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– Mucho… varios días…

– Debió de ser antes de que halláramos al padre Augustin -intervino Guillaume-, porque desde entonces nuestros padres no nos dejan salir de la aldea.

Como he dicho, Guillaume era un chico muy listo.

– ¿Sentiste miedo cuando viste a ese hombre, Lili? -pregunté. La niña negó con la cabeza-. ¿Cómo es que no sentiste miedo? ¿Acaso ese hombre te sonrió? ¿Le conocías? -La niña volvió a negar con la cabeza y yo empecé a perder toda esperanza de sonsacarle una frase coherente-. Creo que a esta niña se le ha comido la lengua el gato. ¿Puedes hablar, Lili, o se te ha comido la lengua el gato?

La niña respondió enseñándome la lengua.

– ¡Ya recuerdo! -exclamó Prima de repente-. ¡Lili me dijo que había visto a uno de los soldados del padre Augustin! ¡Pero yo le dije que mentía, porque ya habían partido para la forcia!

– ¿Te refieres a que eso ocurrió el mismo día?

– Sí.

– Mírame, Lili. ¿Iba ese hombre manchado de sangre? ¿No? ¿No había manchas de sangre? ¿De qué color tenía el pelo, negro? ¿Castaño? ¿Y su túnica? Mírame, Lili.

Pero mi tono era demasiado perentorio; la niña empezó a hacer pucheros y se puso a berrear. Que Dios me perdone, pero sentí deseos de propinarle un bofetón.

– Es una estúpida -dijo Guillaume, compadeciéndose de mí-. Dadle otra almendra garrapiñada.

– ¡Y a mí! ¡Y a mí!

– ¡Y a mí también!

Después de dedicar mucho tiempo y esfuerzos, conseguí averiguar que el hombre armado tenía el pelo negro, lucía una túnica verde y una capa azul. Cuando pregunté si había llegado a Casseras aquel día por la mañana montado a caballo junto con el padre Augustin, Lili no supo responder. Comprendí que la niña no sabía distinguir a un hombre armado de otro.

No obstante, había logrado ampliar en gran medida la suma de datos recabados. Y me sentí satisfecho, profundamente satisfecho, de que ninguno de los guardaespaldas del padre Augustin hubiera sido visto ataviado con una túnica verde o portando un carcaj con flechas. Deduje que el hombre que había sido visto junto al trigal no era un familiar, y por tanto podía haber sido un asesino, aunque no podía estar seguro sobre ese extremo.

Ni siquiera lo estoy ahora, pues después de analizar con detenimiento el asunto, no pude hallar más datos. Aunque pedí a los padres de Lili que interrogaran ellos mismos a la niña, eran gentes sencillas, analfabetas como su hija, y comprendí que no me serían de mucha ayuda. Sus vecinos tampoco me contaron ninguna habladuría o conjetura que pudiera servirme; tal como había comprobado Roger Descalquencs, los habitantes de Casseras no habían visto nada, no habían oído nada ni sospechaban nada. Por lo demás, se consideraban unos buenos católicos, y ensalzaban al padre Augustin por haberse abstenido de meter las narices en sus asuntos. Como es natural, demostré un gran tacto y discreción en mis interrogatorios; hasta me detuve a escuchar junto a algunas contraventanas cerradas. Pero al cabo de dos días de intentar congraciarme con todos los habitantes de Casseras, con amabilidad, golosinas y alguna que otra prudente promesa, mi único triunfo seguía siendo la confusa descripción de Lili, de la que no podía fiarme. No detecté rastro alguno de herejía (si descontamos, como suelo hacer, las interminables quejas sobre los impuestos). Nadie hizo ninguna falsa acusación, lo cual me sorprendió, pues es raro investigar una aldea sin inducir cuando menos a un habitante a difamar a su enemigo o enemiga con una mentira aduciendo que se niega a comer carne o que durante la misa escupe la hostia consagrada.

Así pues, aunque mis esperanzas se vieron frustradas, no dejé que esto me desalentara. Tuve la sensación de que el inmenso resplandor del amor divino que había inflamado mi corazón en aquella ladera cubierta de rocío, había dejado unos cálidos rescoldos que iluminaban los oscuros entresijos de mi alma, impidiendo que mi ánimo se hiciera áspero y frío. Os aseguro que dediqué el doble de tiempo a meditar sobre mi comunión mística con Dios que a mi investigación de Casseras; con todo, esa bendita distracción no nubló mi mente, sino que le procuró mayor claridad, fuerza y perspicacia.

Confieso que también pensé mucho en las mujeres de la forcia, lo cual no fue tan encomiable. Incluso envié a uno de mis guardaespaldas a Lazet a llevar la Leyenda áurea (o cuando menos el códice que versaba sobre san Francisco), que no pude entregar personalmente a Alcaya, pues no quería invadir de nuevo la paz de Babilonia con mis numerosos y torpes escoltas. Así pues, dejé el libro al padre Paul, y le obligué a prometerme que lo llevaría a la forcia tan pronto como pudiera. Dentro del libro escribí: «Confío en que las enseñanzas de san Francisco os guíen como una estrella y os consuelen en los momentos aciagos. Espero veros en Lazet este invierno. Que Dios os bendiga y proteja. Volveréis a tener noticias mías».

Como es lógico, empleé la lengua vulgar al escribir esta nota, confiando en que Alcaya la leyera a sus amigas.

Cuando regresé a Lazet, comprobé que se habían producido numerosas novedades durante mi ausencia. La cabeza cortada había llegado, y pese a su avanzado estado de putrefacción, había sido identificada como perteneciente al padre Augustin. Por consiguiente, el prior Hugues había ordenado que se diera sepultura a los restos a la mayor brevedad, y se celebró un modesto entierro y funeral. El caballo del obispo también había llegado, para satisfacción de su dueño. Roger Descalquencs había recibido un informe, de uno de los castellanos locales, en el que le comunicaba que dos niños de Bricaux habían visto a un extraño bañándose desnudo en el río de la localidad, pero habían huido despavoridos cuando éste los había amenazado esgrimiendo una espada. Según los niños, había un caballo atado a un árbol cercano, pero no habían visto a otros hombres.:

Había sido difícil establecer con certeza la fecha de ese hecho, pero el senescal estaba convencido de que había ocurrido el día de la muerte del padre Augustin. La descripción del hombre que habían visto los niños también era un tanto imprecisa. «Alto y peludo, con unos dientes enormes y los ojos rojos», según dijo Roger. No obstante, la remitió a todos los funcionarios reales de la región, junto con la descripción de Lili del hombre que había visto cerca del trigal. Yo no estaba muy convencido de la utilidad de una effictio tan incompleta, pero Roger se sentía muy complacido.

– Poco a poco -dijo-. Paso a paso. Sabemos que eran al menos tres hombres: uno se dirigió a través de las montañas hacia Cataluña; otro se dirigió hacia el este, hacia la costa; y él otro se dirigió hacia el norte. El que se dirigió al norte era alto y peludo. El que se dirigió al este abandonó su caballo…

– Abandonó el caballo del obispo -le corregí-. ¿Iba montado en su propio caballo? Lili no vio ningún caballo. ¿Se parecía el caballo atado junto al río al del obispo, o llegaron los asesinos a Casseras a pie y partieron montados en unos caballos robados?

Roger frunció el ceño.

– Atacar a cinco hombres montados… -murmuró-. Sería muy peligroso, a menos que el agresor no fuera también montado.

– Llevaban flechas -señalé.

– Aun así…

Entonces expuse al senescal mi teoría sobre un posible traidor entre los escoltas del padre Augustin. Convinimos en que, distraídos por un ataque procedente de fuera de sus filas, los honestos familiares quizá no se percataran de la amenaza existente dentro de las mismas, hasta que fue demasiado tarde. Pudieron haber sido apuñalados por la espalda. Y en esas circunstancias, es posible que los asesinos hubieran conseguido atacarlos sin ayuda de unos caballos.

– Tenéis la mentalidad de un bandido, padre -comentó Roger con tono de admiración-. Eso lo explicaría todo. Dadme una detallada descripción de los dos hombres de quienes sospecháis, Jordan y Maurand, según creo recordar que se llaman. Dadme una descripción pormenorizada y avisaré a todas las personas que pueda.