Выбрать главу

Os aseguro que me mostré implacable. Por fin, después de una larga y agotadora entrevista, el peletero capituló. Confesó que había tratado de proteger a Raymond Maury. Me suplicó, sollozando, que le perdonara. Le dije que le perdonaba de corazón, pero que debía ser castigado por sus pecados. La sentencia sería emitida durante el próximo auto de fe, y aunque consultaríamos con diversas autoridades en la materia, el castigo por el delito de ocultar a un hereje consistía en oración, ayuno, flagelación y peregrinación.

El peletero no cesaba de llorar.

– Claro está -le dije-, que si averiguamos, por el testimonio de otros testigos, que compartíais las creencias de Raymond…

– ¡Eso no, padre!

– Un hereje arrepentido es tratado con misericordia. Un hereje impenitente, no.

– No soy un hereje, padre. ¡Os lo juro! Yo jamás, jamás… ¡Soy un buen católico! ¡Amo a la Iglesia!

Al no descubrir nada que indicara lo contrario, le creí; con el tiempo un inquisidor de la depravación herética desarrolla un olfato para detectar mentiras. Aunque la verdad esté oculta, la hueles, como un cerdo huele las trufas que están bajo tierra. Por lo demás, el peletero había jurado decir la verdad pura y simple, y los cataros se niegan a pronunciar un juramento.

No obstante, seguí fingiendo que sospechaba de él, pues tenía la impresión de que el padre Jacques había recibido una suculenta recompensa por no encausar a Raymond Maury, y en tal caso, el pago con toda probabilidad había provenido del suegro de Raymond.

Sea como fuere, decidí continuar basándome en esa suposición.

– ¿Cómo voy a creeros cuando persistís en ocultarme datos? -pregunté.

– ¡No es cierto! ¡Jamás!

– ¿Jamás? ¿Qué me decís del dinero que pagasteis para impedir que vuestro yerno fuera castigado?

El peletero me miró con los ojos nublados de lágrimas. Palideció poco a poco. Observé cómo se movía su nuez al tragar saliva.

– Ah -respondió débilmente-. Lo había olvidado…

– ¿Que lo habíais olvidado?

– ¡De eso hace mucho! ¡Él me pidió el dinero!

– ¿Quién? ¿El padre Jacques?

– ¿El padre Jacques? -repitió el peletero atónito-. No. Mi yerno. Me lo pidió Raymond.

– ¿Cuánto dinero os pidió?

– Cincuenta livres tournois.

– ¿Y se las disteis?

– Quiero mucho a mi hija, es mi única hija, haría cualquiera cosa por…

– ¿Incluso matar por ella? -pregunté. El peletero me miró con una confusión tan patente, tan acongojado y ebrio, pero no de vino, que por poco solté una carcajada-. Algunos afirman -dije falsamente- que cuando el padre Augustin empezó a perseguir a Raymond, vos contratasteis a unos asesinos para que lo mataran.

– ¿Yo? -chilló el hombre, enfurecido-: ¿ Quién dice eso? -preguntó-. ¡Es mentira! ¡Yo no maté al inquisidor!

– Si lo hicisteis, os aconsejo que confeséis ahora. Porque os aseguro que acabaré descubriendo la verdad.

– ¡No! -gritó-. ¡Os he dicho que mentí! ¡Os he dicho que pagué un dinero! ¡Os lo he dicho todo! ¡Pero no maté al inquisidor!

Pese a mis esfuerzos, no conseguí persuadir al peletero de que se retractara de su declaración. Sólo habría conseguido obligarle a cambiar de opinión torturándole, y no deseaba emplear esos métodos. La resistencia de una persona tiene cierto límite, pasado el cual confiesa lo que sea, y yo nunca había creído que el suegro de Raymond Maury fuera el culpable del asesinato del padre Augustin. Como es natural, estaba decidido a comprobar si su declaración era cierta. Estaba decidido a citar a muchos de los testigos que había entrevistado el padre Augustin, e indagar en los hábitos, gastos y amigos recientes del peletero. Pero no esperaba descubrir que hubiera frecuentado el mesón del mercado, ni que hubiera jugado a los dados con Jordan Sicre. No esperaba descubrir que hubiera sobornado a los mozos de cuadra del obispo.

Quería sólo eliminarlo de mi lista de sospechosos.

De modo que le dije que podía retirarse, di las gracias a mis testigos «imparciales» (los susodichos hermanos Simón y Berengar), y concluí el interrogatorio. Luego hablé con Raymond Donatus en un aparte para ordenarle que redactara el protocolo del caso. Raymond se mostró deseoso de expresar sus opiniones sobre el peletero, a quien consideraba «culpable casi con toda certeza del asesinato del padre Augustin». Pero no dijo nada sobre el padre Jacques.

Me sorprendió que fuera capaz de resistir la tentación. Hasta tal punto que yo mismo planteé el tema.

– Supongo que sabéis que el padre Augustin estaba investigando la virtud de su predecesor -comenté.

– Sí, padre.

– ¿Os habéis formado alguna opinión sobre la justicia de esa investigación?

– Yo… no soy quién para opinar al respecto.

Como supondréis, esa respuesta tan impropia de Donatus me divirtió.

– Pero amigo mío -observé-, nunca habéis guardado silencio anteriormente.

– Éste es un asunto muy delicado.

– Cierto.

– Y el padre Augustin me pidió que no dijera nada.

– Comprendo.

– Y si pensáis que yo estoy implicado, ¡os aseguro que no lo estoy! -exclamó el notario, sobresaltándome-. ¡El padre Augustin estaba convencido de ello! Me interrogó en varias ocasiones…

– Hijo mío…

– … Y yo le dije que me fiaba del padre Jacques, que no me correspondía a mí mantener una lista de todas las personas citadas en los centenares de inquisiciones…

– Por favor, Raymond, no os estoy acusando.

– Si hubiera sospechado de mí, padre, me habría despedido… ¡o algo peor!

– Lo sé. Por supuesto. Calmaos.-Habría dicho más, de no haberme interrumpido en aquel momento un familiar que me entregó una carta sellada del obispo Anselm. El funcionario portaba también un mensaje verbal del senescal, que me refirió palabra por palabra. Al parecer, era cierto que Barthelemy se había encontrado con Pierre de Pibraux en Crieux, pero no había oído nada siniestro o sospechoso.

– El obispo Anselm me ha encargado que os diga, padre, que vuestro ardid ha dado resultado -declaró el familiar.

– Gracias, sargento.

– Y también me ha encargado que os diga que ha muerto otro prisionero. Un niño de corta edad. El carcelero desea hablar con vos.

– ¡Que Dios se apiade de nosotros! Muy bien.

– También debo informaros de que los familiares no han cobrado sus estipendios este mes. Ya sabemos que habéis estado muy atareado…

– Bien, sargento, me ocuparé del asunto. Pedid a vuestros camaradas disculpas en mi nombre y decidles que mañana mismo iré a ver al administrador real de confiscaciones. Como decís, he estado muy atareado.

Unas noticias alentadoras, ¿verdad? No es de extrañar que no hallara consuelo alguno en la vida, agobiado como estaba por las dudas y la sensación de fracaso y frustración. Pero aún no había recibido el golpe de gracia. Pues cuando abrí la carta del obispo, hallé adjunta una misiva del inquisidor de Francia.

Ya habían designado a mi nuevo superior, el cual era nada menos que Pierre-Julien Fauré.