– Si vuestra hija sigue teniendo miedo -dije a Johanna- nos marcharemos todos. Pero confío en que regrese, pues estoy impaciente por conocerla.
Tras decir eso, deduje que había demostrado mis buenas intenciones. ¿Qué más podía hacer? Pero la viuda parecía esperar mucho más de mí, pues me miró con una expresión entre angustiosa e implorante que me turbó. De modo que di media vuelta y entré en la casa, donde encontré a Alcaya sacando unos libros del arcón de su amiga.
Los manipuló con cariño, con un profundo respeto, y los depositó en mis manos como una madre que deposita a su hijo recién nacido en brazos del sacerdote que va a bautizarlo.
Sonreía con amor y orgullo.
Había dos libros: el tratado de san Bernardo de Clairvaux Del amor a Dios, y el tratado de Pierre Jean Olieu sobre la pobreza. Ambos habían sido traducidos a la lengua vernácula, y la obra de san Bernardo era un espléndido volumen, aunque muy antiguo y frágil. Sin duda habréis leído este tratado y os habréis deleitado con el noble comienzo: «Deseáis que os explique por qué y cómo debéis amar a Dios. Mi respuesta es que Dios mismo constituye el motivo por el que debemos amarlo». ¿Existe un exordium más simple, profundo y exaltado? (Salvo las Sagradas Escrituras, por supuesto). Pero la obra de Olieu es de una naturaleza muy distinta. Este difunto franciscano confiesa haberse sentido obligado a escribirla «porque la diabólica astucia del viejo adversario -refiriéndose al diablo- sigue, como en el pasado, provocando conflictos contra la pobreza evangélica». Abomina de «ciertos seudo religiosos investidos de doctrina que predican autoridad», es decir, los dominicos como yo, a quienes censura por haber abandonado la estricta adherencia a la pobreza, que él considera un requisito imprescindible para la salvación. Acaso no conozcáis los libros y panfletos de ese hombre. Quizás ignoréis que han enardecido a sus compañeros franciscanos, en esta región. Creedme cuando os digo que este oscuro fraile del sur, con sus erróneos y disparatados conceptos, fue, en cierta medida, culpable de que en mayo quemaran a cuatro franciscanos en la hoguera en Avignon. ¿Recordáis el caso? Como muchos otros franciscanos, e incluso personas laicas, estaban obsesionados con la absurda tesis (por lo demás inviable) de que los siervos de Dios como ellos deberían vivir como menesterosos, carentes de bienes personales e incluso comunitarios. Propugnaban mendigar cubiertos de harapos, y proclamaban que la Iglesia «¡se ha convertido en Babilonia, esa gran ramera, que ha arruinado y envenenado a la humanidad!». ¿Por qué sostenían esto? Porque, según ellos, nuestra Iglesia santa y apostólica se ha entregado a la lujuria, la avaricia, el orgullo y la concupiscencia. Algunos de sus seguidores incluso llaman a nuestro pontífice el anticristo, y predican la llegada de una nueva era, en la que ellos conducirán a la cristiandad a la gloria.
Pues bien, no es preciso que os recuerde lo que ya sabéis; sin duda habéis leído el Gloriosam ecclesiam decretal, en el que el Santo Padre enumera buena parte de los errores en los que han caído «los hombres arrogantes». Como inquisidor de la depravación herética, lógicamente me sentí obligado a estudiar este documento con profundo detenimiento cuando llegó a manos del obispo, pues constituye una sutil distinción que separa a quienes aman la pobreza de quienes la veneran por encima de todo, incluso por encima de la obediencia a la autoridad apostólica. Debo añadir que hasta la fecha, no había conocido a nadie en Lazet cuyas creencias se asemejaran a las prescritas por el Santo Padre; por lo demás, ninguno de los hermanos franciscanos lucían unos hábitos «cortos y ceñidos» (que censuró ese otro Quorundum exigit decretal, el año pasado) ni sostenían la tesis de que el evangelio de Cristo se había cumplido tan sólo en ellos. Por supuesto, nuestros hermanos franciscanos en Lazet no son como muchos otros que habitan en esta región. No han expulsado a su prior, legítimamente nombrado, en favor de un candidato más tolerante con las opiniones de Pierre Olieu y sus secuaces, siguiendo el ejemplo de los frailes de Narbona en 1315. Aquí en Lazet, estamos un tanto aislados de las pasiones y los conceptos de nuevo cuño que perturban la paz de otras poblaciones. En Lazet, nuestras herejías son muy antiguas, y nuestras pasiones predecibles.
Pero me estoy apartando del tema que nos ocupa. Lo que pretendo decir es que el tratado de Pierre Jean Olieu, aunque es leído por muchas personas intachables (muchas de ellas con el fin de desacreditar las tesis que propugna)… aunque es leído por mucha gente, y puede hallarse, pongo por caso, en la biblioteca de los frailes franciscanos de Lazet, parece arrastrar una mancha, o exhalar una nube oscura, sobre todo desde que el Santo Padre ordenó hace poco a ocho teólogos que investigaran la Lectura del autor. Sea como fuere, el tratado requiere ahora una justificación, o explicación.
De modo que se la pedí a Alcaya de Rasiers.
– El tratado sobre la pobreza -murmuré, hojeando sus manoseadas páginas-. ¿Habéis leído su comentario sobre el Apocalipsis?
– ¿El Apocalipsis? -preguntó Alcaya mirándome sin comprender.
– Pierre Jean Olieu escribió otros libros sobre otros temas. ¿Los habéis leído?
– Por desgracia, no -respondió Alcaya, negando con la cabeza y sonriendo-. En cierta ocasión oí a una persona leer un pasaje de un libro escrito por él. Sobre la perfección evangélica, según creo recordar.
– Preguntas sobre la perfección evangélica. Sí, es una obra suya. Aunque yo no la he leído.
– El padre Augustin sí la había leído. Dijo que contenía muchas falsedades.
– ¿Ah, sí? -De nuevo, tuve la sensación de seguir con torpeza los pasos del padre Augustin. Como es lógico, supuse que él había escrutado el alma de Alcaya con gran atención. Y obviamente, de haber comprobado que sus creencias eran del modo que fuera heterodoxas, habría mandado que la arrestaran.
¿O no?
Me costaba creer que el padre Augustin hubiera incumplido su deber religioso en aras de la felicidad de su hija. Por otra parte, también me costaba imaginarle concibiendo una hija.
– ¿Y qué dijo el padre Augustin sobre este libro? -inquirí, indicando el tratado que sostenía-. ¿Dijo que contenía muchas falsedades?
– Sí -respondió la mujer alegremente.
– ¿Y sin embargo lo apreciáis?
– El padre Augustin no dijo que todo fuera falso. Sólo algunas cosas. -Después de reflexionar unos instantes, la mujer agregó-: Dijo que no podía demostrarse que Cristo fuera tan pobre, desde su nacimiento a su muerte, que no dejara nada a su madre.
– Ah.
– Le pregunté si podía demostrarse que Cristo no había sido pobre, desde su nacimiento hasta su muerte. -Alcaya siguió sonriendo, como si evocara un recuerdo grato-. El padre Augustin dijo que no. Mantuvimos una conversación muy interesante. El padre Augustin era muy sabio. Un hombre muy sabio y santo.
La imagen de mi superior hablando sobre el usus pauper con esta dudosa anciana, sin duda obligado por el cariño que su hija sentía por ella, casi me hizo sonreír. ¡Con qué frialdad debió de comportarse! ¡Qué repulsivo debió de resultarle todo el episodio! Y con qué gozo habría condenado sin duda a Alcaya a un interrogatorio formal de haber detectado alguna razón para hacerlo. La complacencia con que la anciana se refirió a «la interesante conversación» que ambos habían mantenido, como si describiera una charla entre dos lavanderas, me dio dentera.
No obstante, era mi deber descartar cualquier duda que hubiera tenido… aunque con gran cautela.
– Decidme -dije, revisando mentalmente el texto del Gloriosam ecclesiam decretal (pues no podía consultar ninguna otra autoridad sobre el tema) – ¿hablasteis sobre otras falsedades con el padre Augustin? ¿Hablasteis de la Iglesia, de que se había alejado del camino de Cristo, debido a sus innumerables riquezas?