Luego salimos apresurados para averiguar el motivo de aquella algarabía.
Ya se alza tu luz
San Agustín escribió en cierta ocasión: «Todas las cosas están tan presentes para el ciego como para el que ve. Un hombre ciego y uno que ve, situados en el mismo lugar, están rodeados por las formas de los mismos objetos; pero uno está presente respecto a ellos, el otro ausente… no porque los objetos en sí mismos se aproximen a uno y retrocedan ante otro, sino debido a la diferencia de sus ojos».
He comprobado que esta observación también puede aplicarse a dos personas que ven. Una de ellas puede que mire y vea a una persona, un objeto o acontecimiento, mientras que la otra quizá no vea, al principio, a esa persona, ese objeto o ese acontecimiento, sino otro completamente distinto. Eso fue lo que ocurrió cuando la viuda y yo salimos de la casa. Yo tuve la impresión de que mis guardias (los cuales se habían reunido en la explanada) compartían alguna broma, pues mostraban un aire jovial y relajado. Habían desmontado y se pasaban un pellejo de vino.
Johanna, por el contrario, vio a una partida de soldados armados cuya presencia representaba una amenaza para su estimada amiga, Alcaya. Lo comprendí porque me tomó de un brazo y preguntó «qué hacen», con tono perentorio y angustiado.
– ¿A qué os referís? -respondí.
– ¡A esos hombres!
– Son mis escoltas.
– ¡La están amenazando!
– ¿Eso creéis? -Al volverme de nuevo vi a una anciana que trataba de desarmar a uno de los sargentos, el cual consiguió zafarse. Uno de sus camaradas sujetó a la anciana por detrás, y cuando ésta le asestó un débil golpecito en la muñeca, el guardia cayó al suelo fingiendo sentir un agudo dolor y riendo a mandíbula batiente-. A mí me parece que es ella quien les amenaza a ellos.
No obstante, me acerqué y pregunté a qué se debía aquel barullo.
– ¡Esa mujer pretende que nos vayamos, padre! -Evidentemente, unos hombres entregados a su profesión de soldados consideraban esa petición una divertida chanza, indigna de tenerla en cuenta; una petición que la anciana seguramente les había hecho con el mismo talante bromista con que había sido recibida-. Le hemos dicho que sólo obedecemos órdenes del senescal.
– Es Alcaya -murmuró el padre Paul, que había salido detrás de mí de la casa-. ¿Qué os preocupa, Alcaya? Estos hombres han venido conmigo.
– Bienvenido seáis, padre. Y bienvenidos sean esos hombres. Pero han asustado a Babilonia. Se ha ocultado en la montaña. Dice que no saldrá hasta que se vayan.
– Es muy tarde -protestó Johanna-. Debe bajar.
– No bajará -contestó la anciana. Al observarla, me sorprendió su talante, ni beligerante ni altanero; mostraba una expresión serena y su voz, aunque áspera debido a su avanzada edad, sonaba como el cálido chisporroteo del fuego del hogar. Tenía los ojos relucientes y azules (un color que se ve rara vez por estos parajes), y me miró con el aire inocente de una niña-. Sois muy alto, padre -dijo-. Nunca había visto a un monje tan alto.
– Y vos sois una mujer pequeña. -Me sorprendió mi infantil respuesta-. Aunque no la más pequeña que he visto en mi vida.
– Este es el padre Bernard Peyre de Prouille -terció el sacerdote-. Debéis mostraros respetuosa con él, Alcaya, pues es un inquisidor de la depravación herética, y un hombre importante.
– Ya lo veo, por el número de escoltas que lleva -contestó Alcaya, aunque estoy convencido de que sin intención irónica, pues su tono era dulce y grave-. Bienvenido seáis, padre. Nos sentimos honradas por vuestra visita -añadió, haciendo una profunda reverencia.
– Johanna me ha dicho que sabéis leer -respondí. Estaba muy interesado en averiguar qué leía-. He visto uno de vuestros libros, escrito por la abadesa Hildegard.
Alcaya sonrió.
– ¡Ah! -exclamó-. ¡Un libro bendito!
– Cierto.
– ¡Qué sabiduría! ¡Qué devoción! ¡Un modelo de virtud femenina! ¿Habéis leído ese libro, padre?
– Varias veces.
– Yo también lo he leído muchas veces. Se lo he leído a mis amigas.
– ¿Qué otros libros tenéis? Me gustaría verlos. ¿Queréis mostrármelos?
– Desde luego. ¡Encantada! Venid, están en la casa.
– Esperad -dijo Johanna. Nos estaba observando con atención (al mirarla, comprendí, por la expresión de su rostro, que el padre Augustin debió de mostrar el mismo interés por las aficiones literarias de Alcaya), pero lo que le preocupaba en esos momentos era su hija-. ¿Y Babilonia? Tiene miedo de bajar de la montaña. No puede quedarse allí, padre, está a punto de anochecer.
– No temáis. Ordenaré a mis guardias que se alejen.
Pero los guardias se negaron a moverse. Tenían la orden de no apartarse de mi lado y estaban firmemente decididos a obedecerla. Nada de cuanto dije logró disuadirles.
– Si desobedecemos al senescal, nos azotará -dijeron, aunque era una afirmación errónea. (Que yo sepa, Roger Descalquencs jamás ha azotado a nadie.) Por fin accedieron a evacuar la explanada, dejando a uno de sus compañeros apostado junto a la puerta de la casa, mientras el resto defendía la puerta de la muralla, que era casi indefendible. Tuve que conformarme con esto.