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Asimismo, reconozco que sentí la necesidad de concluir mi conversación con Johanna, la cual había quedado interrumpida antes de que pudiera satisfacer mi curiosidad. Es sinceramente lo que pensaba, aunque quizá mis deseos fueran más carnales de lo que mi conciencia estaba dispuesta a confesar. ¿Quién sabe? Sólo Dios. Aquella noche, tendido en mi catre en la casa del cura, tuve que reconocer que me sentía atraído por Johanna. Pero decidí seguir los dictados de la razón, no del corazón. Borré de mi mente todo pensamiento sobre esa mujer (como había borrado en muchas ocasiones otros pensamientos impuros), pedí perdón a Dios, medité sobre su amor, que no había buscado con el afán con que debí hacerlo, ni conocía tal como deseaba conocer. Por supuesto, conocía el amor de Dios como lo conocemos todos, es decir, en los dones que Él nos prodiga («… vino que alegra el corazón del hombre, y aceite para que su rostro resplandezca, y pan para reforzar el corazón del hombre…»), pero ante todo, en el don de su único Hijo. Había leído, me habían dicho y estaba convencido de ello, que Dios ama al mundo. Pero también había leído que su amor sólo toca a los santos. Había leído que san Bernardo se había sentido «abrazado interiormente, por así decir, por los brazos de la sabiduría» y que había recibido «el dulce influjo del amor divino». Había leído que san Agustín se había deleitado «al sentir esa luz brillando en mi alma» y «con el abrazo gozoso que no separa la saciedad». Esto era el amor divino en toda su pureza, en su misma esencia; lo reconocí como uno reconoce una montaña lejana y magnífica, por siempre inalcanzable.

Pero quizá Babilonia lo había alcanzado. Alcaya estaba convencida de ello; el padre Augustin, no. Como es natural, yo me inclinaba más a confiar en el juicio del padre Augustin, que había sido un hombre sabio, erudito, experimentado y virtuoso. Pero Alcaya me había conmovido, y me pregunté: «¿Había experimentado el padre Augustin, con su sabiduría, erudición y virtudes, el influjo del amor divino? ¿Habría reconocido su manifestación en otra persona? ¿Habría reconocido, como Jacques de Vitry, la presencia de Dios en el llanto incontrolado de Marie d'Oignes, o se habría comportado como esos individuos, condenados por el susodicho Jacques, que criticaban malévolamente la vida ascética de esas mujeres y, al igual que perros rabiosos, atacaban las costumbres opuestas a las suyas?».

Pero me censuré por haber pensado eso. El padre Augustin no era un perro rabioso, y Marie d'Oignes no había sido apedreada por la calle. Comprendí que tenía la mente nublada por el cansancio, y me puse a pensar en otros asuntos. Pensé en el tratado de Pierre Jean Olieu, que alguien había dado a Alcaya durante su breve estancia con los terciarios franciscanos heterodoxos. Temí no haberla interrogado tan a fondo como debí haberlo hecho a propósito de sus opiniones sobre la pobreza de Cristo. Como es natural, Alcaya se había descrito como una «hija fiel de la Iglesia católica», que hacía lo que los sacerdotes le ordenaban hacer, y que no rechazaba su autoridad alegando que dichos sacerdotes no estaban depurados por la frugalidad o bien entregados al error absurdo. Por otra parte, yo sabía que el padre Augustin había recorrido este camino antes que yo sin haber identificado en Alcaya un exagerado amor por la sagrada pobreza que pusiera en peligro su alma.

Con todo, era preciso que aclarara mis dudas al respecto, y decidí hacerlo.

También pensé en las otras personas a las que debía interrogar: el preboste de Rasiers; los chicos, Guillaume y Guido; los pastores de la localidad que llevaban a sus ovejas a pastar cerca de la forcia. No sería empresa fácil, porque no se trataba de un interrogatorio oficial, regido por los procedimientos dispuestos en el Speculum judiciale de Guillaume Durant (¿habéis consultado quizás esa obra?), y los establecidos, a lo largo de los años, por la costumbre y el decreto papal. Los testimonios presentados ante el Santo Oficio siempre son transcritos por un notario, en presencia de dos observadores imparciales, como los dos dominicos, Simón y Berengar, que suelen estar presentes durante mis interrogatorios. Es preciso tomar juramento a los testigos y consignarlos en acta; los cargos son revelados o mantenidos en secreto, según resulte más conveniente; el permiso para un aplazamiento es concedido o denegado, también según resulte más conveniente. Existen unas reglas que es necesario observar.

Pero en este caso se trataba de una inquisición oficiosa, y no disponía de unas reglas que me guiaran. Para empezar, mi autoridad alcanza sólo la extirpación de herejes: no me correspondía perseguir a los asesinos del padre Augustin a menos que estuvieran motivados, o imbuidos, de unas creencias heréticas. Otro quizás habría arrestado a toda la población de Casseras, alegando (tal vez justamente) que cualquiera que se encontrara cerca del lugar de semejante crimen tenía por fuerza que estar implicado en el complot. Con todo, yo no estaba convencido de que esa iniciativa fuera la más indicada. En cualquier caso, ¿dónde íbamos a encerrar a los habitantes de Casseras cuando nuestra prisión estaba atiborrada de los habitantes de Saint-Fiacre?

¡Ojalá hubiera tenido al padre Augustin a mi lado! Él habría sabido qué hacer. Sentía que me faltaba experiencia, que me hundía en un pantano de datos inconexos pero importantes: Bernard de Pibraux y sus tres jóvenes amigos, los miembros diseminados y los caballos desaparecidos, el tratado de Pierre Jean Olieu, la carta del padre Augustin al obispo de Pamiers. El padre Augustin había escrito que Babilonia estaba poseída por un demonio; me pregunté si cuando la conociera me enfrentaría al enemigo inveterado de la raza humana. Santo Domingo lo había hecho en varias ocasiones, y había triunfado, pero yo no era un santo… La mera perspectiva hizo que me echara a temblar.

Recuerdo que rezaba con devoción para que me enviaran a un nuevo superior cuando de repente me quedé dormido. Soñé, no con ángeles o demonios, sino con velas, centenares de velas, en un lugar inmenso y oscuro. Tan pronto como encendía una de esas velas otra se extinguía de forma misteriosa (no soplaba la más leve brisa), y tenía que volver a encenderla con mi cirio. Tuve la impresión de pasarme toda la noche corriendo de una vela a otra. Me desperté antes del amanecer, como de costumbre, horrorizado al comprobar que, pese a mis incesantes esfuerzos, seguía envuelto en la oscuridad.

Debo deciros que antes de retirarme hablé con el padre Paul, pero no le pregunté si deseaba acompañarme a la forcia. Mientras consumíamos una modesta cena compuesta de pan y queso, hablamos del padre Augustin y su muerte, pero me abstuve de decirle que me proponía visitar de nuevo a esas mujeres pues sabía que el padre Paul, velando por mi seguridad, alertaría a mis guardaespaldas. Por consiguiente tuve que salir de la casa con el máximo sigilo. El hecho de que un sargento se hubiera instalado en la cocina, con el propósito de protegerme de cualquier agresión nocturna, entorpeció mi tarea; aunque salí de mi habitación descalzo, el sargento se despertó y tuve que farfullar una mentira, indicándole que salía a orinar. El sargento asintió brevemente con la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Pero yo sabía que mi prolongada ausencia despertaría su instinto de centinela. Por tanto salí a toda prisa, y me detuve tan sólo para calzarme las botas que portaba en la mano.