– ¡Sí! -En esta ocasión Alcaya se echó a reír a carcajadas-. El padre Augustin me preguntó: «¿Os ha dicho alguien que la Iglesia romana es una ramera y que sus sacerdotes no tienen autoridad alguna?». Y yo respondí: «Sí, padre, ¡vos mismo acabáis de hacerlo! Seguro que no podéis creer una cosa así». El padre Augustin se puso rojo como el tocino. Pero se lo dije en broma -añadió la anciana como para tranquilizarme-. Por supuesto que él no lo creía.
– ¿Y vos?
– No, no -una plácida réplica-. Soy una hija fiel de la Iglesia católica. Hago lo que los sacerdotes me ordenan que haga.
– Pero los curas no os dijeron que abandonarais a vuestro esposo, que mendigarais por las calles ni que os fuerais a vivir aquí. Os confieso, Alcaya, que la vuestra no me parece la vida de una buena mujer cristiana. La vida de una mendigante, una fugitiva, se me antoja un tanto perversa.
Por primera vez, Alcaya perdió un poco la serenidad. Suspiró y me miró con tristeza. Luego apoyó una mano en mi brazo confiada.
– Padre, he buscado la forma de servir a Dios -me reveló-. No abandoné a mi esposo, sino que él me echó de casa. Como no tenía dinero, tuve que mendigar. Yo quería ingresar en una comunidad religiosa, pero no me aceptó ninguna. Sólo los beguinos, padre, pero lo que predicaban era falso.
– ¿En qué sentido?
– Son unas gentes muy buenas, muy pobres, que aman a Cristo y a san Francisco, pero dicen unas cosas espantosas sobre el Papa. Sobre el Papa y los obispos. Hicieron que me enfureciera.
– Qué pecado -respondí, sintiendo que el pulso me latía aceleradamente-. ¿Hablasteis con el padre Augustin sobre esas gentes?
– Sí, padre.
– ¿Y le revelasteis sus nombres?
– Sí. -Al seguir interrogándola, Alcaya describió la comunidad con todo detalle, de forma que la identifiqué como un grupo de terciarios franciscanos (en su mayoría mujeres) bajo la protección de un fraile que, si no estaba entre los cuarenta y tres que habían sido obligados a retractarse de sus errores en Avignon el año pasado, merecía estar. Alcaya me informó también de que había advertido al cura local sobre lo que esas gentes predicaban, y se había separado de ellas durante un tiempo-. Luego me uní a unas mujeres vinculadas a vuestra orden, padre, pero no me tenían simpatía. No sabían leer, por lo que me temían y conspiraban contra mí.
A continuación Alcaya emprendió una prolija y aburrida perorata sobre las conspiraciones de esa comunidad, las mutuas difamaciones y malévolas represalias que suelen producirse en las familias, las cortes y las fundaciones monásticas. Aunque lo relató con tono entre acongojado y perplejo en lugar de amargo y colérico, los detalles eran poco edificantes y no los tuve en cuenta. Baste decir que al parecer existía una profunda antipatía entre Alcaya y una mujer llamada Agnes.
– Me echaron a la calle -prosiguió Alcaya- y entonces conocí a Babilonia. Enseguida me di cuenta de que estaba unida a Dios. Pensé que quizá Dios la había puesto en mi camino. Me pregunté si debía acoger a esas mujeres, como Babilonia y la pobre Vitalia, y conducirlas a un lugar donde se sintieran felices en el amor a Dios. -Alcaya empezó a hablar más rápida y animadamente y su rostro cobró una expresión más alegre-, Esas estimadas vírgenes sienten un amor muy puro por Dios, padre; se parecen a las admirables hijas de Sión, espléndidas en su serena virginidad, maravillosamente adornadas con oro y gemas, tal como lo presenció la abadesa Hildegard. Hablé con ellas de sus aspiraciones y me expresaron su intenso deseo de abrazar a Cristo con un amor casto; anhelan su presencia, reposan con placidez pensando en Él. Os aseguro que han renunciado a las pasiones de la carne, padre. Yo les he dicho: «La carne no vale nada, es el espíritu lo que nos infunde vida,» y ellas lo saben. Les he hablado del divino Esposo, que penetrará gozoso en la cámara de sus corazones si está adornada con las flores de la gracia y los frutos de la Pasión, cogidos del árbol de la Cruz. Juntas lo alabamos y hablamos de ese dulce momento en que «su mano izquierda reposa debajo de mi cabeza y me abraza con la derecha». Babilonia ha sentido la caricia de esas manos, padre, se ha sumergido en el amor de Dios. Ha visto la Nube de la Luz Viviente, como la abadesa Hildegard. -Alcaya se expresaba ya con un tono extasiado y tenía los ojos llenos de lágrimas-. Cuando le leí las visiones descritas en el libro de la abadesa, exclamó de asombro. Ha reconocido la Luz dentro de la Luz. Ha experimentado el momento de eterna armonía que moraba dentro de ella. ¡Ha conocido la unión con Cristo! Está cegada por la luz del Amor Divino, ha perdido su voluntad y su alma se ha unido a Dios. ¡Es una bendición, padre, que nos produce una inmensa alegría!
– Desde luego -balbucí, aturdido por ese torrente de palabras. Muchas de ellas las reconocí enseguida, pues eran las palabras de san Bernardo y de la abadesa Hildegard. Pero estaban imbuidas de un éxtasis, una pasión ardiente que no puede fingirse. Comprendí que Alcaya estaba embargada por un auténtico y abrumador amor a Dios, un profundo anhelo de su divina presencia, lo cual era admirable.
Pero esa pasión puede ser peligrosa. Puede llevar al exceso. Sólo las mujeres fuertes y sabias, embargadas por ese fervor, son capaces de seguir el sendero de Dios sin una guía autorizada. (Como dice Jacques de Vitry sobre la mulier sancta, Marie d'Oignes: «Jamás dobló hacia la derecha o la izquierda, sino que anduvo por el centro del bendito sendero con prodigiosa moderación».)
– Cuando era niña, padre -prosiguió Alcaya con más serenidad-, subí a esa montaña y oí a los ángeles. Fue la única vez en mi vida que los oí. De modo que cuando Johanna me confesó sus temores por su hija, comprendí que Babilonia sería feliz en este lugar, donde los ángeles cantan. Sabía que nadie nos escatimaría este techo, el cual me había dado cobijo de niña. Sabía que, con ayuda de Johanna, conseguiríamos vivir aquí feliz y piadosamente, en presencia de Dios. -Alcaya se inclinó hacia delante, tomó mis manos entre las suyas y me miró a la cara. Su rostro risueño reflejaba una intensa dicha- ¿Habéis sentido el amor de Dios, padre? ¿Ha llenado la paz perfecta de su gloria vuestro corazón?
¿Qué podía yo responder? ¿Que el amor de Dios era una bendición a la que había aspirado toda mi vida pero rara vez había alcanzado de forma satisfactoria? ¿Que mi alma está abrumada por mi cuerpo corruptible, de modo que (según dice san Bernardo) la morada terrenal ensimisma a la mente, ocupada en numerosos pensamientos? ¿Que soy un hombre de una naturaleza práctica, más que espiritual, incapaz de perderme en la contemplación de lo divino?
– Cuando contemplo esa montaña -respondí con brusquedad-, mi corazón no se llena de paz, sino de las imágenes del cuerpo despedazado del padre Augustin.
Que Dios me perdone por eso. Lo dije con mala fe, consiguiendo borrar la alegría de los ojos de Alcaya.
Dios me perdone por cerrar mi corazón a su divina presencia.
No conocí a Babilonia esa tarde. La joven se negaba a regresar mientras los soldados siguieran en la casa y éstos se negaban a irse a menos que yo me fuera con ellos. Aguardé un rato, conversando con Alcaya mientras observaba a Johanna (cuyos sutiles cambios de expresión insinuaban unos pensamientos que me habría gustado compartir con ella). Pero al fin tuve que abandonar la forcia cuando aún lucía el sol crepuscular, pues mis guardias deseaban llegar a Casseras antes del anochecer.
Regresé con ellos decidido a volver en cuanto rompiera el día, solo y en secreto, a la forcia. De esa forma podría pasar un breve rato con Babilonia antes de que mis escoltas dieran con mi paradero y pusieran de nuevo en fuga a la joven. De paso, vería a las mujeres en la perfección de su maravillosa paz y juzgaría si, tal como había insistido Alcaya, era de verdad la paz de Dios. No dejaba de ser una arrogancia por mi parte suponer que era capaz de juzgar si se trataba de verdad de esa paz, que rebasa toda comprensión. Ahora sé que estaba equivocado. Pero en aquel entonces estaba impresionado por el fervor de Alcaya. Había sentido su calor y ansiaba descubrir el fuego del que brotaba. Deseaba conocer a Babilonia y comprobar si estaba en realidad «unida a Dios» o poseída por un demonio; deseaba examinar sus rasgos en busca de otros rasgos, que había conocido antaño, los cuales comenzaban a disiparse en mi memoria.