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– ¿Así que lo consideráis un caso de falso testimonio? -pregunté.

– Sin duda. Quienquiera que haya difamado a un ciudadano tan intachable debería recibir su justo castigo.

– Ya lo ha recibido. Murió hace dos años en prisión.

– Ah.

– Hermano, si creéis que Aimery Ribaudin ha sido acusado falsamente, deberíais analizar de nuevo la acusación contra Bernard de Pibraux, que es idéntica…

– En absoluto.

– Él también asegura que ignoraba la identidad del hereje…

– No tiene un carácter fiable.

Al decir «carácter», Pierre-Julien se refería a riqueza e influencia. Siempre ha sido así en este mundo. Pero no me sentí ofendido, pues es indudable que los ricos y poderosos se forjan enemigos, y Aimery gozaba de una fama intachable. Por lo demás, yo había averiguado ciertos datos que alejaban de Maurand dAjzen, y por tanto del yerno de Aimery, toda sospecha de complicidad en la muerte del padre Augustin. En resumidas cuentas, había averiguado que Jordan Sicre seguía vivo.

Recibí esta información en el priorato menos de una semana antes del auto de fe. Una tarde, después de que se impartiera disciplina, en el breve espacio de tiempo antes de que los hermanos se retiraran, se me acercó un hermano lego que supervisaba al personal de la cocina. Me pidió permiso para hablar, que yo le concedí, aunque estaba recitando en silencio los siete salmos penitenciales. (No olvidemos que yo seguía inmerso en un dilema espiritual, sobre el que volveré a referirme en esta narración.)

El hermano lego, que se llamaba Arnaud, se disculpó por importunarme. Había hablado con el subprior, quien le había aconsejado que hablara conmigo. Aclaró que no hablaba en nombre propio, sino de uno de los pinches de cocina, y que no se habría, atrevido a molestarme de tratarse de un asunto baladí…

– No os andéis con rodeos, hermano -dije.

Pero al observar que Arnaud vacilaba, me arrepentí enseguida de mi impaciencia y le conduje a mi celda, dirigiéndome a él con amabilidad. Me contó una historia curiosa. Todos los días, después de nuestra comida principal, los restos eran distribuidos a los pobres, junto con unas hogazas horneadas específicamente con tal fin. Un pinche de cocina, un tal Thomas, llevaba la comida a la puerta del priorato, asegurándose de que todas las personas hambrientas que aguardaban recibieran cuando menos una pequeña porción de las viandas de la jornada. La mayoría de esos mendigos acudían todos los días, y Thomas los conocía de nombre. Pero unos días antes había aparecido un hombre al que no conocía, el cual había rechazado un pedazo de pan porque estaba «manchado de salsa» y por tanto «de carne, que es pecado».

Suponiendo que se refería al ayuno de Cuaresma, Thomas no había hecho caso. Pero dos días más tarde, ese mendigo había censurado a otro por «tomar unos alimentos obtenidos a través del coito». Como Thomas no conocía el significado de la palabra «coito», había pedido a Arnaud que se lo aclarara.

– Recuerdo que en cierta ocasión nos hablasteis de los pecados de los herejes -dijo Arnaud no sin ciertos titubeos-. Nos explicasteis que no comen carne, porque se niegan a matar un ave o un animal.

– Así es.

– También nos dijisteis que visten ropa de color azul, y ese hombre no llevaba ninguna prenda azul. No obstante, pensé que debía preveniros.

– Hicisteis bien en acudir a mí, hermano -respondí, tomando su mano-. Os habéis comportado como un perro guardián a las puertas de la viña. Gracias.

El hermano se sonrojó y me miró satisfecho. Le pedí que me informara la próxima vez que dieran comida a los pobres, para poder interrogar al mendigo. Por más que me costara creer que un ferviente hereje buscara ayuda a las puertas de un priorato dominico, me sentía obligado a investigar el asunto. Si no lo hacía, me exponía a ser difamado como fautor y ocultador de la herejía.

Al día siguiente, antes de novenas, Arnaud acudió de nuevo a mí y me llevó a ver a los susodichos mendigos. Eran una veintena y estaban arracimados frente a la entrada del priorato; algunos eran meros niños, otros eran viejos y enfermos. Pero uno de ellos estaba en la plenitud de su vida: era un hombre delgado con la tez aceitunada, los ojos de color miel y unas manos delicadas.

Lo reconocí al instante.

Sin duda recordaréis al incomparable familiar que he descrito al principio de este relato, refiriéndome a él como «S». Por aquella época, «S» llevaba unos cinco meses ausente de Lazet, condenado por ser un hereje contumaz. Tras facilitarle una llave, y llamar yo a un centinela en el momento previsto en que «S» utilizara esa llave, conseguí que «se fugara» de la prisión. Habíamos acordado que «S» partiría hacia el sur para infiltrarse en una banda de herejes que vivían en las montañas de Cataluña. Una vez allí, convencería a algunos de ellos para que regresaran a través de las montañas; habíamos fijado una fecha en que éstos serían hallados, y arrestados, en una aldea cercana a Rasiers.

¿Qué diantres hacía «S» en Lazet?, me pregunté.

– Amigo mío -le dije, dirigiéndome a él como si fuera un extraño al tiempo que trataba de poner en orden mis pensamientos-, ¿es cierto que os negáis a comer carne?

– Es cierto -contestó con su melodiosa voz.

– ¿Por qué?

– Porque ayunar es bueno para el alma.

– Pero si acudís aquí deduzco que es porque os sentís demasiado hambriento para ayunar. -Al hablar, me pregunté: ¿adonde podemos ir? No podía llevarlo a la sede del Santo Oficio, donde sin duda lo reconocerían. Por otra parte, su presencia en el priorato suscitaría numerosas preguntas.

– Mi alma está más hambrienta que mi cuerpo -replicó «S», y se dispuso a marcharse.

Me apresuré a llevar a Arnaud aparte y susurrarle al oído que iba a seguir a ese infiel, con el fin de descubrir su guarida. Quizá proviniera de un auténtico nido de herejes, añadí. Y me alejé de inmediato, antes de que Arnaud me hiciera alguna pregunta.

Guardando una distancia prudencial, seguí a mi presa hacia el Castillo Condal y el otro extremo del mercado. «S» caminaba a paso ligero, sin mirar hacia atrás. Con todo, intuí que había detectado mi presencia. Por fin me condujo, no hasta la esquina de un corral o un portal en sombras, sino a un hospitum. Aunque la planta superior estaba habitada, la planta baja, ocupada por un almacén, estaba cerrada a cal y canto como una prisión. Pero al pasar de largo observé que el familiar sacaba una llave de entre sus ropas y penetraba en el edificio por una puerta lateral.

Tras dar una vuelta por el barrio, regresé a la puerta del hospitum, que «S» abrió para franquearme la entrada.

– Bienvenido -dijo el familiar suavemente. Luego cerró la puerta con la misma suavidad, de forma que la única luz que iluminaba el espacio en el que nos hallábamos penetraba a través de dos pequeñas y elevadas ventanas. Al mirar a mi alrededor, vi que el almacén estaba lleno de balas de lana y pilas de leña. Pero al mismo tiempo distinguí un montón de paja no lejos de donde me encontraba, y junto a él unos objetos (un pellejo de vino, un mendrugo de pan, un cuchillo y una manta), por lo que deduje que allí vivía alguien.

– ¿Vivís aquí? -pregunté.

– De momento.

– ¿Lo sabe alguien?

– No lo creo.

– ¿Entonces cómo conseguisteis la llave? -inquirí.

El familiar sonrió.

– Soy el dueño de este edificio, padre -respondió-. Gracias a vuestra generosidad.

– Ah. -Yo sabía que «S» había adquirido una viña, bajo un nombre falso, pero no que poseía un hospitum en el centro de Lazet-. ¿También sois el dueño de lo que contiene?