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– ¡Soltadla! ¡Os lo ordeno! ¡Basta! ¡Soltadla! ¡Basta ya! -Estaba furioso, pues habían arrojado a Babilonia al suelo y uno de los soldados (un individuo corpulento y de maneras toscas) estaba arrodillado sobre su espalda. Después de apartar a mis escoltas, propiné a ese soldado un tremendo empujón y lo derribé al suelo. Os aseguro que de haber previsto éste mi agresión, jamás habría conseguido derribarlo.

– ¡Ay, cariño! ¡Cariño mío! Cristo está aquí. Jesús está aquí. -Alcaya se arrojó junto a la joven, que seguía postrada en el suelo, y le acarició la cabeza cubierta de polvo y ensangrentada-. ¿No notas su dulce sabor? ¿No sientes su abrazo? Bebe su vino, cariño, y olvida tus cuitas.

– ¿Está herida? -pregunté, inclinándome sobre esa extraña pareja, tratando de comprobar el estado de Babilonia, cuando sentí unas manos que me obligaron a retirarme. De nuevo tuve que ordenar a mis soldados, que se afanaban en protegerme, que me soltaran-. Haced el favor de soltarme. No me ocurrirá nada malo. ¡Mirad!

Señalé a la desdichada joven que yacía a mis pies, inmóvil y gimiendo con los ojos cerrados. El sargento que estaba a mi lado la contempló como si contemplara una serpiente muerta.

– ¿ Lo hizo ella, padre?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Asesinó al padre Augustin?

– ¿Que si asesinó…? -Tardé unos momentos en comprender-.¡Imbécil! -le espeté. Luego me volví de nuevo a Alcaya y repetí-: ¿Está herida? ¿La han lastimado?

– No.

– Lo lamento mucho.

– No tenéis la culpa -dijo Johanna-. Pero creo… disculpadme, padre, pero creo que es mejor que os retiréis.

– Sí -convino mi escolta-. Venid con nosotros. Esa loca es capaz de arrancaros los ojos.

De modo que me fui sin más preámbulos. Pensé que era lo mejor, aunque lamenté que mi partida se hubiera producido a raíz de un incidente tan lamentable. Al abandonar la explanada me volví y vi a Babilonia de nuevo en pie; no gritaba ni forcejeaba, sino que permanecía inmóvil, como una mujer en posesión de sus facultades, lo cual me tranquilizó. Vi a Johanna alzar la mano para despedirse de mí, lo cual también me tranquilizó. (El recuerdo de ese gesto, titubeante y de disculpa, quedó grabado mucho tiempo en mi memoria.) Alcaya parecía haber olvidado mi existencia, pues ni siquiera levantó la vista cuando me marché.

En otras circunstancias, habría regañado a mis guardaespaldas durante todo el camino hasta Casseras, ganándome su hosca antipatía. Pero al principio me sentí demasiado conmocionado para hablar. No dejaba de pensar en la transformación de Babilonia y en las fuerzas satánicas que sin duda la habían desencadenado. Luego, cuando pasamos frente al lugar donde Johanna había depositado las flores, la paz de Dios penetró de nuevo en mi alma. Me serenó y silenció; yo era una oveja junto a un lago de aguas plácidas. Por tanto, expulsa la tristeza de tu corazón, me dije, y extirpa el mal de tu carne. ¿Quién sabe lo que le conviene a un hombre en esta vida, el cual pasa todos los días de su vana existencia como una sombra?

– Amigos míos -dije a los hombres que me escoltaban a caballo-, deseo proponeros un trato. Si olvidáis contarle al senescal que visité la forcia solo, me abstendré de decirle que ninguno de vosotros hizo nada para impedírmelo. ¿Os parece justo?

Les pareció más que justo. Mi propuesta aplacó al instante sus temores y se mostraron más animados. Durante el resto del trayecto, conversamos sobre temas agradables como comida, gente loca y heridas que habíamos visto alguna vez.

Y ninguno adivinó que mi corazón añoraba a las personas que habíamos dejado atrás.

Los que estáis fatigados y cargados

Me quedé con el padre Paul dos días. El primer día, después de abandonar la forcia, fui a Rasiers y hablé con el preboste. Era un hombre arrogante con una forma de comportarse pomposa, pero me ofreció una pormenorizada descripción de su investigación de la muerte del padre Augustin, una investigación que, a fuer de ser sincero, reconozco que había llevado a cabo de forma impecable. Luego regresé a Casseras para entrevistar a los dos muchachos, Guillaume y Guido, sobre el hallazgo de los restos. Aunque intuí que sus padres se alarmaron al verme conversar con los chicos, éstos se mostraron deseosos de complacerme, porque yo había tenido la precaución de armarme de tortas y confites, preparadas a instancias mías en las cocinas del priorato. Al poco rato me abordaron todos los aldeanos más jóvenes, que me aguardaban en sus portales o me observaban a través de las ventanas. Pero yo no me opuse a esta persecución, pues los niños no son unos expertos mentirosos. Si uno es paciente y amable, y está dispuesto a confesar su asombro, consigue averiguar muchas cosas de los niños. A menudo éstos se percatan de detalles que escapan a la atención de los adultos.

Por ejemplo, después de interrogarles sobre los movimientos del padre Augustin y sus escoltas, les pregunté si habían pasado otros extraños por la aldea. ¿Habían visto a unos hombres ataviados con hábitos azules? ¿A unos hombres que quizá vivían en el bosque y habían acudido a la aldea por la noche? ¿No? ¿Ya unos hombres armados montados a caballo?

– Vino el senescal -dijo Guillaume, que resultó ser un chico muy listo-. Vino con sus hombres.

– Ah, sí.

– Nos hizo la misma pregunta. Reunió a toda la aldea y nos preguntó: «¿Habéis visto a unos hombres armados montados a caballo?».

– ¿Y qué respondisteis?

– Que no.

– Nadie los había visto.

– Excepto Lili -observó uno de los niños más jóvenes, y Guillaume frunció el ceño.

– ¿Qué historias son ésas, Lili? -preguntó, dirigiéndose a una niña pequeña con el pelo oscuro y rizado.

Pero Lili se limitó a mirarle sin comprender.

– Vio a un hombre con unas flechas -se apresuró a asegurarnos el amigo de Lili-. Pero no vio ningún caballo.

– ¿Unas flechas? -De nuevo, Guillaume se encargó de interrogar a la testigo-. ¿Dónde ocurrió eso, Lili? ¡Debiste decírselo al senescal!

– Pero ella no vio ningún caballo. El senescal nos preguntó si habíamos visto unos caballos.

– ¡No seas idiota, Prima! ¡Eso no importa! ¿Cuándo viste a ese hombre, Lili? ¿Qué aspecto tenía? ¿Portaba una espada, Lili? -En vista de que la pequeña se negaba a responder, Guillaume se enojó con ella-. ¡Esa estúpida no ha visto nada! Se lo ha inventado.

– Acércate, Lili. -Después de dejar que Guillaume la interrogara, suponiendo que la niña quizá respondiera con más franqueza a un amigo suyo, decidí que no tenía nada que perder interrogándola yo mismo-. Tengo algo para ti, Lili. ¿Ves? Un delicioso pastelito de fruta. Tiene nueces. ¿Te gusta? ¿Sí? Tengo otro… ¿Estará aquí? No, aquí no hay nada. ¿Quizás en mi manga? ¿Quieres que miremos? No. Quizá lo encontremos si vamos al lugar donde viste al hombre con las flechas. Es posible que esté allí. ¿Quieres llevarme allí? ¿Sí? Andando, pues.

Así pues, salí de la aldea llevando de la mano a una niña de tres años, seguido por multitud de niños. Me acompañaron hasta el límite de un trigal, más allá del cual se alzaba una colina pedregosa y cubierta de matojos, buena parte de la cual estaba despojada de árboles. No obstante, había suficientes árboles para permitir a un asesino pasar cerca de Casseras sin que nadie detectara su presencia, salvo una niña demasiado pequeña para que éste la detectara a ella.

Examiné la zona que Lili identificó, fingiendo encontrar ahí una almendra garrapiñada. La niña la aceptó sin darme las gracias, pero se negó a responder cuando le pregunté la fecha y la hora en que había visto al extraño.

– Lili me lo contó hace tiempo -me informó Prima.

– ¿ Cuánto tiempo?