No pude ensillar mi caballo porque compartía un establo con mis guardaespaldas. De modo que tuve que ir andando, como un auténtico mendigo, siguiendo un camino iluminado por el tenue resplandor del alba. Como es natural la luz se hizo más intensa a medida que yo avanzaba; al cabo de un rato salió el sol, las estrellas se desvanecieron, los pájaros se despertaron y yo debí pensar, al igual que san Francisco, en la maravillosa variedad de aves que recibían la palabra de Dios con alegría cuando él les predicaba. Pero estaba cegado por mi temor. Lo cierto es que mi valentía, al emprender este viaje, se fundaba en el temor. Cuanto más aumentaba el miedo, más me empeñaba en demostrarme a mí mismo mi valor, mi virilidad, mi firmeza de carácter. No temáis -había escrito en mi misiva al padre Paul-, he ido a dar un paseo hasta la forcia y regresaré dentro de poco. ¡Que Dios perdone mi vanidad! Pero os aseguro que empezaba a arrepentirme de mi decisión: todo estaba en silencio, el camino estaba desierto, la luz era aún muy débil. Un ruido en los matorrales a mi izquierda hizo que me detuviera, tras lo cual eché de nuevo a andar apretando el paso, pero volví a detenerme. Recuerdo haber pronunciado las palabras «pero ¿qué estoy haciendo?», dispuesto a retroceder sobre mis pasos de no ser porque ya había comunicado mis intenciones al padre Paul. Si regresaba, sería como reconocer que había temido seguir adelante. ¡De nuevo mi estúpida vanidad!
De modo que seguí adelante, recitando una y otra vez unos salmos y las cualidades necesarias, enumeradas por Bernard Gui, para ser un buen inquisidor (ambos habíamos mantenido, a lo largo de los años, una correspondencia a propósito de esta cuestión). Según Bernard, una voz autorizada donde las haya, el inquisidor debía ser constante, perseverar entre los peligros y las adversidades incluso hasta la muerte. Debía estar dispuesto a sufrir en aras de la justicia, no precipitándose con temeridad hacia el peligro ni retrocediendo de un modo vergonzoso debido al temor, pues esa cobardía socava la estabilidad moral. Me pregunté si no me había precipitado con temeridad hacia el peligro al partir solo de Casseras, y llegué a la conclusión de que era probable que sí. Agucé el oído, casi ansiando oír el sonido de los cascos de unos caballos siguiéndome. ¿Por qué no acudía mi escolta a rescatarme?
De pronto llegué al lugar donde había sido asesinado el padre Augustin. Vi las manchas oscuras sobre la pálida tierra; percibí el olor putrefacto; sentí el peso del frondoso y oscuro follaje. Era un lugar maldito. Estaba a punto de retroceder, cuando reparé en un objeto dorado que parecía relucir junto a una piedra cubierta de espeluznantes manchas de sangre. Al acercarme identifiqué ese objeto resplandeciente como un ramo de flores amarillas. Parecían frescas, y estaban sujetas con unas briznas de hierba trenzadas.
En su belleza sencilla y delicada reconocí una ofrenda de devoción.
Mi primer acto fue recogerlas, pero al comprender que no debía hacerlo, volví a dejarlas en el suelo. De alguna manera misteriosa, conseguían que aquel claro resultara menos siniestro. Al contemplarlas mi temor se desvaneció casi por completo y sonreí. Mi sonrisa se intensificó cuando llegó a mis oídos la melodía, de una canción, pues nada es capaz de conmovernos como la música. ¿Acaso no rompen a cantar las mismas montañas y colinas? («Cantad a Yahvé un cántico nuevo, cantad a Yavé la tierra toda.») Por supuesto, no se trataba de un salmo, sino de una composición popular escrita en la lengua local; con todo, poseía cierta poesía. Disculpadme si, en mi afán de reproducirla y traducirla, no consigo transmitir su delicado encanto. Creo recordar que decía así:
Canto contigo, pequeña alondra,
pues también deseo saludar al sol.
Di a mi amante, pequeña alondra,
que le amo a él.
No te demores, pequeña alondra;
ansío verte partir.
Di a mi amor que él me tendrá,
y yo le tendré a él.
No eran unos sentimientos loables, pero la melodía era dulce y alegre. La cantaba una mujer cuya voz no reconocí. No obstante, seguí ese canto de sirena, haciendo caso omiso del posible peligro que me acechaba. Avancé entre los árboles, resbalando con mis botas sobre el accidentado terreno; mi hábito se enganchaba en las ramas y los espinos. Hasta que llegué a un hermoso prado situado en la ladera de una pequeña colina, envuelto en la tibieza del sol matutino. Quisiera ser un poeta para describiros la gloria que se extendía a mis pies.
El aire de la mañana era límpido como el sonido de una campana tenor. Así pues, contemplé la escena ante mí con los ojos de un águila: vi los lejanos valles y las montañas que arrojaban unas sombras largas y brumosas; vi Rasiers, tan pequeña que podía sostenerla en mis manos; vi el resplandor de un río y el fulgor del rocío bajo el sol. Los precipicios cortados a pico, como los muros de un castillo, parecían teñidos de un delicado color rosa. Las alondras y las golondrinas se recortaban sobre el cielo despejado, tejiendo intrincados dibujos. Pensé que contemplaba el mundo tal como lo veía Dios, en todo su esplendor y su complejidad. («Aun los cabellos todos de vuestra cabeza están contados.») Tuve la sensación de hallarme en la cima de la creación, embargado por una profunda sensación de dicha, y me dije: «¡Dios mío, tú eres grande, tú estás rodeado de esplendor y majestad, revestido de luz como de un manto, como una tienda tendiste los cielos; alzas tus moradas sobre las aguas, haces de las nubes tu carro y vuelas sobre las plumas de los vientos». Y mientras el sol me acariciaba el rostro, y aspiraba el aire puro, y la dulce y tenue melodía de aquella canción vulgar pero hermosa deleitaba mis oídos, oí otra voz que se unió a la primera en una airosa armonía, y vi a las dos mujeres que cantaban salir de un bosquecillo situado en la ladera, debajo de donde me hallaba yo. Portaban unas cestas sobre la cabeza y caminaban al mismo paso, cogidas de la mano. Reconocí a la más alta, Johanna de Caussade. Creo que ella me reconoció también en aquel instante, pero no dejó de cantar ni se detuvo.
En lugar de ello me sonrió y saludó con una espontánea y despreocupada alegría, como uno saludaría a un estimado amigo, o a una persona que ha conocido en circunstancias muy felices: en un festival, o en la celebración de una victoria. Luego dijo algo a la joven que caminaba junto a ella, sin dejar de sonreír, y ambas alzaron la vista y me miraron, y de pronto sentí que mi corazón rebosaba de alegría. ¿Cómo puedo describir esta extraordinaria sensación, tan placentera que era casi dolo-rosa, cálida como la leche recién ordeñada, ancha como el mar, infinitamente maravillosa? Sentí deseos de llorar y reír. Mi cuerpo cansado cobró renovadas fuerzas, aunque era presa de una curiosa languidez. Tuve la sensación de que viviría eternamente, pero habría estado dispuesto a morir allí mismo, sabiendo que mi muerte carecía de importancia. Contemplé con el mismo amor la hierba amarilla, las mariposas blancas, las ortigas, los excrementos de las ovejas, las mujeres que descendían por la ladera: deseé abrazar la creación. Mi amor era infinito, hasta el extremo de que me pareció que no era mío, sino que fluía a través de mí, alrededor de mí, hacia mí, y entonces me volví hacia el sol y quedé cegado por una luz inmensa. Durante unos breves instantes, apenas un suspiro, pero que se prolongaron eternamente, me sentí como un niño suspendido en el vientre de su madre. Sentí que Cristo me abrazaba, y El era la paz, y la alegría, y terrible como la muerte, y experimenté su amor imperecedero por mí, porque lo vi, lo abracé y lo sentí en mi corazón.