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Quizá fuera el leve tono de desdén de mi superior lo que me indujo a hablar en aquellos momentos. O quizá fuera el hecho de saber que, al confesarse, uno debe revelar todos sus pensamientos y sentimientos.

– Padre, he pecado en mi amor por Johanna de Caussade -dije-. He pecado en mi ira y mi orgullo. Pero no estoy convencido de que lo que sentí en la colina tuviera un origen terrenal. No estoy convencido de que no fuera el amor de Dios.

– Estáis en un error, Bernard.

– Quizá. Y quizá no.

– ¿Es esto humildad? ¿Es esto arrepentimiento?

– ¿Pretendéis que niegue a Cristo?

– ¿Pretendéis que acepte esa blasfemia?

– Padre, he examinado mi alma…

– … Y habéis sucumbido a la vanidad.

En esos momentos, confieso que me enfurecí, por más que había prometido contener mi ira y renunciar a mi orgullo.

– No es vanidad -protesté.

– Os vanagloriáis de vuestra inteligencia.

– ¿Me consideráis incapaz de razonar? ¿Incapaz de distinguir entre una clase de amor y otra?

– Sí, porque estáis cegado por el orgullo.

– Padre -dije, tratando de conservar la calma-, ¿habéis experimentado alguna vez el amor divino?

– No tenéis derecho a hacerme esa pregunta.

– Me consta que jamás habéis conocido el amor de una mujer.

– ¡Silencio! -exclamó el prior enfurecido. Yo le había visto enfurecerse muy pocas veces, y jamás desde su nombramiento. Había cultivado la serenidad a lo largo de su vida, e incluso de joven había presentado un apacible semblante ante todo el mundo. En aquellos lejanos tiempos yo había tratado a menudo, instigado por un perverso afán, de burlarme de él y atormentarlo, pero con escaso éxito. No existía nadie capaz de alterar su pacífico estado de ánimo.

Y aunque éramos viejos, él seguía siendo el oblato lento, rollizo, sin ninguna experiencia del mundo, mientras que yo seguía siendo el graduado en disipación delgado y de reflejos rápidos.

– ¡Silencio! -repitió el prior-. ¡O haré que os azoten por vuestra insolencia!

– No pretendía ser insolente, padre, sino señalar que conozco el amor, tanto el profano como quizás el divino…

– ¡Callaos!

– Escuchadme, Hugues. No pretendo desafiar vuestra autoridad, os lo juro. Me conocéis bien, soy un hombre de mucho mundo, pero esto es diferente, he peleado con demonios…

– Estáis guiado por demonios. Rebosáis de orgullo y hacéis caso omiso de la voluntad de Dios. -El prior hablaba de forma atropellada, entrecortada, y se puso de pie para emitir su conclusio-. No veo ningún provecho en prolongar esta conversación. Practicaréis un ayuno de pan y agua, permaneceréis en silencio en el priorato y durante un mes os postraréis de rodillas durante capítulo, a menos que queráis ser expulsado. Si acudís de nuevo a mí, lo haréis de rodillas, pues en caso contrario no os recibiré. Que Dios se apiade de vuestra alma.

Así fue como perdí la amistad del prior. Yo no había comprendido, hasta ese momento, lo profundamente que su designación había incrementado su sentido de la dignidad. No había comprendido que al desafiar su autoridad, él había interpretado que yo menospreciaba sus dotes y ponía en tela de juicio su capacidad para desempeñar tan elevado cargo.

Posiblemente de haberlo comprendido no me hallaría en esta situación.

Transcurrió septiembre; comenzó la Cuaresma; el verano llegó a su fin. En el priorato celebramos la fiesta de San Miguel y la festividad de San Francisco. En las montañas, los pastores condujeron sus rebaños hacia el sur. En las viñas, los vendimiadores pisaron las uvas. El mundo continuaba tal como Dios ha previsto («Él hizo la luna para medir los tiempos y que el sol su ocaso conociese») mientras el padre Augustin se pudría poco a poco, sin haber sido vengado. Pues confieso, avergonzado, que yo no había avanzado un solo paso en el esclarecimiento de su asesinato.

Después de esforzarme durante varios días en mis pesquisas, logré recabar numerosos datos sobre Jordan Sicre y Maurand d´Alzen. Ya sabía que Jordan había sido trasladado a Lazet desde la guarnición de Puilarens. Nacido en Limoux, tenía allí una familia de la que apenas hablaba; sus camaradas creían que había roto con todos sus parientes. Estaba mejor adiestrado que muchos de nuestros familiares y tenía una espada corta que empleaba «con gran destreza». Antes de ser designado agente del Santo Oficio, Jordan había servido en la guarnición de la ciudad, y averigüé que su traslado se había llevado a cabo a instancias suyas. (El sueldo de un familiar es superior al de un sargento de la guarnición, y sus deberes son menos onerosos, si bien su posición es inferior.) Jordan vivía con otros cuatro familiares en una habitación situada sobre un comercio, propiedad de Raymond Donatus. No estaba casado. Rara vez asistía a la iglesia.

Éstos eran los datos que yo conocía. Pero después de hablar con los hombres que compartían la habitación con Jordan, y con los sargentos que habían trabajado con él en la guarnición de la ciudad -algunos de los cuales me habían acompañado a Casseras y se mostraron dispuestos a ayudarme-, averigüé más detalles sobre Jordan Sicre. Era un individuo terco y un tanto taciturno que detestaba la incompetencia. Le gustaba jugar a los dados y lo hacía a menudo, pero no contraía deudas. Hablaba como un entendido sobre la esquila y el pastoreo. Frecuentaba a rameras. Era respetado, pero no estimado; me aseguraron que no tenía amigos íntimos. Dedicaba buena parte de su tiempo libre a jugar a los dados con algunos compañeros aficionados al juego como él, todos ellos familiares o sargentos de la guarnición. Sus pertenencias (escasas) las compartía con el resto de ocupantes de su habitación. Tenía treinta años, más o menos, cuando se había ofrecido como voluntario para acompañar al padre Augustin en aquel fatídico viaje.

Maurand d´Alzen también se había ofrecido voluntariamente como escolta del padre Augustin. Era tres o cuatro años menor que Jordan, oriundo de Lazet y su padre trabajaba de herrero en el barrio de Saint Etienne. Había vivido con su familia, pero al parecer ésta no le echaba de menos. Al oír por primera vez su nombre en relación con la matanza, recordé haberle regañado a menudo por blasfemar y comportarse con excesiva violencia; en cierta ocasión, le habían acusado de partirle las costillas a un prisionero, aunque no se habían demostrado los cargos. (Existía una evidente antipatía entre Maurand y su supuesta víctima, pero el prisionero había muerto sin recobrar el conocimiento y nadie había presenciado la agresión.) Por consiguiente, yo tenía a Maurand por un joven agresivo de escasos méritos, una impresión confirmada por mis conversaciones con su familia, sus camaradas y la mujer que él calificaba como su «amante».

Esta desdichada joven, una prima pobre de Maurand, había trabajado para éste y su padre desde muy joven. A los dieciséis años había dado a luz al hijo ilegítimo de Maurand, un niño que ahora tenía tres años. La muchacha mostraba en su rostro y sus brazos las cicatrices de las «caricias» de su amante, que solía golpearla; al parecer, la joven había empezado a mantener relaciones carnales con Maurand poco después de cumplir trece años, cuando éste la había violado y le había arrebatado su virginidad. La chica le detestaba, no tanto por lo que le había hecho a ella sino a su hijito, que también era víctima de sus malos tratos. Había echado en varias ocasiones a su amante de casa, pero la familia de éste siempre la había acogido de nuevo.