Quizás os preguntéis, al leer mi descripción de este auto de fe, por qué he omitido relatar la suerte que corrieron algunas personas como Raymond Maury y Bertrand de Pibraux. Quizás os preguntéis si no estuvieron presentes. En resumidas cuentas, no lo estuvieron, por motivos que paso a explicaros.
Al ser interrogado, Raymond Maury había confesado sin reparo sus pecados. Estaba muy aterrorizado y ansiaba reconciliarse con la Iglesia. Incluso confesó haber ofrecido al padre Jacques lo que él calificó de «dinero misericordioso»: cincuenta livres tournois. Me dijo que, en vista de que tenía una familia numerosa que dependía de él, el padre Jacques había decidido mostrarse benevolente con él.
Ahora bien, esta confesión me había presentado un serio problema. Aunque habría sido relativamente fácil sentenciar a Raymond Maury por sus otros delitos, no me había topado jamás con el pecado de sobornar a un inquisidor de la depravación herética. Por consiguiente, no sabía qué hacer. ¿Debía ser juzgado Raymond por este error? ¿Debía ser también juzgado el padre Jacques? No podía consultar a nadie, pues el padre Augustin había muerto y Pierre-Julien no había llegado aún de Avignon. Por tanto, decidí escribir al inquisidor de Francia pidiéndole consejo, sospechando que no querría que un secreto tan vergonzoso fuera de dominio público, y mantener a Raymond en la cárcel, en espera de sentencia, hasta recibir respuesta a mi carta.
Cuando informé a Pierre-Julien de esta decisión, se mostró de acuerdo en que aguardáramos instrucciones de París antes de proceder contra Raymond Maury.
El caso de Bernard de Pibraux era distinto, pues no había confesado nada. Cuando por fin hallé tiempo para interrogarlo, me impresionó su gran belleza, un tanto ajada después de haber pasado varios meses en prisión, y su carácter afable. El sufrimiento había eliminado sus tendencias alocadas e irresponsables, su lascivia y su genio pendenciero de borracho, hasta dejar visible lo que ocultaba debajo: un temperamento pacífico pero enérgico; un alma joven, pura y confundida. Ese muchacho era un cachorro de león, con una columna vertebral rígida como la de una hiena. Mi corazón se ablandó en cuanto le vi; comprendí de inmediato, completamente y sin desaprobación, por qué el padre Jacques no le había citado nunca para que compareciera ante el Santo Oficio.
Esto no significa que el padre Augustin errara al indagar en el asunto. ¿Acaso los fariseos no habían sido comparados con moscas muertas? Un rostro bello puede ocultar un alma degenerada, pues, como señala san Bernardo, muchos herejes son extraordinariamente astutos, maestros del disimulo. ¿Quién sabe si yo no me equivocaba al juzgar a Bernard de Pibraux? A fin de cuentas, el padre Augustin era más virtuoso que yo.
Pero de nuevo, mi debilidad me traicionó. Miré a Bernard de Pibraux, escuché su declaración sincera, entrecortada y decidida, y confieso que anhelé hallarme en otro lugar, otra época, otra vocación. Me levanté y empecé a pasearme por la habitación mientras Raymond Donatus me contemplaba asombrado y Bernard titubeaba.
– Permitidme que os hable con franqueza, amigo mío -dije al prisionero-. Os han visto inclinaros ante un hereje y ofrecerle comida. Éstas sondas pruebas recabadas hasta la fecha. Ahora bien, entiendo que la sospecha contra vos no es vehemente. Por tanto, he decidido pedir a vuestro padre que reúna a veinte compurgadores en vuestro juramento de refutación de los cargos. Esto no se hace con frecuencia, pero creo que vuestro caso lo merece. Si vuestro padre es capaz de hallar a veinte personas de vuestra condición, personas de una reputación intachable, que conozcáis personalmente y que estén dispuestas a jurar vuestra ortodoxia, podré presentar a mi nuevo superior, cuando llegue, un argumento razonable para dejaros en libertad.
– ¡Padre…!
– Esperad. Prestad atención. No seréis proclamado inocente, Bernard. Los jueces simplemente declararán los cargos «no probados». Deberéis abjurar de la herejía de la que se os acusa. Y si encuentro otras pruebas que os incriminen, no tendré clemencia. ¿Está claro?
– No soy un hereje, padre. Os lo juro. Fue un error.
– Bien, quizá sea cierto. Pero no puedo pronunciarme en nombre de mi superior. Quizá no logremos convencerle.
Y así fue. Pierre-Julien rechazó mi petición de reunir a unos compurgadores, al menos hasta que Bernard hubiera soportado una prolongada dieta de pan y agua. Si el ayuno no le inducía a confesar, existían otros métodos más enérgicos para arrancarle la verdad. Sólo si esos métodos fallaban, podríamos empezar a considerar la posibilidad de su inocencia.
– Hay que emplear el látigo con quien se niega a entrar en razón -observó mi superior.
Me sentí decepcionado, pero no sorprendido. A mi entender, la tortura siempre revela cierta incompetencia. Después de comunicar a Bernard de Pibraux la decisión de mi superior, le dije que si confesaba obtendría una sentencia lenitiva, mientras que su obstinación sólo le conduciría a la ruina, la desgracia y la desesperación. Le supliqué, le dije que era un joven noble y amable, el orgullo de su padre y la alegría de su madre. ¿Acaso no era preferible una peregrinación, o pasar un año cautivo, al potro?
– Sería una mentira, no una confesión -respondió, pálido como la luna.
– No atendéis a lo que os digo, Bernard.
– ¡Soy inocente!
– Escuchad -dije, haciéndole una última propuesta-. Puede que seáis inocente, pero vuestra familia no. Si vuestro padre está implicado en la muerte del padre Augustin, debéis decírnoslo. Porque si lo hacéis, os aseguro que vuestra sentencia será ligera como una pluma.
Pese a impresionarme la dignidad de su talante, casi esperaba que me escupiera en la cara. Pero el joven había aprendido a contenerse en la cárceclass="underline" su única reacción fue una expresión de disgusto y unas palabras de reproche.
– Creí que erais un buen hombre -dijo-. Pero sois como los demás.
Tras emitir un suspiro, le pedí que recapacitara. También le dije que podía apelar al Papa, pero que la apelación debía presentarse antes de que los jueces dictaran sentencia. (No le dije que era improbable que el Santo Padre le concediera la libertad.) Luego abandoné su celda, y me consolé pensando que quizás unas semanas a pan y agua le indujeran a cambiar de parecer, pues no quería verlo sobre el potro.
Ése fue el motivo de que Bernard no compareciera con motivo del auto de fe, pues seguía preso, ayunando. Bruna d'Aguilar y Petrona Capdenier no fueron obligadas a abjurar de sus errores en público, pues yo no había tenido tiempo de investigarlas. En cuanto a Aimery Ribaudin, lo había citado para que compareciera ante el tribunal, y apareció llevando consigo, sin que nadie se lo pidiera, unas declaraciones de su ortodoxia de cincuenta compurgadores, inclusive el obispo Anselm, junto con dos notarios y doce testigos dispuestos a respaldar su versión de los hechos. Según Aimery, el dinero que había entregado al tejedor hereje había sido en pago por unas telas, eso era todo. Ignoraba el pasado delictivo del tejedor. El padre Jacques, declaró Aimery con franqueza, había aceptado su palabra al respecto. Y él había donado al priorato dominico, en señal de gratitud, un viñedo, cuatro tiendas y un hermoso relicario que contenía un fragmento del hueso de un dedo de san Sebastián.
En vista de las circunstancias, me apresuré a declarar que los cargos contra él no habían sido probados. No obstante, sabía que la decisión última dependía de Pierre-Julien. De modo que concerté una cita entre ambos hombres, y más tarde no pude por menos que sonreír con ironía cuando mi superior se deshizo en alabanzas al armero. Era un buen católico, dijo, un ciudadano modélico. Modesto, recto y pío. Pero hasta los hombres buenos pueden tener enemigos con una lengua viperina.