– Es posible. Pero si vos no los habéis visto nunca, hermano, juro sobre las Sagradas Escrituras que aquí tampoco los ha visto nadie. Como decís, estamos lejos de Avignon.
Pierre-Julien negó con la cabeza.
– ¡Ojalá fuera cierto! -suspiró-. «Viniendo, argüirá al mundo de pecado.» No hay ningún rincón de la tierra libre de la pestilencia de Satanás.
De improviso me embargó un profundo cansancio. Tuve la sensación de que, por más que lo intentara, jamás lograría contener a Pierre-Julien. Era infatigable, imbuido de un fervor que ningún hombre de pasiones moderadas puede igualar. Comprendí que esa energía, ese entusiasmo tenaz, constituía el medio a través del cual había progresado de un modo tan constante, venciendo toda oposición. Al cabo de un rato, uno terminaba capitulando.
– Por ejemplo, ¿habéis registrado Casseras en busca de textos mágicos? -inquirió Pierre-Julien con incansable celo.
– Sí. No se halló nada de carácter sospechoso.
– ¿Nada? ¿Ningún cuchillo, garfio, hoz o aguja oculto? ¿Ningún gallo o gato negro?
– No tengo ni las más remota idea. Fue Roger Descalquencs quien dirigió el registro.
– ¿Y los aldeanos? ¿Los interrogasteis acerca de sus conocimientos de brujería?
– ¿Cómo iba a hacerlo? -contesté con renovada indignación-. ¡El Santo Oficio no tiene como misión ocuparse de sortilegios y artes adivinatorias, hermano!
– Pues creo que ha llegado el momento de que lo haga -replicó Pierre-Julien. Después de reflexionar unos momentos, prosiguió-: Cuando volváis a interrogar a unos sospechosos o testigos a propósito de este asunto, preguntadles qué sustancias han comido, o les han dado para que comieran: garras, pelo, sangre o algo por el estilo. Preguntadles qué saben sobre cómo hacer que una mujer estéril se quede preñada, o disputas entre maridos y esposas, o niños que mueren o se curan milagrosamente.
– Hermano…
– Preguntadles si han visto o utilizado imágenes de cera o plomo; interrogadles también sobre diversos métodos de recolectar hierbas, y sobre robos en la aldea, de crisma o aceite consagrado o la eucaristía del cuerpo de Cristo…
– Hermano, creo que deberíais interrogar vos mismo a esas gentes. -No me creía capacitado para llevar a cabo la clase de interrogatorio que deseaba Pierre-Julien-. Es evidente que tenéis más experiencia que yo en estas lides. Es preferible que investiguéis vos la muerte del padre Augustin, mientras yo me dedico a otros menesteres.
Pierre-Julien hizo de nuevo una pausa para reflexionar, mientras yo pronunciaba en silencio un ruego al Señor. Pero el Señor me había abandonado.
– No -respondió por fin mi superior- habéis progresado mucho en vuestras pesquisas. Habéis ido a Casseras y conocéis a esa gente. Es preferible que continuéis con vuestra investigación, mientras yo inicio unas indagaciones en la aldea cuya población habéis arrestado… ¿Cómo se llama?
– Saint-Fiacre.
– Saint-Fiacre. Exacto. Como es natural, examinaré los resultados que obtengáis y os indicaré cómo mejorarlos. Incluso, y creo que esto os será de gran ayuda, transcribiré las preguntas que debéis formular, sobre magia e invocaciones. Puesto que no habéis leído ningún libro al respecto, necesitaréis ayuda para perseguir a los nigromantes.
«¿Por qué, ¡Oh Yavé!, te mantienes tan alejado, y te escondes al tiempo de la calamidad?» Como supondréis, soporté con mansedumbre esa prueba, me sometí con paciente humildad a la voluntad de Dios. Al igual que Job, maldije el día. Pero lo hice en silencio, en mi fuero interno; de forma milagrosa, hallé las fuerzas necesarias para mantener la boca cerrada. De lo contrario me habría puesto a aullar como los dragones y a gemir como los búhos.
Sin duda, el Señor me había castigado por mis pecados. Y al igual que el aumento de su gobierno y su paz, el castigo no tendría fin.
Poco después de la llegada de Pierre-Julien, se celebró un auto de fe. Lo había dispuesto yo, pues muchos prisioneros aguardaban ser sentenciados. Por otra parte, deseaba demostrar a mi nuevo superior que, a pesar de mis múltiples faltas y defectos, había conseguido detener a algunos lobos feroces. Así pues, entre mis otros deberes, había reunido a unos jueces para que dictaran sentencia, y había dispuesto que se anunciara desde todos los pulpitos los días en que tendría lugar la ceremonia pública. Asimismo, había ordenado que el anuncio incluyera el aviso de la única ejecución que estaba prevista, pues he comprobado que, a menos que uno prometa la muerte, no consigue atraer a la multitud que requiere la ocasión.
Los jueces eran el obispo Anselm, el prior Hugues, el senescal, el administrador real de confiscaciones, un representante del obispo de Pamiers (experto en derecho canónico), un notario local de impecable reputación y, por supuesto, Pierre-Julien Fauré. Durante una jornada y media debatieron sobre los diversos casos que les fueron presentados en las lujosas estancias del palacio del obispo; luego, tras acordar los castigos oportunos, ordenaron que se tomara acta de las sentencias. Cuando se separaron lo hicieron con una profunda sensación de alivio, pues no habían congeniado. El notario me informó en privado que el obispo Anselm era «un impedimento» y el canónigo de Pamiers un hombre «de escasas luces». (Lo único que sabe es lo que ha leído en la Summa iuris de Penafort. El derecho canónico no se limita a lo decretado por Penafort, padre.) Roger me explicó malhumorado que el susodicho notario «había empleado unas palabras enrevesadas sin sentido alguno» y que el prior Hugues era «excesivamente tolerante». En cuanto al canónigo, éste se refirió al senescal como «ignorante y tosco».
Nadie dijo nada elogioso sobre Pierre-Julien. Incluso el obispo me preguntó, confidencialmente, si mi superior «se creía el obispo». Y el senescal se vio obligado a observar, durante las conversaciones, que «si ese gusano viscoso vuelve a mencionar su nombramiento papal, ¡haré que se lo trague!».
Este tipo de reuniones suelen revelar antagonismos latentes, según he podido comprobar.
Una vez decididas las sentencias, se erigió una gran plataforma de madera en la nave de Saint Polycarpe. Ahí, en la fecha prevista, se congregaron dieciséis penitentes, junto con los notables cuya presencia era requerida: varios cónsules, el senescal, el obispo, Pierre-Julien Fauré y yo mismo. Pierre-Julien pronunció su sermón, consistente en un lío de translatio casi incomprensible. (Todavía me pregunto a qué se refería con eso de «beber cizaña del cáliz de la sangre de Cristo en la medida que con otros usareis, ésa se usará con vosotros».) A continuación el senescal y otros representantes del brazo secular juraron obediencia; se emitió un decreto solemne de excomunión contra todo aquel que obstaculizara al Santo Oficio y Raymond Donatus leyó en voz alta las confesiones de cada penitente, en lengua vulgar.
Yo solía encomendar esta tarea a Raymond Donatus, debido a la vehemencia y el fervor con que la llevaba a cabo. Incluso resumidas, esas confesiones suelen ser prolijas y enrevesadas, repletas de aburridas e insignificantes ofensas, pero
Raymond Donatus era capaz de conmover al público hasta las lágrimas, o incitarlo a la furia, relatando los más modestos pecados. (Por ejemplo, bendecir el pan de forma herética.) En esta ocasión se superó a sí mismo; hasta los penitentes rompieron a llorar y apenas los oímos cuando reconocieron que sus confesiones eran ciertas. Después de abjurar, fueron absueltos de la excomunión en la que habían incurrido y se les prometió misericordia si se comportaban con obediencia, piedad y humildad bajo las sentencias que les iban a imponer.
En algunos casos las sentencias fueron más severas de lo que yo había previsto. Por lo general, aunque el senescal es implacable, el prior Hugues solicita clemencia para los acusados, y el resultado es moderado y razonable. Pero en esta ocasión Pierre-Julien apoyó el punto de vista del senescal y ninguno de los que se oponían a su severidad tuvo el valor de resistirse a ese insaciable celo que he descrito antes.