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– Decís que esa mujer os sonrió y sentisteis que vuestro corazón se llenaba de amor -dijo el prior con tono de censura-. Hijo mío, temo que fuisteis presa de las pasiones carnales.

– Pero era un amor que lo abarcaba todo. Yo amaba todo cuanto veía.

– Amabais la creación.

– Sí. Amaba la creación.

– ¿Y qué dijo san Agustín sobre el amor? «Es cierto que Él lo creó todo sumamente bien, pero mi bien es Él, no la creación.»

Este comentario me hizo reflexionar, y al observar mi consternación, el prior continuó:

– Habláis de las flores que calmaron vuestros temores con su belleza y su perfume. Habláis de la música que os cautivó, y del panorama que os deleitó. Hijo mío, ésos no son sino gozos sensuales.

– ¡Pero me condujeron a Dios!

– Citaré de nuevo a san Agustín: «Amad, pero tened cuidado con lo que amáis. El amor de Dios, el amor de nuestro prójimo, se llama caridad; el amor del mundo, el amor de la vida terrenal, se llama concupiscencia».

Pero yo no estaba dispuesto a aceptarlo.

– Padre -dije-, si vamos a citar a san Agustín, debemos tener en cuenta todo lo que dijo. «Dejad que el amor arraigue en vosotros, pues de esa raíz no puede brotar nada malo»; «Comoquiera que aún no habéis visto a Dios, os ganáis su visión a base de amar al prójimo».

– Hijo mío, hijo mío. -El prior alzó la mano-. Contened vuestra vehemencia.

– Perdonadme, pero…

– Sé qué autoridades apoyarían vuestro argumento. San Pablo dice: «Lo primero no es lo espiritual, sino lo animal, y luego viene lo espiritual». San Bernardo dice: «Puesto que somos carnales y nacemos de la concupiscencia, nuestra concupiscencia o amor comienza por la carne, y una vez satisfecho, nuestro amor avanza por determinadas etapas, impulsado por la gracia, hasta consumarse en el espíritu». Pero ¿qué otra cosa dice san Bernardo? Dice que, cuando buscamos al Señor en la contemplación y la oración/con agotadores esfuerzos, con torrentes de lágrimas, Él se hace finalmente presente al alma. ¿Dónde estaban vuestros esfuerzos, Bernard? ¿Dónde estaban vuestras lágrimas?

– No hubo -reconocí-. Pero creo que Dios me concedió la bendición de su amor divino para propiciar en mí esos esfuerzos. Al permitir que probara su dulzura, hizo que ansiara más. El prior rezongó.

– Padre -proseguí al observar que éste no estaba convencido-. He experimentado esa ansia. Soy mejor gracias a lo que vi y sentí. Soy más humilde. Más caritativo…

– Vamos, Bernard, ambos sabemos que eso no significa nada. Incluso Andreas Capellanus señala que el amor profano puede ennoblecernos. ¿Qué dice exactamente? ¿Que el amor hace que el hombre resplandezca con numerosas virtudes y confiere a todas las personas, por humildes que sean, numerosas cualidades de carácter?

Me divirtió comprobar que mi viejo amigo había leído en un determinado momento de su vida El arte del amor cortesano, y que hasta había aprendido de memoria algunos pasajes. Yo no conocía esa obra, pues no suele encontrarse entre frailes dominicos.

– No he consultado esa autoridad, padre -respondí no sin cierta ironía-. Pero en cierta ocasión oí una canción, que decía así:

Todo cuando me pide Venus

lo hago con una erección,

pues alegra el corazón del hombre

y evita que sea presa de la desazón.

– ¡Qué descaro, padre -me reprendió el prior Hugues-. Sois irreverente, Bernard. Hablamos del amor, no de los excesos carnales.

– Lo sé. Os pido disculpas. Pero padre, hace años amé a mujeres (lo cual lamento) y ninguna bañó mi corazón con el esplendor divino. Eso fue distinto.

– Porque la mujer era distinta.

– ¿Tan poco respeto os merece mi criterio, padre?

– ¿Y a vos el mío? Habéis acudido a mí, Bernard, y os he dado mi opinión: si hay una mujer implicada en este asunto, corréis peligro. Todos los maestros de la Iglesia nos advierten esto. Ahora bien, si pretendéis desobedecer vuestros votos de obediencia y contradecir mi opinión, os recomiendo que acudáis a una autoridad superior. Buscad los síntomas del amor divino y profano, aprended a distinguirlos. Consultad al Doctor Angélico. Consultad las Etimologías. Luego postraos ante Dios, cuyas bendiciones no sois digno de recibir debido a vuestra arrogancia de espíritu.

Después de echarme esa reprimenda, el prior me impuso varios ejercicios penitenciales y me ordenó que me retirara. Confieso que fue un momento amargo. En lugar de comer cenizas y abrazar estiércol, como debí hacer, sentía una obstinada rebeldía; las flechas de la cólera se habían clavado en mí y mi espíritu había bebido su veneno. Durante un tiempo, me sentí furioso. Mis hermanos me evitaban porque mi furia me transformaba en un basilisco; mi voz, aunque no la levantaba nunca, era capaz de abrasar y lastimar. Cumplía mis penitencias con evidente desdén. Estaba convencido de que el prior había convertido el criterio en hiel y la justicia en cicuta.

Como es natural, recé, pero mis oraciones eran senderos resbaladizos en la oscuridad. Consulté las autoridades que me recomendó el bibliotecario, pero con el fin de desacreditar al prior y demostrar la justicia de mi causa. No obstante, cuanto más leía más dudaba del auténtico carácter de aquel momento en la colina. Cuando estudiaba teología, lo hacía… ¿cómo expresarlo?… de forma objetiva y teórica. Aunque había considerado la unión del alma con Dios y otras cuestiones relacionadas con esto, saber intelectualmente que estar presente en Dios es no ser nada en uno mismo, renunciar a todo cuanto nos distingue…, saber esto intelectualmente es distinto a experimentarlo en el corazón. Dicho de otro modo, me pareció leer con otros ojos que, para morar en Dios, es preciso renunciar a uno mismo y a todas las cosas, inclusive los seres que existen en el tiempo o la eternidad; que no debemos amar este u otro bien, sino el bien del que emana todo. Utilizar esos conocimientos para interpretar un incidente que ocurre en nuestra vida constituye una experiencia increíble. (Anteriormente, yo solía utilizar mis conocimientos filosóficos y teológicos con el mero fin de debatir ciertas proposiciones con interlocutores eruditos.) Era como tomar declaración a un testigo, y compararlo con los errores anatemizados en un decreto papal. Tuve que preguntarme: ¿había renunciado verdaderamente a mí mismo y a cuanto me rodeaba? ¿Estaba mi alma disuelta por completo en Dios?

A medida que mi furia se disipó, comprendí lo que debí haber comprendido desde el principio (sé que os disgustará mi fatuidad): que hacer las afirmaciones que yo había hecho era peligroso. Cabe preguntarse cómo habría juzgado yo, en calidad de inquisidor de la depravación herética, semejante historia si me la hubieran presentado como prueba de creencias heréticas. ¿Acaso no me habría preguntado qué infame insolencia se había apoderado de un hombre que afirmaba haber experimentado la comunión con Dios, aunque nada en su vida ni su obra parecía justificar tamaña beatitud?

Sentía una gran desazón. Sumido en la incertidumbre, era como una hoja al viento, arrastrado de acá para allá. Recordaba la infinita alegría que había sentido en la colina, convencido de que mi alma había alcanzado a Dios. Luego seguía leyendo, y empezaba a dudar. Reflexioné sobre el viaje de san Pablo a Damasco: reflexioné sobre la luz que resplandecía a su alrededor, y la voz que le habló, y el hecho de que, cuando se despertó, no vio nada. Muchos maestros aseguran que en esa nada, Pablo vio á Dios, porque Dios es la nada. Dionisio escribió a propósito de Dios: «Él está por encima del ser, por encima de la vida, por encima de la luz». En las Jerarquías celestiales, dice: «Quien habla de Dios a través de una sonrisa habla de él de forma impura, pero quien habla de Dios utilizando el término "nada" habla de él atinadamente». Por tanto, cuando el alma se une con Dios y entra en un rechazo puro de sí misma, halla a Dios en la nada.