Así, por el pecado de levantar falsos testimonios, Grimaud Sobacca fue condenado a cadena perpetua, aunque yo había recomendado que cosieran unas lenguas rojas sobre su ropa, que se le azotara con una vara cada domingo en la iglesia, que ayunara desde el viernes después de la festividad de San Miguel hasta Pascua y que pagara una elevada multa. Asimismo, el suegro de Raymond Maury fue condenado a cinco años de cárcel, aunque yo le habría impuesto tan sólo unas peregrinaciones: por ejemplo a Sainte Marie de Roche-amour, a Saint Rufus de Aliscamp, a Saint Gilíes de Vauverte, a San Guillermo del Desierto y a Santiago de Compostela, obligándole a realizarlas en el espacio de cinco años.
Pierre-Julien se mostró a favor de la pena de cárcel en lugar de las peregrinaciones. (Yo sabía que Pons se opondría a esto, pero supuse que él mismo se lo diría a Pierre-Julien.) Sólo uno de los penitentes, una joven cuya ofensa consistía sólo en que de niña había visto a un perfecto cátaro en la casa de su tío sin saber de quién se trataba, fue sentenciada a realizar unas peregrinaciones. Fue condenada a cumplir diecisiete pequeñas peregrinaciones y a traer de cada lugar santo, como es costumbre, unas cartas que confirmaran su visita. La sentencia especificaba que no era preciso que luciera la cruz,
ni que se sometiera a unos azotes en los lugares santos, pero a mi entender merecía una condena más benévola. Yo le habría impuesto unas observancias: misa diaria, recitar el Padrenuestro diez veces al día, abstenerse de comer carne, huevos y queso y otros sacrificios.
Recordaréis al perfecto Ademar de Roaxio, al que me he referido antes en este relato. Siendo como era un hereje impenitente, sin duda habría sido ejecutado de no haber perecido en prisión; así pues, sus restos fueron condenados a la hoguera, junto con los de otro hombre que había recibido el consolomentum en su lecho de muerte. La esposa de ese hombre, que aunque no era una hereje había permitido la conversión de su marido a la herejía, fue sentenciada a cadena perpetua. El libidinoso Bertrand Gaseo de Seyrac, al que también me he referido antes, fue sentenciado a tres años de cárcel, después de lo cual debía lucir unas cruces de por vida. Una de las mujeres seducidas por él, Raymonda Vitalia, recibió el mismo castigo. En total, sólo tres de los penitentes no fueron sentenciados a una pena de cárcel; de estos tres, una era la joven condenada a realizar diecisiete peregrinaciones, otro estaba ausente y el tercero fue condenado debita animadversione puniendus, esto es, fue entregado a las autoridades seculares para que éstas lo castigaran.
Este tercer penitente era un hereje apóstata, un antiguo pastor y una bestia con forma humana. Condenado hacía unos doce años por adorar a un perfecto, había abjurado y se había reconciliado con la Iglesia, había cumplido una condena de seis años de prisión y había sido puesto en libertad con la condición de que luciera las cruces, lo cual había hecho con orgullo. En varias ocasiones había sido multado y azotado por atacar a buenos católicos que se habían burlado de él por ostentar la infame marca. Incluso se había grabado con un cuchillo una cruz en el pecho y se ufanaba de conocer el infierno, que según él se hallaba en la Tierra, una creencia derivada de la doctrina catara. Cuando le difamaron por ser un hereje reincidente, declaró que sus acusadores habían levantando falsos testimonios contra él, lo cual no impidió que al ser arrestado maldijera al Santo Oficio, a la Iglesia y al senescal; escupiera, contra el padre Jacques y lo calificara de demonio; dijera que Cristo había muerto y que nosotros lo habíamos matado con nuestros pecados. En prisión, mientras aguardaba sentencia, había aullado como un lobo y había mordido a Pons en una pierna, se había comido sus excrementos y había profetizado que toda Lazet sería destruida por Dios el día de su muerte. Pero no creo que estuviera loco. Conversamos en tres ocasiones y se expresó con coherencia, con lógica, aunque su intención fue siempre la de ofender y enfurecer a la gente con insultos, maldiciones y su depravada conducta. Un día que fui a verlo solo (os aseguro que jamás volví a entrar en su celda sin escolta), me derribó al suelo, me sujetó con tal fuerza que me lastimó y me amenazó con conocerme carnalmente. No dudo que habría cumplido su amenaza, aunque estaba esposado, pues poseía una fuerza asombrosa. Por fortuna, mis gritos alertaron a uno de los guardias, que lo azotó con una cadena hasta conseguir que me soltara.
Este pecador impenitente se llamaba Jacob Galaubi. Todos los que lo conocían lo temían, y yo más que nadie. Mientras me sujetaba en el suelo le había mirado a los ojos y había visto en ellos tanto odio que había tenido la impresión de contemplar el mismo insondable infierno. Cuando compareció en Saint Polycarpe durante el auto de fe, parecía haber salido de ese mismo infierno, pues mostraba las heridas que él mismo se había infligido, andaba encorvado debido al peso de sus cadenas, rechinaba los dientes, ponía los ojos en blanco y habría emitido toda suerte de amenazas y blasfemias si no le hubieran quemado la lengua con una brasa. (Este cruel castigo había sido ideado por Pons, quien había afirmado estar «harto de la repugnante boca de ese hijo de perra».) Así pues, en lugar de blasfemar, Jacob babeaba como un lobo hambriento, haciendo que todos los que lo contemplaban se estremecieran.
Dado que no había confesado, no se le pidió que confirmara la veracidad de su confesión; tras recitar sus pecados, lo condujeron de nuevo a la cárcel. Allí se le concedió otro día para arrepentirse, para que su alma no pasara de las llamas temporales a las eternas, pero a nadie sorprendió que Jacob mostrara un desprecio contumaz hacia la Iglesia santa y apostólica. Es más, cuando le interrogué sobre ese tema, se negó a reconocer siquiera mi presencia. Claro es que no podía hablar, pues tenía la lengua demasiado hinchada. Pero cuando le pregunté si estaba dispuesto a confesar y retractarse solemnemente de sus pecados, no hizo ningún gesto de asentimiento. Se limitó a mirarme como si no me viera, bostezó y se volvió, abandonado por el Espíritu Santo.
Al día siguiente lo ataron a un poste en el mercado y apilaron haces de leña, paja y sarmientos hasta su barbilla. A continuación el senescal le preguntó si estaba dispuesto a renunciar a las obras del diablo. Dudo que el reo oyera esta pregunta, pues se había resistido con gran energía a que lo sacaran de la cárcel y sus guardias habían tenido que emplear la fuerza bruta. Lo cierto era que Jacob estaba semiinconsciente y confieso que me sentí aliviado. Ello no significa que hubiera pedido clemencia por él, pues merecía morir. Algunos herejes reincidentes, cuando van a morir lo hacen con la debida humildad, sollozando y dóciles, reconciliados con la Iglesia, y aunque su penitencia pueda ser fingida, soy incapaz de presenciar su última agonía sin remordimientos de conciencia. Pero Jacob era una llaga purulenta en el cuerpo de la Iglesia; su veneno era como el de una serpiente. Apurará el cáliz de la ira del Señor, y morirá atormentado por el fuego y el azufre en presencia de los ángeles benditos.
Con todo, tuve que volverme cuando encendieron la hoguera. Tuve que recitar unas oraciones en voz alta, no, confieso con vergüenza, para honrar a Cristo, sino para impedir que los últimos y atroces gritos de Jacob llegaran a mis oídos. Reconozco mi cobardía. Un hombre convencido de la justicia de una ejecución debería tener el valor de contemplar los resultados de su labor. Sé que el padre Augustin no habría cerrado los ojos ni se habría tapado los oídos.
El padre Augustin habría presenciado incluso la última indignidad, cuando retiran el cuerpo medio abrasado de la hoguera, lo parten y lo colocan sobre otra hoguera de troncos hasta que queda reducido a cenizas. Muchos ciudadanos se quedan para contemplar este trámite, que siempre me produce náuseas. De nuevo, no tengo disculpa. Las manos me tiemblan y las rodillas apenas me sostienen.