– Aquí es donde guardamos los archivos -expliqué-. Y éste es el hermano Lucius, nuestro escriba. El hermano Lucius es un canónigo de Saint Polycarpe. Es un escriba muy rápido y preciso.
El padre Augustin y el hermano Lucius se saludaron fraternalmente. El hermano Lucius con su humildad acostumbrada, el padre Augustin como si pensara en asuntos más importantes. Comprendí que no dejaría que nada le distrajera de su propósito, que era localizar y examinar los archivos inquisitoriales. Así pues, le conduje hacia los dos enormes arcones en los que estaban guardados y le entregué las llaves de su predecesor.
– ¿Quién más tiene las llaves? -preguntó el padre Augustin-. ¿Vos?
– Por supuesto.
– ¿Y esos hombres?
– Sí, ellos también las tienen -respondí, y miré hacia el lugar donde se hallaban Raymond Donatus y el hermano Lucius. Formaban una extraña pareja, uno muy relleno y vestido con suntuosidad, decididamente tosco en su apariencia y apetitos; el otro pálido, flaco y reservado. Había oído con frecuencia a Raymond hablando con Lucius, pues su estentórea voz se oía con claridad desde abajo, enumerando los encantos de una amistad femenina o perorando sobre cuestiones concernientes al dogma católico. Sostenía numerosas opiniones que no se recataba en airear. No recuerdo haber oído al hermano Lucius expresar su parecer sobre tema alguno, salvo quizás el tiempo, o su debilitada vista. En cierta ocasión, compadeciéndome de él, le pregunté si prefería tener menos trato con Raymond Donatus, pero el hermano Lucius me aseguró que no le molestaba. Raymond, dijo, era un hombre instruido.
También era un hombre que quemaba incienso a la vanidad, y no se sintió halagado en absoluto por la aparente incapacidad del padre Augustin de recordar su nombre. (En todo caso, así interpreté yo su hosca expresión.) Pero al padre Augustin sólo le interesaba una cosa, y hasta que no consiguiera cumplir su propósito, todo lo demás le tenía sin cuidado.
– No puedo abrir estos arcones -declaró, alzando su mano hinchada y trémula para mostrármela-. Haced el favor de abrirlos vos.
– ¿Buscáis algún libro en concreto, padre?
– Deseo examinar los archivos que contengan todos los interrogatorios llevados a cabo por el padre Jacques cuando estuvo aquí.
– En ese caso, Raymond os será más útil -respondí indicando a Raymond Donatus al tiempo que alzaba la tapa del primer arcón-. Raymond conserva los archivos en perfecto orden.
– Con gran celo y diligencia -apostilló Raymond, que no se recataba en proclamar sus virtudes. Avanzó presuroso, con el deseo de demostrar su pericia como archivero de nuestros expedientes inquisitoriales-. ¿Deseáis revisar algún caso en particular, reverendo? En la tapa de cada libro hay unas tabulaciones…
– Deseo revisar todos los casos -le interrumpió el padre Augustin. Entrecerrando los ojos para contemplar las pilas de volúmenes encuadernados en cuero, arrugó el ceño y preguntó cuántos había.
– Hay cincuenta y seis archivos -contestó Raymond con orgullo-. Aparte de varios pergaminos y cuadernos.
– Como sabéis, ésta es una de las sedes más antiguas del Santo Oficio -observé. Se me ocurrió que el padre Augustin era casi con toda seguridad incapaz de levantar un solo archivo, pues cada códice era muy voluminoso y pesado-. Y una de las más concurridas. En estos momentos, por ejemplo, hay ciento setenta y ocho prisioneros adultos.
– Deseo que todos los expedientes del padre Jacques se guarden en el arcón del piso inferior -me ordenó mi superior, haciendo de nuevo caso omiso de mi comentario-. Sicard me ayudará a revisarlos. ¿Podemos acceder a la prisión desde esta planta?
– No, padre. Sólo desde la planta baja.
– En tal caso volveremos sobre nuestros pasos. Gracias -dijo el padre Augustin dirigiéndose al hermano Lucius y a Raymond Donatus-. Volveremos a hablar más tarde. Podéis regresar a vuestras tareas.
– Yo no, padre -objetó Raymond-. No puedo reanudar mi tarea sin el padre Bernard. Íbamos a interrogar a un testigo.
– Eso puede esperar -contesté-. ¿Habéis redactado el protocolo para Bertrand Gaseo?
– No del todo.
– Pues terminadlo. Ya os llamaré cuando os necesite.
El padre Augustin bajó a la antesala con lentitud, pues la escalera era estrecha y estaba poco iluminada. Pero guardó silencio hasta que alcanzamos mi mesa, situada junto a la puerta de la prisión.
– Deseo preguntaros algo con franqueza, hermano -dijo al cabo de unos momentos el padre Augustin-. ¿Esos hombres son de fiar?
– ¿Raymond? -pregunté-. ¿De fiar?
– ¿Podemos confiar en ellos? ¿Quién les nombró?
– El padre Jacques, por supuesto. -Como dice san Agustín, hay algunas cosas en las que no creemos hasta que las comprendemos, y otras que no comprendemos hasta que creemos en ellas. Pero aquí había algo que yo comprendía pero me parecía increíble-. Padre -dije-, ¿habéis venido para hacer una inquisición en la Inquisición? Si es así, debéis decírmelo.
– He venido para impedir que los lobos voraces destruyan la fe -respondió el padre Augustin-. Por consiguiente, debo guardar los archivos del Santo Oficio en lugar seguro. Los archivos son nuestro instrumento más eficaz, hermano, y los enemigos de Cristo lo saben. Están dispuestos a todo con tal de apoderarse de ellos.
– Lo sé. Avignonet. -Todos los que trabajan para el Santo Oficio tienen grabado en su corazón los nombres de los inquisidores que fueron asesinados en Avignonet el siglo pasado. Pocos saben que sus archivos fueron robados y después vendidos por la suma de cuarenta sous-. Y Caunes. Y Narbona. Todos los ataques emprendidos contra nosotros terminan con la sustracción y quema de los archivos. Pero este edificio está bien protegido y hemos hecho una copia de todos los expedientes. Se encuentran en la biblioteca del obispo.
– Hermano, las mayores derrotas son urdidas por los traidores -afirmó el padre Augustin. Tras apoyar todo su peso en el bastón, añadió-: Hace treinta años, el inquisidor de Carcasona descubrió un complot para destruir ciertos archivos. Yo he visto unas copias que están en Toulouse. Dos de los hombres implicados eran empleados del Santo Oficio, uno un mensajero, el otro un escriba. Debemos permanecer siempre atentos, hermano. «Guárdese cada uno de su amigo, y nadie confíe en su hermano.»
De nuevo me sentí confundido. Sólo atiné a responder:
– ¿Por qué consultasteis unos documentos de hace treinta años?
El padre Augustin sonrió.
– Los viejos archivos son tan elocuentes como los nuevos -contestó-. Por eso deseo revistar los expedientes del padre Jacques. Tras obtener el nombre de cada persona difamada por herejía en sus archivos, y cotejar luego los nombres con los de las personas que figuran como acusadas y condenadas, comprobaré quiénes lograron escapar al castigo.
– Quizá lograran escapar porque murieron -observé.
– En tal caso, según lo prescrito, exhumaremos sus restos, quemaremos sus huesos y destruiremos sus casas.
«Por el furor de Yahvé Sebaot se abrasará la tierra, y el pueblo será presa del fuego.» Seré un pusilánime, pero la persecución de personas que han muerto siempre me ha parecido excesiva. ¿Acaso los muertos no se hallan en los dominios de Dios o el diablo?
– Los habitantes de esta ciudad no nos mirarán con simpatía, padre, si desenterramos a sus muertos -observé, pensando de nuevo en los episodios a los que me había referido, los ataques contra el Santo Oficio en Caunes, Narbona y Carcasona. En aquel incidente descrito en la Crónica del hermano Guillaume Pelhisson, en el cual el hermano Arnaud Catalán, inquisidor de Albi, fue azotado bárbaramente por un populacho hostil por haber quemado los huesos de unos herejes.