No obstante, cuando por fin hablamos (lo cual sucedió el segundo día, después de que Pierre-Julien hubiera conversado en privado con el obispo, el senescal, el prior, el tesorero real y el administrador real de confiscaciones), me saludó con un talante cordial, como uno saludaría a un hermano lego estimado, si bien un tanto rebelde y estúpido.
– Hijo mío -dijo-, ¡cuánto tiempo sin vernos! Tenéis un aspecto excelente. Está claro que la vida aquí os sienta bien.
Aunque se abstuvo de añadir «en los límites de la civilización», su intención era evidente.
– Hasta ahora sí -respondí-, aunque no puedo adivinar qué ocurrirá en el futuro.
– Por más que este lugar parece dejado de la mano de Dios -prosiguió Pierre-Julien, dejando a un lado las frases amables-. ¡Qué infamia! Rompí a llorar cuando me enteré de la horrible suerte del padre Augustin. Pensé: «Satanás también habita entre ellos». Jamás imaginé que me pedirían que me levantara y limpiara yo mismo a los leprosos.
– Aquí no somos todos leprosos -respondí indignado por dentro-. Algunos seguimos observando los estatutos del Señor.
– Por supuesto. Pero es un profundo lodazal, ¿no es cierto? Las aguas se desbordan. Me han dicho que la prisión está atestada, y que aún no habéis capturado a los agresores del padre Augustin.
– Como podéis imaginar, hermano, he tenido un trabajo ingente…
– Sí. Y yo he venido a ayudaros. Habladme de los resultados de la investigación hasta el momento. ¿Habéis hecho progresos?
Le aseguré que sí. Describí la muerte del padre Augustin, evitando extenderme en el tema de Johanna y sus amigas, a quienes me limité a calificar de «piadosas y humildes»; describí la investigación del preboste, la investigación del senescal y mi visita a Casseras (con algunas importantes omisiones); describí mi lista de sospechosos y mis intentos por determinar su grado de culpabilidad. Asimismo, expuse mi teoría sobre un familiar traidor, al que todavía no había logrado identificar.
– Tanto Jordan como Maurand podrían ser culpables -dije-. Jordan, porque era aficionado al juego, un mercenario profesional y un hombre muy eficiente; Maurand, porque era un hombre violento y depravado.
– Pero ¿por qué creéis que alguien traicionó al padre Augustin?
– Porque desmembraron sus cuerpos y diseminaron los pedazos. Todo indica que el propósito de esa extraña acción era ocultar la ausencia de un cadáver.
– Pero habéis dicho que la mayoría de los restos fueron hallados en el camino.
– Y así fue. Pero varias cabezas, que eran los miembros más distintivos, fueron transportadas…
– Describidme ese lugar. Habéis dicho que la matanza tuvo lugar en un claro, ¿no es así?
– Parecido a un claro.
– ¿Y lo atraviesa el camino?
– Creo que es más apropiado utilizar el término «sendero».
– ¿Otros caminos cruzan ese sendero, cuando alcanza el claro?
Extrañado por su pregunta, reflexioné unos momentos antes de responder.
– Según recuerdo, allí convergen varios caminos de cabras.
– ¡Ah! -exclamó Pierre-Julien, alzando las manos-. ¡Está claro! Es una encrucijada.
– ¿Una encrucijada? -repetí, perplejo.
– ¿No comprendéis la importancia de una encrucijada?
– ¿La importancia?
– Acercaos. -Pierre-julien se levantó del lecho. Nos encontrábamos en su celda, que estaba atestada de sus pertenencias, en su mayoría libros. Poseía muchos libros, junto con dos o tres instrumentos astronómicos, una colección de ungüentos en unos frasquitos, un altar portátil, un relicario engastado con gemas y una caja de madera tallada llena de cartas. De entre esos bienes terrenales sacó un pequeño tomo, que sostuvo con delicadeza, como temiendo que estallara en llamas-. Observad -dijo. Supongo que no conocéis esta obra. Se titula El libro de los oficios de los espíritus, y deriva de El testamento de Salomón, ese antiguo y místico texto. Dado que es peligroso en muchos aspectos, sólo circula entre hombres eruditos cuya fe es inalterable.
Estuve a punto de preguntar: «¿Entonces cómo es que llegó a vuestras manos?», pero me abstuve. Confieso que me sentí intrigado por ese pequeño y peligroso tomo.
– Versa sobre las huestes del infierno -prosiguió Pierre-Julien-:. En él hallaréis a todos los ángeles malignos, sus nombres, sus manifestaciones y sus artes. Mirad esta página, por ejemplo: «Berith posee tres nombres. Algunos lo llaman Beal; los judíos, Berith; los nigromantes, Bolfry; aparece cual un soldado rojo, ataviado de rojo y montado en un caballo rojo. Responde a cuestiones del pasado, el presente y el futuro. También es un embustero, que transforma todos los metales en oro».
– Mostrádmelo -dije, alargando la mano. Pero Pierre-Julien no me quiso entregar el libro.
– Claro está, éstos sólo son los demonios principales -dijo-. Demonios como Purson, Leraie, Glasya, Labolas, Malfas, Shax, Focalor, Sitrael y otros. Muchos mandan sobre regimientos de demonios anónimos inferiores a ellos.
– Dejadme ver el libro, hermano, os lo ruego.
Pero Pierre-Julien se negó de nuevo a entregármelo.
– Como podéis imaginar, este tipo de conocimientos son peligrosos -afirmó Pierre-Julien-. Pero el libro contiene también unas fórmulas para conjurar e invocar a los demonios citados en él. Unos ritos para obtener poder.
– ¡No! -Yo había oído hablar de esos textos, pero nunca había contemplado uno. Siempre había sospechado que existían sólo en la febril imaginación de la senilidad-. ¡De modo que es un libro mágico!
– Así es. Si consultáis las fórmulas de invocación, leeréis lo siguiente: para conjurar a los cinco demonios llamados Sitrael, Malantha, Thamaor, Falaur y Sitrami, después de que uno se haya preparado mediante un casto ayuno y oraciones, debe fumigar, asperjar y consagrar los cuchillos con el mango negro y el mango blanco…
– Hermano…
– Un momento, por favor. A continuación, después de que uno se haya preparado de varias formas, debe llevar una gallina negra y virgen a un cruce de caminos a medianoche, despedazarla y diseminar los pedazos, mientras recita: «Yo os conjuro, invoco y ordeno, Sitrael, Malantha, Thamaor, Falaur y Sitrami, demonios infernales, en el nombre del poder y la dignidad del Dios Omnipotente e Inmortal…
– ¿Pretendéis decir…?
– … aunque, por supuesto, en el caso de la muerte del padre Augustin, los conjuradores, dado que herejes, habrían empleado el nombre de una de sus infames deidades…
– ¿Habláis en serio, hermano? -Apenas daba crédito a mis oídos-. ¿Pretendéis decirme que el padre Augustin fue sacrificado para invocar a unos demonios?
– Es muy probable.
– ¡Pero él no era una gallina virgen!
– Cierto. Pero si examináis este tipo de libros, comprobaréis que a menudo sacrifican a seres humanos. Y si habéis oído hablar del proceso contra Guichard, el obispo de Troyes -aunque quizá no sea el caso, pero os aseguro que cuando estuve en París consulté las actas de los testigos citados por el inquisidor de Francia-, pues bien, si habéis oído hablar de ese lamentable asunto, sin duda sabréis que cuando Guichard y el fraile Jean le Fay leyeron un pasaje de su libro de encantamientos, apareció una forma semejante a un monje negro dotado de cuernos, y cuando Guichard le pidió que hiciera las paces con la reina Juana, el demonio le exigió a cambio que le entregara uno de sus miembros.