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¡Dios mío! ¿Cómo puedo mostraros esas cosas utilizando tan sólo palabras? No tengo palabras. Las palabras no bastan. Hasta el Doctor Angélico, después de experimentar una revelación mística en su vejez, se quedó mudo durante un tiempo. Sin duda su revelación fue más sublime que la mía; sin duda demostraba un talento en su utilización de las palabras que yo jamás lograré alcanzar. Por tanto, si la presencia de Dios le despojaba de su extraordinaria elocuencia, ¿cómo voy a hallar yo las palabras que se le resistían?

Sé que Dios estuvo conmigo sobre esa colina. Sé que Cristo me abrazó, aunque no me explico el motivo, pues no hice nada, no dije nada ni pensé nada que mereciera un don tan precioso. Quizás Él estaba allí, sin más, en la perfección de la mañana, y se compadeció de mí cuando tropecé con su presencia. Quizá se hallaba en el corazón de Johanna, y la sonrisa de ésta fue la llave que abrió mi alma y permitió que el amor divino penetrara en ella. ¿Cómo voy a saberlo? No soy un santo. Soy un hombre pecador y torpe, que mediante un prodigioso acto de misericordia, llegó más allá de la nube que cubre toda la Tierra.

San Agustín decía que, cuando el alma de una persona logra traspasar la oscuridad carnal que envuelve la vida terrenal, es como si le tocara un breve fulgor, para hundirse luego en su natural flaqueza, y por más que persista el deseo de elevarse de nuevo a las sublimes alturas, su impureza le impide situarse allí. Según san Agustín, cuantas más veces consigue uno hacer esto, más grande es.

Lo cual indica que un hombre debe esforzarse para alcanzar esa bendición. Pero ¿se esforzó san Pablo en conseguir algo que no fuera perverso, antes de recibir la Luz de camino a Damasco? Fue obra de Dios, no suya, lo que le condujo a la verdad. Por tanto, fue el amor de Dios, no el mío, lo que me condujo junto a Él.

Sin duda Él sabía que, por mí mismo, jamás habría logrado alzar los ojos del suelo. Quizá no vuelva a hacerlo nunca; quizá no poseo la fuerza ni la pureza.

Pero sí soy capaz de amar a Dios. Ahora amo a Dios, no como a mi padre, que me ofrece dones e instrucciones, sino como a mi amante, como al reposo de mi corazón, como a mi fe y mi esperanza, como a la comida y el vino que alimenta mi alma. Desde luego, amar así requiere esfuerzo; por fortuna, siempre podré alcanzar esas sublimes alturas meditando sobre el inconmensurable momento en que languidecí de amor, sobre el diván de la ladera, en el abrazo gozoso y dolorido de Cristo.

También puedo alcanzarlo meditando sobre la sonrisa de Johanna de Caussade. Pues al igual que esa sonrisa abrió por primera vez mi corazón, he comprobado que sigue haciéndolo.

– ¿Padre?

Fue la voz de Johanna la que abrió de nuevo mis ojos terrenales y me hizo recobrar el sentido, tirando de mí como de un pescado atrapado en el anzuelo. La eternidad de mi divina comunión había durado tan sólo unos instantes; las dos mujeres avanzaban hacia mí cuando mi alma abandonó su extasiada contemplación, y, aturdido, sentí que la marea de amor se retiraba de mi corazón. Miré durante unos momentos a mi alrededor sin ver. Luego recuperé la visión y el primer objeto que contemplé fue el rostro de la acompañante de Johanna.

Vi el rostro de una joven, perfectamente formado y bello como un lirio (aunque tenía unas leves cicatrices en el mentón y las sienes). Si yo fuera un trovador, cantaría sus alabanzas como se merecen, comparando su cutis con las rosas, su suavidad con la de un pajarillo, su pelo de color cobrizo con las manzanas y la seda. Pero no soy un poeta del corazón, de modo que me limitaré a decir que era muy bella. Jamás había visto en toda mi vida a una mujer de una belleza tan delicada. Y puesto que sus ojos reflejaban, no la inocencia de una niña, sino la inocencia de un animal recién nacido, y puesto que mi corazón seguía rebosante de amor, tanto que apenas podía contenerlo, sonreí con ternura. Habría sonreído con la misma ternura a una mosca, un árbol o un lobo que hubiera aparecido ante mí en aquellos momentos, porque amaba el mundo. Pero se dio la circunstancia de que ella fue el primer objeto que vi, por lo que recibió la sonrisa que había formado el mismo Dios.

Ella también me sonrió, una sonrisa dulce como la miel.

– Sois el padre Bernard -dijo.

– Y tú eres Babilonia.

– Sí -respondió la joven alborozada-. ¡Soy Babilonia! ¿Os sentís bien, padre? -preguntó Johanna, pues, según averigüé más tarde, yo hablaba de una forma insólitamente lenta y jadeante. Tenía el aspecto de estar borracho o enfermo.

Al percatarme, me apresuré a tranquilizarla.

– Estoy bien -dije-. Perfectamente. ¿Y vosotras? ¿Qué hacéis? ¿Habéis venido a recoger leña?

– Setas -respondió Johanna.

– Y caracoles -apostilló su hija.

– ¡Setas y caracoles! -A pesar de lo que todo esto significaba para mí, podrían haber dicho «grasa de la lana y huevos de mosca». Me sentía casi aturdido debido a la euforia y tuve que reprimir el deseo de romper a reír o llorar de una manera incontrolada. Al observar la expresión de perplejidad en la cara de Johanna, me esforcé, haciendo acopio de todas las fuerzas de mi mente y mi espíritu, en hablar con calma y comportarme con decoro-. ¿Habéis tenido suerte? -pregunté.

– Un poco -contestó Johanna.

– He encontrado unos caracoles, pero no me los comeré -dijo Babilonia-. Hacen que me atragante.

– ¿Ah, sí?

– ¿Habéis traído a los soldados, padre? -me preguntó Johanna con naturalidad, sin el menor temor ni preocupación, pero vi que su hija pestañeó varias veces-. ¿Han venido hoy con vos?

– No. Aún no. -Una alegría interior me llevó a añadir-: Esta mañana me he ido con sigilo. He logrado escaparme. Pero no tardarán en salir en mi busca.

– ¡En tal caso debemos esconderos enseguida! -La pobre Babilonia estaba muy asustada. Comprendí que era inocente en todo, quizás incluso simple, y que nadie debía reírse ni burlarse de ella, porque sólo veía lo que tenía ante sus ojos.

– Los soldados no pretenden hacerle daño -dijo Johanna-. Desean protegerle. De los hombres que mataron al padre Augustin.

– ¡Ay, no! -Los ojos de Babilonia se llenaron de lágrimas-. ¡Entonces debéis regresar ahora mismo!

– Aquí no corro peligro, hija mía. Dios está con nosotros.

En mi serenidad de inspiración divina, transmitía un calor y una seguridad que tranquilizó un poco a Babilonia; incluso le toqué un brazo (un gesto que en otras circunstancias no habría hecho, os lo aseguro). Luego pregunté a las dos mujeres si habían terminado de buscar las riquezas que ofrece el Señor.

– Hemos terminado por hoy -respondió Johanna.

– ¿Me permitís que os acompañe a casa? Deseo hablar con Alcaya.

– Podéis hacer lo que queráis, padre. Sois un inquisidor y un hombre importante. Tal como dijo el padre Paul.

Me pareció que Johanna se expresaba con una sutil ironía, pero no me sentí ofendido.

– No puedo hacer todo lo que quiero, señora. Existen ciertas reglas y normas que debo obedecer. -Sintiéndome insólitamente animado, proseguí en un tono que con toda seguridad era imprudente, mientras echábamos a andar cuesta arriba hacia la forcia-. Por ejemplo, no puedo romper mis votos de castidad y obediencia, por más que desee hacerlo.

– ¿De veras? -preguntó Johanna, que caminaba a mi lado. Observé que me dirigía una mirada de soslayo (no hallo otra palabra para describirla) escrutadora, incluso seductora. Pero en lugar de inflamar mi pasión, me produjo el efecto contrario: sentí un escalofrío, como si me hubieran echado agua, y sacudí la cabeza como si esa agua me hubiera penetrado en los oídos.

– Disculpad -farfullé-. Disculpad, no estoy en mis cabales.

– ^-Ya lo veo -replicó Johanna con un tono casi divertido-. ¿Os sentís mal?

– No… más bien como si estuviera bajo el influjo de un extraño encantamiento.