Viene en las nubes del cielo
Supongo que conocéis a Pierre-Julien Fauré. Supongo que lo conocisteis cuando estuvo en París, pues es un hombre que llama la atención, ¿no es cierto? Mejor dicho, obliga a uno a fijarse en él. Es, y siempre ha sido, un hombre ruidoso. Lo afirmo porque lo conozco desde hace mucho tiempo, ya que es oriundo de esta región.
Nos conocimos cuando yo era aún un predicador ordinario, antes de que mis superiores me animaran a asumir, de nuevo, el papel de estudiante con el fin de convertirme en un lector de gran fama e influencia. (¿No os parece risible?) Durante mis viajes con el padre Dominic, pasé por Toulouse y me detuve para conocer la casa provincial de estudios, donde Pierre-Julien había residido tan sólo por espacio de un año. En aquel entonces él era un joven macilento enamorado de santo Tomás de Aquino, cuya Summa había memorizado en su totalidad. Creo que fue esa hazaña, más que su brillante oratoria o su profunda perspicacia, lo que le recomendó a sus maestros, pues cuando asistí a una de sus disertaciones allí, me impresionó la extraordinaria necedad de sus preguntas.
En aquella época no dediqué mucho tiempo a reflexionar sobre el carácter de Pierre-Julien Fauré, quien me parecía un muchacho de escaso relieve, pálido y enfermizo a causa de su estudiosa vida (al menos eso creía, aunque ahora sé que es pálido por naturaleza), poseído por un entusiasmo que de algún modo me repelía, y una voz que se hacía estridente si no se le prestaba atención. Sólo hablamos en una ocasión: me preguntó si me costaba resistir las tentaciones del mundo, ahora que me movía con libertad entre ellas.
– No -respondí, dado que aún no había conocido a la joven viuda, a la que me he referido antes, cuyos encantos me llevaron a romper mis votos.
– ¿Tenéis trato con muchas mujeres? -preguntó Pierre-Julien.
– Sí.
– Debe de ser muy duro.
– ¿Eso creéis? ¿Por qué?
Claro está que yo sabía a la perfección lo que Pierre-Julien quería insinuar, pero sentí cierta satisfacción al verle sonrojarse, titubear y guardar silencio. Yo era en muchos aspectos un joven malicioso, y a menudo me comportaba de un modo cruel; pero en este caso, fui castigado por mi arrogancia. ¿Qué mayor castigo que ser el vicario de un hombre al que había menospreciado años atrás, un hombre que ha alcanzado unas metas infinitamente más elevadas de las que yo alcanzaré jamás, aunque posee una inteligencia muy inferior a la mía?
El caso es que nos separamos y no volví a verlo hasta que ambos estudiábamos en la Escuela General de Montpellier. Allí nos movíamos en distintos círculos; deduje que Pierre-Julien tenía que esforzarse (mientras que yo me encumbraba), pero que se había hecho con una fuente de chismorreos gracias a la cual era muy popular entre aquellos a quienes interesaban los debates de París o la política de la corte papal. En aquella época engordó unos kilos, aunque empezó a perder el pelo. En cierta ocasión le «destrocé» durante una disputa informal, pues la postura de Pierre-Julien era insostenible y sus dotes retóricas dejaban mucho que desear; no obstante, tuve que lamentar de nuevo la vehemencia con que desmonté sus argumentos. La maldad siempre acaba pasándote factura.
No supe nada sobre su carrera hasta que empecé a encontrarme con él en los capítulos provinciales, a partir de 1310 más o menos. En aquella época era prior; yo, predicador general y maestro de estudiantes (aunque, gracias a Dios, no en su priorato). Era evidente que discrepábamos en numerosas cuestiones, entre ellas las obras de Durand de Saint Pourcain, las cuales, como sin duda recordaréis, no estaban totalmente prohibidas en las escuelas, sino permitidas siempre y cuando contuvieran unas glosas pertinentes. Creo que Pierre-Julien habría preferido que sus estudiantes hubieran leído tan sólo a Pierre Lombard y al Doctor Angélico. Se burlaba de mí, con un tono paternalista ofensivo, por poseer «un intelecto indisciplinado».
Me temo que no sentíamos un mutuo afecto fraternal.
Han transcurrido varios años desde mi última aparición en un capítulo provincial, debido a mi trabajo en el Santo Oficio, y, para decirlo con franqueza, el provincial no siente una gran simpatía por mí. Pero debido a la correspondencia que mantengo con otros hermanos estoy informado sobre los progresos de Pierre-Julien. Averigüé que impartía clases en París, tras lo cual se trasladó a Avignon, donde era muy apreciado en la corte papal. Averigüé que le habían enviado para ayudar a Michael le Moine, el inquisidor de la depravación herética en Marsella, con la misión de persuadir a los contumaces franciscanos de Narbona para que rectificaran. Y ahora, tras haberse distinguido en la sagrada labor de extirpar la herejía, ha sido nombrado inquisidor de Lazet, «en lugar del padre Augustin Duese».
Confieso que me eché a reír cuando reparé en la forma como el obispo lo había expuesto, pues es imposible considerar a Pierre-Julien un «sustituto» del padre Augustin. Son completamente distintos. Y si no alcanzáis a advertir esas diferencias (tal vez por no haber conocido bien a ninguno de los dos hombres), permitidme que os refiera las actividades de mi nuevo superior durante los dos primeros días tras ocupar su cargo.
Llegó más o menos tres semanas después de que me notificaran su nombramiento, pero le precedieron varias misivas que me avisaron de la fecha prevista de su llegada. Tras fijar la fecha, Pierre-Julien la modificó dos veces, tras lo cual volvió a cambiarla por la fecha inicial tres días antes de llegar. (De haber residido en París, en lugar de Avignon, yo habría tenido que aguardar más tiempo.) Como es natural, esperaba ser recibido con la solemnidad acostumbrada (de la que el padre Augustin había prescindido), por lo que estuve muy atareado consultando sobre la organización de los actos al obispo, el senescal, el prior, los canónigos de Saint Polycarpe, los cónsules…
Como sabéis, en estos asuntos es preciso consultar a numerosas personas. El nuevo inquisidor deseaba que le recibiera un grupo de altos funcionarios a las puertas de la ciudad; luego, acompañado por un destacamento de soldados y una banda de músicos, se encaminaría hacia Saint Polycarpe, donde ofrecería a toda la población de Lazet un sermón acerca de «la extensa y fértil viña de Dios, plantada por la mano del Señor, redimida por su sangre, regada con su palabra, propagada por su gracia y fecundada por su espíritu». Después de que buena parte de la multitud se hubiera dispersado, saludaría a los cabecillas de la ciudad uno por uno, a fin de «conocerlos como todo buen pastor conoce las mejores ovejas de su rebaño».
Cabe imaginar, al leer estas instrucciones, que Pierre-Julien consideraba el nombramiento de inquisidor un cargo muy elevado en la jerarquía de los ángeles. Desde luego, cuando llegó esta impresión fue confirmada por el aire paternalista con que bendijo a todo el mundo salvo al obispo, que recibió un cálido y reverente beso. (Me consta que al senescal no le entusiasmó el talante de Pierre-Julien.) Me satisfizo observar que mi viejo amigo ya no necesitaba una navaja para arreglarse la tonsura; estaba casi calvo del todo, salvo unos pocos pelos adheridos al cuero cabelludo alrededor de las orejas. Por lo demás, apenas había cambiado: seguía siendo ruidoso, vehemente, propenso a sudar y pálido como la grasa cuajada. Al verme se limitó a saludarme con una inclinación de cabeza, pero yo no esperaba otra cosa de él. Si me hubiera besado, me habría producido náuseas.
No os aburriré con una descripción exhaustiva de su recepción, pero os diré que, tal como yo había previsto, la translatio de las viñas del Señor se prolongó hasta los límites de lo insoportable, pues se hizo más extensa incluso que las propias viñas. Se refirió a nosotros como «uvas», a nuestras ciudades como «racimos», a nuestras dudas como «gusanos infiltrados en las uvas». Habló de «atrapar a los zorros en la viña». Se refirió al Apocalipsis como el acto de «pisotear las uvas» y al Juicio Final como «la degustación del vino». (Una parte del vino, según dijo, podía ser ingerida por Dios, y la otra expectorada.) Confieso que al término de su sermón apenas pude contener la risa, y tuve que fingir sentirme muy conmovido, simulando que mis bufidos y lágrimas eran prueba de mi emoción en lugar de la reprimida hilaridad. Con todo, creo que no logré convencer a Pierre-Julien. Deduzco que no me consideraba una de las uvas más jugosas del mundo.