Aunque la muchacha no me lo confesó, deduje, por su talante, que la muerte de Maurand no la había entristecido en absoluto.
Por lo visto, los otros parientes de Maurand también se habían vuelto contra él, debido a la frecuencia y violencia de sus arrebatos de cólera. Lo describieron como un joven perezoso, irrespetuoso y agresivo. Siempre andaba mal de dinero. Un tío le había acusado de robarle un cinturón y una capa, pero no había podido demostrarlo; no obstante, el padre de Maurand le había restituido esos objetos. Muchas de las vecinas con las que hablé se quejaron de los comentarios lascivos y ofensivos de Maurand. Curiosamente, éste solía asistir con regularidad a la iglesia, y los canónigos de Saint Etienne le consideraban «un joven simple, tosco pero piadoso». Con todo, me pregunté qué clase de individuos empleábamos en el Santo Oficio. Y decidí revisar, a la primera oportunidad, el sistema de contratación que utilizábamos. Estaba claro que no era una tarea que pudiéramos encomendar sólo a Pons.
Los familiares compañeros de Maurand se mostraron algo más generosos en sus opiniones sobre él. Le describieron como «jovial» y ensalzaron sus divertidas anécdotas. Era un joven corpulento y fuerte, que aunque no poseía la formación de un luchador, era capaz de derribar a otro de un puñetazo (aparte de arrojarle una mesa, un palo o un casco que tuviera a mano). Reconocieron que tenía mal genio y que jamás devolvía el dinero que le prestaban. Por ese motivo, ninguno le había prestado dinero dos veces.
– Como no tenía dinero para frecuentar a prostitutas -me contaron-, siempre andaba metido en problemas con mujeres. Era tan alto y fuerte, que algunas estaban más que dispuestas a irse con él. Pero la mayoría le tenían miedo.
– ¿Dónde pasaba su tiempo libre? -inquirí-. ¿Adonde iba cuando no estaba trabajando, o en casa?
– Al mesón del mercado. La mayoría de nosotros vamos allí.
– Claro. -Yo había visto a grupos de sargentos sentados junto a la puerta de ese establecimiento, escupiendo a los jóvenes y haciendo gestos obscenos a las muchachas-. ¿Tenía amigos allí? Aparte de vosotros.
Me facilitaron una larga lista de nombres, tan larga que tuve que anotarla en un papel. Por lo visto, Maurand era conocido (y sin duda aborrecido) por la mitad de la población de Lazet. Aunque ninguno de los nombres correspondía a parientes o conocidos de Bernard de Pibraux, reconocí el nombre de Matthieu Martin, el yerno de Aimery Ribaudin. Y como recordaréis, Aimery Ribaudin era una de las seis personas sospechosas de haber sobornado al padre Jacques.
– ¿Aimery Ribaudin? -exclamó el senescal cuando le consulté sobre el asunto-. ¡Imposible!
– El padre Augustin había interrogado a sus amigos y parientes -contesté-. Si Aimery estaba enterado de ello, tenía motivos para asesinar al padre Augustin.
– Pero ¿cómo es posible que Aimery fuera un hereje? ¡Con el dineral que dona a la iglesia de Saint Polycarpe!
Ciertamente, la acusación contra Aimery carecía de pruebas. Unos ocho años antes, un tejedor había sido acusado de llevar a un perfecto junto al lecho de muerte de su esposa, para que la convirtiera en hereje con el consolamentum. Un testigo que había sido interrogado sobre ese episodio recordaba haber visto a Aimery hablar con el acusado dos o tres años después de la muerte de la esposa de éste (entretanto, el tejedor había abandonado la aldea de su familia para mudarse a Lazet) y entregar al acusado un dinero.
No obstante, no quería facilitar al senescal esos datos, que no eran del dominio público.
– Estamos investigando a Aimery Ribaudin -dije con firmeza, a lo que Roger negó con la cabeza y masculló que de haber sido él Aimery, se habría visto tentado de asesinar al padre Augustin él mismo. Por fortuna para Roger, decidí pasar por alto su comentario. Le informé sobre la acusación de Grimaud contra Pierre de Pibraux, y la hostería de Crieux-. No he hablado aún con el amigo de Grimaud, Barthelemy, ni con el mesonero -dije para concluir-, pero lo haré antes de que los tres amigos de Bernard de Pibraux lleguen a Lazet. Les mandé una citación hace unos días. Ya entonces tenía mis sospechas.
– ¡A fe que el caso promete!
– Quizá. Como he dicho, Grimaud no es de fiar.
– Pero yo conozco al padre de Bernard de Pibraux -me reveló el senescal, y se levantó y se paseó por la habitación. (Yo había decidido entrevistarme con él en la sede del Santo Oficio, porque dudaba de la privacidad que ofrecía el Castillo Condal)-. Lo conozco bien, y tiene mal genio. Como todos los miembros de esa familia. ¡Por todos los santos, quizá sean ellos los culpables, padre!
– Quizá.
– En tal caso, serán juzgados y condenados. ¡Y el rey dejará de atosigarme con este asunto!
– Quizá. -Deduzco que me expresé con tono apático, pues en aquellos días seguían atormentándome ciertas cuestiones espirituales suscitadas por mi visita a Casseras y apenas dormía por las noches. El senescal me miró extrañado.
– Supuse que mostraríais mayor entusiasmo -observó-. ¿Os sentís indispuesto, padre?
– ¿Yo? No.
– Parecéis… Tenéis mal color.
– Estoy ayunando.
– Ah.
– Y he tenido mucho trabajo.
– Escuchad. -El senescal volvió a sentarse, se inclinó hacia adelante y apoyó ambas manos sobre mis rodillas. Tenía las mejillas arreboladas y deduje que, al tener nuestra presa casi a nuestro alcance (según parecía), se habían despertado sus instintos de cazador-. Dejad que hable con ese tal Barthelemy. Si comprobamos que dice la verdad, iré a Pibraux y averiguaré qué hacían Pierre y su familia el día del asesinato del padre Augustin. De camino podría detenerme en Crieux para hablar con el mesonero. De ese modo os quitaré un peso de encima. ¿Qué os parece?
Yo guardé silencio durante un rato. Analicé su oferta, y la supuesta conversación que había mantenido Pierre en la hostería. Por fin dije:
– No hay ningún indicio de que Pierre y su sobrino mataran al padre Augustin con sus propias manos. Si habían contratado a unos mercenarios, lo más probable es que todos estuvieran seguros en Pibraux el día del crimen.
El senescal me miró desalentado.
– Pero es posible que Barthelemy no se diera cuenta de eso -proseguí pensando con concentración-. Si vais a verle y le explicáis lo que os proponéis hacer en Pibraux, y le advertís de las penalidades en las que incurren quienes levantan falso testimonio, lo asustaréis y obligaréis a confesar que ha mentido, suponiendo que os mienta. Decidle que si Pierre se hallaba en Pibraux el día del asesinato, sabréis que alguien ha estado mintiendo…
– ¡Y si insiste en su historia, lo más seguro es que diga la verdad! -dijo Roger, terminando la frase. Acto seguido me dio una palmada en la rodilla, con tal vehemencia que casi me la partió-. ¡Tenéis una mente brillante, padre! ¡Sois astuto como un zorro!
– Muchas gracias.
– Iré a ver a Barthelemy de inmediato. Y si sus explicaciones me satisfacen, esta tarde partiré a caballo para Pibraux. ¡Os aseguro que si consiguiera quitarme este peso de encima, respiraría aliviado! Y vos también, padre, por supuesto -se apresuró a añadir el senescal-. Una vez que los asesinos hayan recibido su castigo, podréis descansar en paz.
Me avergonzó que todos creyeran que yo sufría a causa de la muerte del padre Augustin, cuando lo cierto era que mis noches en vela se debían a unas cuestiones que no tenían nada que ver en ello. Me avergonzó que pensaran que atesoraba el recuerdo del padre Augustin más de lo que lo atesoraba en realidad. Por tanto, cuando el senescal se marchó, reanudé mis tareas con renovado empeño. Esa tarde tenía prevista una entrevista con el suegro de Raymond Maury (el cual, como sin duda recordaréis, era un próspero peletero); con ayuda de Raymond Donatus, interrogué a ese hombre sobre las opiniones supuestamente heréticas de su yerno, y puesto que sus respuestas no me satisfacieran, volví a interrogarle. Basándome en unas declaraciones obtenidas de varios otros testigos por el padre Augustin, señalé al peletero que en algunos casos contradecían lo que él afirmaba. Los testigos habían asegurado que éste había estado presente durante un episodio del que él negó estar informado. Afirmaron que había dicho: «¡Mi yerno es un maldito hereje!». ¿Cómo podía negar su complicidad, cuando todo estaba más claro que el agua?