Выбрать главу

– ¿Habéis venido andando desde Casseras?

– Sí.

– ¿Estáis acostumbrado a recorrer a pie estas distancias cuesta arriba?

– No -contesté- pero no soy el padre Augustin, señora. ¡No tengo una salud delicada! -Por supuesto -dijo Johanna. Su tono me hizo reír.

– Qué bien sabéis halagar mi frágil vanidad. ¿Ejercisteis este arte con el padre Augustin, o se trata de las dotes naturales de toda madre?

Fue Johanna quien rió entonces, pero queda, sin abrir la boca.

– Todos tenemos nuestras vanidades, padre -dijo.

– Cierto.

– Por ejemplo, yo me ufano de saber hallar a personas buenas, que me pueden ser útiles.

– ¿ Como Alcaya?

– Sí. Y como vos.

– ¿De veras? Me temo que estáis muy equivocada.

– Es posible -reconoció Johanna-. Quizá no seáis tan bueno.

Ambos nos reímos de esta ocurrencia, y tuve la sensación de que existía una compenetración entre nosotros, casi como si adivináramos nuestros mutuos pensamientos e intenciones, como yo jamás la había tenido con otro ser humano. Permitidme aclarar esto, pues sé que diréis: «Un monje y una mujer. ¿Qué saben ellos lo que oculta el corazón y la mente del otro, salvo los aguijonazos del deseo carnal?». Y en cierta medida tenéis razón, ya que ambos estábamos expuestos a la pasión carnal, puesto que éramos pecadores a los ojos de Dios. Pero creo que, precisamente debido a que éramos pecadores -odiosamente vanidosos, desobedientes, obstinados e incluso irreverentes-, debido a que compartíamos tantos pecados, nos veíamos el uno al otro con toda claridad. Teníamos la sensación de conocernos el uno al otro porque nos conocíamos a nosotros mismos.

Baste decir que poseíamos unos temperamentos afines. Una curiosa circunstancia, toda vez que Johanna era la hija analfabeta de un comerciante. Pero Dios es la fuente de unos misterios aún más insondables.

– Encontré unas flores amarillas en el camino -observé cuando me percaté de que dábamos un rodeo para evitar el lugar donde había sido asesinado el padre Augustin-. ¿Las cogisteis vos, o Babilonia?

– Las cogí yo -respondió Johanna-. No creo que visite nunca la tumba del padre Augustin, de modo que las dejé en el lugar donde murió.

– Lo enterramos en Lazet. Podéis visitar Lazet cuando gustéis.

– No.

– ¿Por qué? No podéis quedaros aquí en invierno. Podríais trasladaros a Lazet.

– O a Casseras. Queda más cerca.

– Quizá no seáis bien recibidas en Casseras.

– Quizá no nos reciban bien en Lazet. Babilonia no es bien recibida en ninguna parte.

– Me cuesta creerlo. -Al volverme para mirar a Babilonia, que subía por un empinado sendero, me impresionó de nuevo su lozana belleza-. Es muy hermosa, y dulce como una paloma.

– A vos os parece dulce como una paloma. Pero otros la ven como una loba. No la reconoceríais. -Johanna hizo ese comentario con una curiosa ausencia de emoción. Era como si esas transformaciones le parecieran del todo naturales. Pero prosiguió con tono más animado-: Cuando la habéis saludado os habéis comportado como Alcaya. ¡Ojalá todo el mundo fuera amable con ella! Augustin le sonreía como si le doliera la tripa.

– Puede que le doliera. No gozaba de buena salud.

– Babilonia le infundía temor -continuó Johanna, pasando por alto mi comentario-. La quería, pero la temía. En cierta ocasión Babilonia le atacó y yo tuve que quitársela de encima. Augustin se quedó temblando, con los ojos llenos de lágrimas. -De pronto Johanna arrugó el ceño, juntando sus negras cejas y asumiendo un aire severo-. Augustin me dijo que Babilonia estaba maldita debido a nuestro pecado. Yo respondí que era una estupidez. ¿Creéis que Augustin tenía razón, padre?

Deduje que el padre Augustin lo había dicho motivado por el sobresalto y la desesperación, pero respondí con cautela:

– Las escrituras no dicen eso. «¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en la tierra de Israel y decís que los padres comieron los agraces y los dientes de los hijos tienen la dentera? Por mi vida, dice Yavé, que nunca más diréis este refrán en Israel.»

– O sea que Augustin se equivocó. Ya lo sabía yo.

– Johanna, no conocemos las intenciones de Dios. Sólo sabemos una cosa: que todos somos pecadores, sin exclusión. Incluso Babilonia.

– Ella no es responsable de sus pecados -replicó la viuda con obstinación.

– Pero el hombre ha nacido en pecado desde que perdió la gracia divina. El propósito de Dios, con respecto a los seres humanos, es que trascendamos este pecado alcanzando la salvación. ¿Pretendéis decirme que Babilonia posee el alma de un animal, que no es humana?

La viuda abrió la boca pero volvió a cerrarla. Parecía estar absorta en sus pensamientos. Puesto que habíamos llegado al último tramo de nuestro camino, y el más empinado, dejamos de conversar hasta alcanzar los pastos que rodean la forcia. Entonces, jadeando debido al esfuerzo, Johanna se volvió hacia mí y me miró con expresión grave y apenada.

– Sois un hombre muy sabio, padre -dijo-. Sabía que erais misericordioso y un grato compañero, porque me lo dijo Augustin. Sabía que me caeríais bien antes de conoceros, por la forma como él hablaba sobre vos. Pero ignoraba que poseyerais tanta sabiduría.

– Johanna…

– Es posible que lo que decís sea cierto. Creer que mi hija no es responsable de sus pecados es equipararla a un animal. Pero padre, a veces se comporta como un animal. Emite unos ruidos propios de un animal y trata de despedazarme. ¿Cómo puede aceptar una madre el hecho de que su propia hija quiera matarla? ¿Cómo puede un ser humano yacer en sus excrementos? ¿Cómo puede ser Babilonia responsable de sus pecados si ni siquiera los recuerda? ¿Cómo es posible, padre?

¿Qué podía yo responder? Estaba claro que a juicio del padre Augustin, los infames actos de Babilonia le habían sido infligidos por la presencia de unos demonios, como castigo por los pecados de sus padres. Pero me pregunté si no estaría equivocado. Si el odio que inspiraba al padre Augustin no tendría que ver con su pasada fragilidad moral y física.

– Recordad -dije no sin cierta vacilación-, que Job, pese a ser perfecto y moralmente recto, fue puesto a prueba por Dios y Satanás mediante toda suerte de calamidades. Quizá sea la virtud de Babilonia, y no su pecado, lo que atrae la ira de Dios sobre ella. Quizá la esté también poniendo a prueba.

Johanna me miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Ay, padre -murmuró-, ¿creéis que es posible?

– Como he dicho, no conocemos las intenciones del Señor. Sólo sabemos que es bueno.

– Sois un gran consuelo para mí, padre -dijo Johanna con voz trémula, pero sonrió, tragó saliva y se enjugó los ojos con firmeza-. Sois muy amable.

– No era ésa mi intención. -Pero lo era, claro está. Mi corazón albergaba aún la caridad del amor de Cristo, y deseaba que todo el mundo se sintiera dichoso-. Los inquisidores no son amables.

– Es verdad. Pero acaso no seáis un buen inquisidor.

Ambos sonreímos y nos dirigimos hacia la forcia. Al llegar, Alcaya me saludó con alegría. Estaba sentada junto al lecho de Vitalia, leyendo a la anciana un pasaje del tratado de san Bernardo. Observé (con tono jovial) que me tranquilizaba verla con el libro de san Bernardo en la mano, en lugar del de Pierre Jean Olieu. Alcaya negó con la cabeza en un gesto de desaprobación y me miró afectuosamente, como una tía.

– Los dominicos detestáis a ese pobre hombre -dijo.

– No al hombre, sino a sus ideas -respondí-. Iba en pos de la pobreza con excesivo ahínco.

– Eso decía el padre Augustin.

– ¿Y os mostrabais de acuerdo con él?

– Desde luego, para evitar que se enfureciera cuando le llevaba la contraria.