Os aseguro que lo miré boquiabierto. Por supuesto que recordaba el proceso de Guichard, que tuvo lugar hace diez años. Recordaba las historias de las infamias de Guichard: que era hijo de un íncubo, que guardaba un demonio particular en un frasco, que había envenenado a la reina Juana con una mezcla de víboras, escorpiones, sapos y arañas. Y recuerdo que en aquel entonces pensé que si esas historias no estaban distorsionadas por la distancia, eran demasiado monstruosas para tomarlas a risa. Hace diez años todo el mundo hablaba sobre las iniquidades de los templarios, ¿lo recordáis? Acusaron a los templarios de adorar a Satanás con actos de blasfemia y sodomía, de asesinar a niños de corta edad e invocar a demonios. No puedo confirmar si esas acusaciones eran ciertas. En aquella época yo no era un inquisidor de la depravación herética, de lo que doy gracias al cielo, y ahora sé lo fácil que es arrancar una confesión con carbones encendidos. También sé que muchos templarios se retractaron de sus confesiones, hechas bajo tormento, y murieron en la hoguera afirmando su inocencia. Pero supongo que habréis sacado vuestras propias conclusiones sobre las actividades de la orden de los templarios en Francia, de modo que no abundaré en el tema. Baste decir que cuando oí los cargos contra el obispo Guichard, me pregunté si no habrían utilizado ciertas personas el temor a las fuerzas demoníacas, muy extendido en aquella época, para destruir su reputación. Y creo que yo tenía motivos para pensar así, ¿pues no lo pusieron en libertad hace cuatro años y lo enviaron como obispo sufragáneo a Alemania? Lo cual ocurrió, según creo recordar, a raíz de que unos testigos, antes hostiles a él, declararan en sus lechos de muerte que Guichard era inocente.
No pretendo negar la existencia de demonios, ni de los nigromantes que tratan de invocarlos de los abismos. Santo Tomás de Aquino ha señalado que cuando un mago invoca a un demonio, el demonio no está dominado por éste; aunque parezca someterse a los deseos del conjurador, lo cierto es que hace que se hunda más hondo en el pecado. Pero si Guichard era culpable de ese pecado, ¿por qué lo han nombrado obispo sufragáneo, con la bendición del Santo Padre?
Me costaba creer que Pierre-Julien utilizara el ejemplo del obispo Guichard en serio. Quizá porque yo recordaba el célebre ataque emprendido contra el papa Bonifacio VIII, instigado por las mismas fuerzas que habían perseguido al obispo Guichard y a los templarios: las fuerzas del rey Felipe. Sin duda recordáis lo violentamente enfrentados que estaban el rey y el papa Bonifacio. Quizá no sea de extrañar que después de la muerte del Santo Padre, el rey lo acusara de toda suerte de prácticas heréticas y diabólicas. De hecho recuerdo que también acusaron a Bonifacio de albergar a un demonio particular, que según dicen había conjurado matando un gallo y arrojando su sangre al fuego. Quizás había empleado, al igual que Guichard, un libro semejante al que sostenía Pierre-Julien. Pero si era culpable, ¿por qué se suspendió de improviso el proceso contra él, cuando el papa Clemente (que en paz descanse) accedió por fin a las exigencias del rey en relación con ciertas bulas aprobadas por el susodicho Bonifacio?
Sé que soy suspicaz e irreverente. El provincial solía decírmelo a menudo, cuando discutíamos sobre esta cuestión. Pero creo que otros comparten mis dudas. Sé que otros se cuestionan los motivos del rey para haber perseguido al papa Bonifacio y al obispo Guichard.
Pero estaba claro que Pierre-Julien no se contaba entre ellos.
– Pensaba que nunca se probaron los cargos contra el obispo Guichard -dije.
– ¡Por supuesto que se probaron! ¡Fue encarcelado!
– Pero sus acusadores se retractaron.
Pierre-Julien hizo un gesto de desdén.
– La misericordia concedida a un pecador no lo hace menos pecador, como sabéis. En cuanto al padre Augustin, creo que ciertos brotes de depravación, en su afán de servir al diablo y negar la verdad de Dios, quizás lo han hecho sacrificando a uno de los defensores más celosos del Señor de una forma destinada a conjurar a todas las huestes del infierno.
– Hermano…
– Cuando me informaron del asesinato, pensé que quizá fuera un acto de brujería. Así se lo dije al Santo Padre, el cual se mostró muy preocupado.
– ¿Ah, sí? -Me costaba creerlo. Yo me habría reído a carcajadas-. ¿Por qué?
Pierre-Julien me miró con aire condescendiente, como si se compadeciera de mí. Luego apoyó una mano en mi brazo y me obligó a sentarme en la cama, junto a él.
– Aquí en Lazet estáis muy alejado de Avignon -dijo para consolarme-. Es lógico que no estéis informado del último ataque contra la cristiandad. Me refiero a la mortífera peste de sortilegios, adivinaciones e invocación de demonios. ¿Sabéis que el Santo Padre ha nombrado una comisión para que investigue la brujería que existe en su propia corte?
Yo negué con la cabeza, estupefacto.
– Os aseguro que es cierto. El Santo Padre, temeroso de esta pestífera asociación de hombres y ángeles malignos, se ha visto obligado a emplear una piel de culebra mágica para detectar la presencia de veneno en su comida y bebida.
– Pero sin duda… -Os juro que no sabía qué decir-. Sin duda el Santo Padre no caerá en el mismo pecado…
– Hijo mío, ¿ignoráis las conspiraciones que se tramaron en el pasado contra el papa Juan? ¿No sabéis que el obispo Hugh Geraud de Cahors y sus compinches trataron de asesinar el año pasado al Santo Padre?
– Sí, desde luego, pero…
– Compraron a un judío tres figuritas de cera, a las que agregaron tres tiras de pergamino que ostentaban los nombres del Papa y dos de sus más leales seguidores. Luego ocultaron las figuritas, junto con un veneno que obtuvieron en Toulouse, en una hogaza que enviaron a Avignon.
– ¿De veras? -Aunque había oído hablar del complot, no sabía nada sobre las figuritas de cera-. ¿Las habéis visto?
– ¿Qué?
– Las figuritas.
– No. Pero he hablado con personas que las han visto.
– Ya.
Confundido, guardé silencio. Por lo visto existía una campaña de la que yo no sabía nada. Claro está que la nigromancia no pertenece al ámbito de un inquisidor de la depravación herética, por lo que no tenía por qué estar enterado de ella. No obstante, sentí por primera vez que había perdido contacto con el mundo. Me sentí como un campesino de las montañas que se enfrenta a un ejército invasor para el que no está preparado.
– Creo que deberíais leer esto -me recomendó Pierre-
Julien, entregándome por fin El libro de los oficios de los espíritus-. También poseo otro libro que debéis leer, titulado Lemegeton. Utilizadlos como manuales para detectar a brujos y adivinos. Armado con estos conocimientos, estaréis mejor preparado para derrotar a las fuerzas del mal.
– Pero no me corresponde a mí investigar a magos. No estoy obligado a hacerlo.
– Quizá lo estéis dentro de poco -observó Pierre-Julien-, si el Santo Padre se sale con la suya. Por otra parte, ¿no estáis investigando la muerte del padre Augustin?
– Hermano -dije alzando una mano-, el padre Augustin no murió sacrificado.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Porque no era una gallina, porque no lo mataron a medianoche y porque no diseminaron sus restos en un cruce de caminos. Diseminaron sus restos a lo largo y ancho de esta comarca.
– Hijo mío, no sabemos cuántos libros existen semejantes a éste, libros llenos de ritos y sortilegios desconocidos. Libros que jamás hemos visto, que contienen unas blasfemias inconcebibles.