De modo que me pregunté: ¿fue eso lo que hallé en la colina? ¿La nada? Tenía la sensación de haber hallado el amor, y todos sabemos que Dios es amor. Pero ¿qué clase de amor? Y si en efecto había experimentado el amor dé Dios, en tal casó, dado que lo había experimentado (pues creo que durante todo ese episodio fui consciente de mi ser), yo no había llegado a ser informe, formado y transformado en la divina uniformidad que nos convierte en parte de Dios. ¡Qué confundido me sentía! Rogué a Dios que me iluminara, pero mi ruego no obtuvo respuesta. Rogué experimentar la gracia de la presencia de Dios, pero no sentí el amor divino, en todo caso no ese amor que me había llenado en la colina. Pasé muchos ratos postrado de rodillas, pero quizá no los suficientes; mis deberes interferían con mi búsqueda espiritual. La paz se había desvanecido de mi alma. Abrumado por el trabajo, censurado por mi superior, espiritualmente desazonado, no conseguía descansar de día ni de noche. Al igual que Job, no cesaba de revolverme en mi cama hasta que despuntaba el día.
En cierta ocasión pasé toda la noche postrado de rodillas ante el altar, ansioso de alcanzar a Dios. No me moví, y al cabo de un rato sentí un gran dolor, que le ofrecí al Señor. Le supliqué que me convirtiera en un instrumento de su paz. ¡Con qué afán, con qué pasión trataba de renunciar a mí mismo! ¡Con qué intensidad anhelaba sentir a Dios en mi corazón! Pero cuanto más desesperadamente lo buscaba, más distante me parecía, hasta que por fin tuve la impresión de estar solo en la creación, alejado del amor que configura todo amor, y lloré desesperado. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Me sentía como una oveja descarriada, una oveja indigna, pues incluso en los abismos de mi desesperación puse en tela de juicio la infinita misericordia del Señor. ¿Por qué me había permitido experimentar su amor divino en la colina, cuando yo no había hecho nada para merecerlo, y entonces me lo negaba, cuando se lo suplicaba con fervor?
Creo que estaréis de acuerdo en que esa búsqueda demuestra lo lejos que me hallaba de mi meta. Yo era sin duda indigno, pues estoy muy lejos de ser un místico, y mi discernimiento es limitado. Incluso me atrevería a decir que mi deseo de alcanzar el amor de Dios estaba en cierto modo propiciado por mi deseo de demostrar que antes lo había experimentado. ¡Qué débil e hipócrita era! Sufrí lo indecible, pero merecía sufrir un tormento aún mayor, pues observad dónde busqué consuelo. Observad dónde mi atormentado espíritu halló alivio. ¿En el seno del Señor? ¡No!
En medio de mi desconcierto recurrí, no a la oración, sino a Johanna de Caussade.
La imaginaba sonriendo, y me sentía aliviado. Repasaba mentalmente nuestro diálogo, y me reía. Por las noches, en mi celda, contemplaba en mi mente su imagen, y le hacía el obsequio de relatarle, en silencio, mis tormentos, mis esfuerzos, mi confusión. ¡Una conducta admirable para un fraile dominico! «Pero soy un gusano, no un hombre; el oprobio de los hombres, y el desprecio del pueblo.» Me sentía avergonzado, pero al mismo tiempo persistía en ello. Me decía que quizá fuera Johanna el instrumento de Dios, una lámpara y una estrella. Por supuesto, Johanna no representaba para mí un ejemplo, como Marie d'Oignes, a la que Jacques de Vitry había calificado como su «madre espiritual», o santa Margarita de Escocia, que había influido en el rey Malcolm haciéndole obrar con bondad y misericordia. («Lo que ella rechazaba, él lo rechazaba también… lo que ella amaba, él, por amor a ella, lo amaba también.») Pero quizás el amor tan manifiesto entre Johanna y su hija me había mostrado el camino del amor. O quizá fuera el camino de Alcaya, y Johanna, una pecadora como yo, me había tomado de la mano y me había conducido por él.
¡Qué pensamientos tan vergonzosos! No tenéis más que fijaros en mis alambicadas e ingeniosas explicaciones, mis afanosos intentos por justificar lo que sentía. El prior Hugues me conocía bien. Sabía que Johanna me había afectado, hasta el extremo de que mis votos corrían peligro. (Un hecho frecuente entre los hermanos que abandonan los muros del convento.) Sin duda el papel del padre Augustin en la vida de la viuda me había animado a dar rienda suelta a mis emociones, pues si él, el inquisidor perfecto, había sucumbido a sus encantos, ¿quién era yo para resistirme a ellos? Con todo, mi interés en la viuda no era puro ni mayormente concupiscente. Recordad mi reacción a la seductora mirada que ésta me había dirigido, de turbación y temor; no imaginaba una unión carnal entre ambos. Tan sólo deseaba conversar con ella, reír con ella, compartir con ella mis pensamientos y mis cuitas.
Deseaba que Johanna me amara, y no precisamente como todos amamos a nuestro prójimo, sino con un amor que me distinguiera al tiempo que excluía a otros hombres. «Compadécete mí, Oh Dios, en tu bondad, y borra mi ofensa en la grandeza de tu compasión.» Recordé una tesis que me propusieron en cierta ocasión, derivada de las enseñanzas de un infieclass="underline" que el amor profano reúne las partes de las almas que se separaron durante la creación. Un error pestífero, sin duda, pero que me pareció una poética translatio de mi situación. Intuía que Johanna y yo éramos idénticos, como dos caras de un sello roto. En cierto aspecto tenía la sensación de que éramos hermanos.
Pero me temo que no en todos los aspectos. Un día, andando por la calle, vi a una mujer de espaldas a la que confundí con Johanna de Caussade. Me paré en seco, y sentí que el corazón me latía a una velocidad vertiginosa. Entonces vi que me había equivocado y sentí una decepción tan profunda que comprendí la magnitud de mi pecado. Horrorizado, comprendí hasta qué punto había perdido la gracia divina.
Acto seguido di media vuelta y me fui a ver al prior, quien escuchó con paciencia mi confesión.
Le dije que estaba enamorado de Johanna: Le dije que ese amor nublaba mi razón. Le rogué que me perdonara y me censuré por mi vanidad, mi estupidez, mi terquedad. ¡Qué testarudo había sido! ¡Qué arrogante! Mi cuello era un nervio de hierro, mi frente de latón.
– Debéis contener vuestro orgullo -dijo mi superior.
– Debo extirparlo.
– Convertidlo en vuestro propósito del mes. Practicad la obediencia. Mortificad vuestro cuerpo. Guardad silencio durante capítulo (sé que os supondrá un gran esfuerzo) y repetid, una y otra vez: «El hermano Aeldred está en lo cierto; yo estoy equivocado».
Me eché a reír, pues el hermano Aeldred, nuestro maestro de estudiantes, era un hombre por el que yo sentía escasa simpatía. Sosteníamos unas opiniones muy dispares; las suyas se basaban en unos conocimientos insuficientes y una escasa capacidad de razonar.
– Es una cruz muy pesada -observé con tono de chanza.
– Y por tanto eficaz.
– Preferiría lavarle los pies.
– Vuestros deseos, Bernard, son justo lo que tratamos de suprimir.
– Quizá debería comenzar por una meta más fácil de alcanzar. Quizá debería decirme: «El hermano Aeldred tiene derecho a expresar su opinión; hago mal en confiar en que me entienda».
– Hijo mío, hablo en serio -dijo el prior con tono grave-. Sois un hombre inteligente, eso nadie lo duda. Pero os ufanáis de vuestro intelecto. ¿Qué mérito tiene, si está acompañado por la pereza, la vanidad y la desobediencia? Esto no es Roma ni París, no hallaréis en Lazet a los hombres más sabios del mundo. Si lo hicierais, quizá comprobaríais que no os contáis entre ellos.
– Bien… quizá… -respondí con un falso y exagerado aire de desgana.
– ¡Bernard!
– Perdonadme.
– Me pregunto si os pondréis a reír a las puertas del cielo. Si reconocierais con sinceridad el carácter pecaminoso de vuestros actos, os echaríais a llorar en lugar de reír. Habéis desobedecido. Habéis cedido a los deseos de la carne, y habéis hecho vuestra voluntad. Os habéis comportado de forma arrogante, más que arrogante irreverente, incluso obscena, al equiparar la lujuria de la concupiscencia con el éxtasis del amor divino. Que Dios os perdone, hijo mío. ¿Cómo es posible que un hombre inteligente cometa un error tan infame?