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Por fortuna, estas cosas ya no ocurren aquí.

Desde el priorato, un corto recorrido a pie os conducirá a las dependencias del Santo Oficio. No obstante, cuando llevé al padre Augustin por ese camino, me saludaron cuatro conocidos (un guantero, un sargento, un tabernero y una piadosa matrona), y reparé en la mirada perpleja de soslayo que me dirigió mi superior.

– ¿No dijisteis que las gentes de este lugar sienten aversión hacia el Santo Oficio? -me preguntó.

– Me temo que sí.

– Sin embargo, parece que os consideran un amigo.

– Padre -respondí echándome a reír-, si yo estuviera en el lugar de esas gentes, también procuraría hacerme amigo del inquisidor local.

Mi respuesta pareció satisfacer al padre Augustin, aunque no era una explicación totalmente sincera. Lo cierto es que me he esforzado en mantener una buena relación con muchos de los ciudadanos de Lazet, pues para formarse una detallada imagen mental de los árboles genealógicos más ilustres, relaciones de negocios y enemistades mortales de la ciudad, es preciso compartir muchos ratos con esas gentes. Os garantizo que averiguaréis más cosas sobre los secretos amatorios de una mujer cambiando unas palabras con su doncella o su vecina, que interrogándola sobre el potro de tormento (cosa que, gracias a Dios, jamás he hecho). «Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas.» Son unas palabras muy a tener en cuenta, no sólo por el predicador sino también por el inquisidor.

Siempre he sostenido que un buen inquisidor no necesita formular muchas preguntas a su testigo. Un buen inquisidor ya conoce las repuestas. Y no hallará todas las respuestas en los libros, ni en la contemplación de la inefable majestad de Cristo.

– Aquí, como veis, está la prisión -dije cuando alcanzamos las murallas de la ciudad. En Lazet, al igual que en Carcasona, los prisioneros del Santo Oficio son encarcelados en una de las torres fortificadas, que adornan las murallas circundantes de la ciudad como joyas que adornan un collar-. Por suerte, nuestras dependencias fueron especialmente construidas para alojar la prisión, lo cual nos permite movernos libre y cómodamente entre ambos edificios.

– Un plan excelente -comentó el padre Augustin con tono grave.

– No veréis unas dependencias tan lujosas como las de Toulouse -añadí, pues sabía que el padre Augustin había trabajado un tiempo con Bernard Gui, quien lleva a cabo sus tareas en una casa cercana al Castillo Narbonés donado a santo Domingo por Peter Celia-. No podemos jactarnos de poseer un refectorio o un gran salón como en Carcasona. Tenemos unas caballerizas, pero no tenemos caballos. Disponemos de pocos empleados.

– Poco es mejor con el temor de Dios -murmuró el padre Augustin.

A continuación le mostré cómo estaban construidos los establos, excavados en una cuesta poco pronunciada de modo que la enorme puerta de madera, cerrada por dentro con cerrojo, daba a una calle situada a un nivel inferior que el camino en el que se hallaba la entrada principal. Aunque el edificio constaba de tres plantas (los establos ocupaban el nivel inferior), visto desde el norte parecía consistir sólo de dos plantas, adosado a la torre de la prisión como un corderito que se refugia contra el flanco de su madre.

Pero quizá sea impropio comparar las dependencias del Santo Oficio con algo tan débil y tierno como un corderito. Depositario de numerosos y graves secretos, estaba tan fortificado como la prisión situada junto a él, y rodeado por unos recios muros perforados por tres pequeñas troneras. La puerta principal apenas era lo suficientemente ancha y elevada para que pasara por ella una persona de proporciones normales y, como la puerta del establo, también podía cerrarse desde dentro. Aquella mañana nos encontramos con Raymond Donatus, que salía del edificio cuando nosotros nos disponíamos a entrar, por lo que no tuvimos que llamar a la puerta.

– ¡Ah! Raymond Donatus -dije-. Permitidme que os presente al padre Augustin Duese. Padre, éste es nuestro notario, el cual dedica buena parte de su tiempo a atender nuestras peticiones especiales. Es un fiel servidor del Santo Oficio desde hace ocho años.

Raymond Donatus nos miró sorprendido. Deduje que había salido para orinar (pues se estaba ajustando la ropa) y no esperaba toparse con nuestro nuevo inquisidor en la puerta. No obstante, recobró con rapidez la compostura e hizo una reverencia.

– Su presencia nos honra, reverendo. Mi corazón se alegra de veros.

El padre Augustin pestañeó y farfulló una bendición. Parecía un tanto extrañado por la exagerada, y cabe decir histriónica, cortesía de Raymond. Pero era muy típico de éclass="underline" siempre se expresaba en términos exagerados, que podían ser dulces como el pan de los ángeles o contundentes como el martillo que rompe la piedra en añicos. Era un hombre de carácter voluble, que pasaba de la tristeza a la euforia varias veces al día, de genio vivo, que no temía manifestar sus opiniones, muy divertido cuando estaba de buen humor, glotón, desmedido y lascivo como una cabra (de sangre tan caliente que los diamantes se funden en ella). Un hombre de orígenes humildes que se ufanaba de su cultura. Asimismo, se vestía con ropa elegante y no cesaba de hablar de sus viñedos.

No obstante, esos pequeños defectos carecían de importancia comparados con su maestría en el empleo de la jerga legal y la extraordinaria pericia de su mano. Jamás he conocido, en todos mis viajes, a un notario capaz de transcribir la palabra hablada con tanta rapidez. Apenas salía una frase de los labios de uno, él ya la había plasmado sobre el papel.

Para concluir con una descripción de su aspecto (lo que Cicerón llamaría una effictio), diré que tenía unos cuarenta años, que era de estatura mediana, corpulento pero no obeso, de rostro rubicundo y con una melena tan abundante y negra como el tercer caballo del Apocalipsis. Poseía una buena dentadura, que exhibía con orgullo, y sonrió al padre Augustin con tal vehemencia que el superior pareció un tanto desconcertado.

Para romper el incómodo silencio, expliqué al padre Augustin que Raymond Donatus era el encargado de los archivos inquisitoriales que se conservaban arriba.

– ¡Ah!-dijo el padre Augustin, más animado, cruzando el umbral con sorprendente velocidad-. Los archivos, sí. Deseo hablaros sobre los archivos.

– Están a buen recaudo -le aseguré, siguiéndole. Cuando nuestros ojos se hubieron adaptado a la penumbra, le indiqué mi mesa, que ocupaba un extremo de la habitación en la que nos hallábamos. El resto del mobiliario consistía en tres bancos, dispuestos junto a las paredes a nuestra izquierda y derecha-. Ahí es donde llevo a cabo buena parte de mi trabajo. El padre Jacques dejaba en mis manos casi toda la correspondencia.

El padre Augustin miró a su alrededor como un ciego. Luego arrastró los pies y tocó el atril de madera, de nuevo como un ciego. Tuve que conducirlo a su despacho, mayor que la antesala, dotado de una tronera a través de la cual se filtraba un poco de luz. Después de explicar que el padre Jacques solía interrogar a los testigos en ese despacho, mostré a su sucesor la mesa del inquisidor (una pieza magnífica, exquisitamente tallada) y el arcón en el que el padre Jacques guardaba algunas obras de referencia: el Speculum Judiciale de Guillaume Durant, la Summa de Rainerius Sacconi, las Sentences de Pierre Lombard, la glosa de Raimundo de Peñafort sobre el Líber Extra de Gregorio IX. Expliqué al padre Augustin que esos libros estaban ya al cuidado del bibliotecario del priorato, pero que si deseaba consultarlos no tenía más que decirlo.

– ¿Y los archivos? -inquirió el padre Augustin, haciendo caso omiso de lo que yo le había dicho. Mostraba una expresión fría y resuelta que me chocó. Le conduje de nuevo a la antesala y subimos por una escalera circular de piedra construida en una angosta torreta que ocupaba un ángulo y comunicaba los tres pisos. Cuando alcanzamos el piso superior, hallamos a Raymond Donatus esperándonos junto al escribano, el hermano Lucius Pourcel.