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– No. Los objetos que veis pertenecen a mis inquilinos -dijo «S» señalando el techo. Lo observé con curiosidad, pues parecía sentirse menos cómodo en su propio almacén que en la celda de una prisión. Parecía cansado pero al mismo tiempo alerta. Sus ademanes eran insólitamente bruscos.

– ¿Por qué habéis venido aquí? -inquirí-. ¿Para cobrar el alquiler? Corréis un grave riesgo, hijo mío.

– Ya lo sé -contestó-. He venido aquí para ayudaros.

– ¿Para ayudarme?

– Me contaron que habían asesinado al inquisidor de Lazet. -Tras sentarse sobre una bala de lana, «S» me invitó a hacer lo propio-. Supuse que erais vos, pero me dijeron que se trataba de otra persona. Del sustituto del padre Jacques.

– Augustin Duese.

– Sí. Mis nuevos amigos estaban ansiosos de conocer más detalles. Averiguaron que también habían muerto asesinados cuatro guardias. Cuatro familiares. ¿Es cierto?

– Quizás. -Al mirarle a los ojos, tuve que ofrecerle una explicación más detallada-. Los cadáveres fueron desmembrados y diseminados por el lugar de los hechos. Es difícil asegurar si todos los guardias fueron asesinados o no.

– ¿Tenéis alguna duda?

– Sí, tengo mis dudas.

– ¿Acerca de Jordan Sicre?

Lo miré asombrado.

– ¿Lo habéis visto? -pregunté, pero «S» se llevó un dedo a los labios.

– ¡Chitón! -murmuró-. Mis inquilinos os oirán.

– ¿Lo habéis visto? -insistí, en voz baja-. ¿Dónde? ¿Cuándo?

– No lejos de donde vivo. Ha adquirido una pequeña granja y se ha cambiado el nombre. Pero lo reconocí por haber compartido con él una grata temporada en vuestra prisión, padre. Jordan solía pisotear mi comida. -De nuevo, el familiar sonrió. Era una sonrisa turbadora-. Por supuesto, él también me reconoció a mí. Me advirtió que puesto que soy un perfecto que se ha fugado, sería una imprudencia que informara a la Inquisición, o a cualquiera, sobre su identidad. Y llevaba razón. Siendo como soy un perfecto que se ha fugado, sería una imprudencia.

– ¿Aunque supusiera una sentencia más benévola? -Jordan no estaba seguro de eso.

– Cierto. Pero quizá se pregunte dónde os encontráis en estos momentos.

– A menudo me desplazo a otros lugares para predicar, padre. Suelo ausentarme durante varios días.

– ¿De modo que es posible que Jordan siga allí?

– Sí.

– ¿Y si lo arrestan? ¿Y si os menciona?

– Vamos, padre -respondió «S» suavemente-, si lo arrestan no podré regresar allí. Por supuesto que me mencionará. Por tanto debéis decidir qué es más importante: ¿Jordan Sicre o mis nuevos amigos?

– Jordan -contesté sin titubear-. Debemos dar con Jordan. Pero imagino que al cabo de tanto tiempo podréis facilitarme algunos nombres, algunos datos.

– Sí. Unos cuantos.

– Con eso me basta. Tendré que memorizarlos, porque no disponemos de una pluma…

– Aquí tenéis -dijo el familiar, que se levantó y extrajo de detrás de una bala de lana un tintero, una pluma y un pergamino. Su eficacia me impresionó.

– Anotadlos vos mismo -dije, pero»S» alzó la mano como para rechazar mi propuesta.

– No, padre -replicó-. Si lo hiciera, podrían demostrar que yo era el informador.

¡Qué astucia la de ese hombre! Era realmente inimitable. Incomparable. Cuando se lo dije, «S» respondió que, como la mayoría de la gente, trabajaba por dinero.

Me apresuré a asegurarle que percibiría la suma prometida a cambio de los herejes catalanes, aunque el número de herejes fuera menor del previsto. Pero el dinero sería pagado en la fecha acordada, al destinatario acordado.

– ¿Al margen de lo que yo haga entretanto? -preguntó «S».

– Sí.

– En tal caso venid a reuniros conmigo dentro de dieciocho meses, en Alet-les-Bains. Iré a ver a unos amigos que viven allí.

«S» se negó a darme más detalles del asunto. Por consiguiente, después de anotar la información que éste almacenaba en su cabeza (debo decir que poseía una memoria asombrosa), me despedí de él.

– Si tardo en regresar, me harán preguntas -dije.

– Por supuesto.

– ¿Partiréis de inmediato?

– Sí.

– Andaos con cuidado.

– Siempre lo hago.

– Me reuniré con vos en Alet-les-Bains. -Acto seguido, me dispuse a marcharme. Pero antes de que yo abriera la puerta, el familiar me tiró de la manga de mi hábito. Me volví sorprendido, pues jamás me había tocado.

– Vos también debéis andaros con cuidado, padre -dijo.

– ¿Yo?

– Vigilad a vuestra espalda. Es posible que alguien pagara a Jordan para asesinar a vuestro amigo. Quienquiera que lo hiciera, seguramente aún posee dinero para otro encargo.

– Lo sé. -Por extraño que parezca, casi me sentí honrado de que «S» se preocupara por mi bienestar. Siempre me había parecido un hombre de pasiones mezquinas y amargas, indiferente a los nobles sentimientos del amor, la amistad y la gratitud. Debajo de su plácido exterior, uno intuía que tenía el corazón duro y frío-. Creedme -dije-, he previsto todas las posibilidades.

«S» asintió con la cabeza, como diciendo: es lógico, puesto que sois un inquisidor. Luego abrió la puerta y la cerró a mi espalda.

No he vuelto a verlo.

Y cuando Él tomó el libro

«Dad gracias a Yavé, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.» Por fin Dios acudió en mi ayuda; retiró la tela de saco que me cubría y me infundió alegría. Pues comprendí que si lográbamos capturar a Jordan resolveríamos el gran misterio. Averiguaríamos la identidad de los asesinos del padre Augustin, los atraparíamos y castigaríamos. Se haría justicia. Y yo ya no temería abandonar la ciudad.

Os aseguro que no dudaba de que Jordan nos facilitaría los nombres de los asesinos. En caso necesario, emplearíamos el potro. De no haber estado prohibido, yo mismo habría girado los tornos. Habría sentido los mismos remordimientos que había demostrado Jordan al participar en el asesinato de un anciano indefenso.

Como podéis imaginar, estaba ansioso por interrogarle personalmente. Pero temía que Pierre-Julien considerara que debía hacerlo él mismo. Lo temía porque había comprobado que sus interrogatorios eran torpes, desorganizados e inadecuados, repletos de extrañas referencias a sangre de gallo, vello de nalgas y calaveras de ladrones. En medio de un interrogatorio de rigor («¿Habéis visto a alguien recibir el consolamentum? ¿Cuándo y dónde? ¿Quién estaba presente? ¿Habéis adorado a herejes? ¿Los habéis conducido u ordenado a otra persona que los escoltara de un lugar a otro?»), Pierre-Julien introducía unas preguntas confusas que no hacían al caso sobre apariciones demoníacas, sacrificios y brujería. Preguntaba al testigo: «¿Habéis desmembrado a un hombre y diseminado sus miembros en una encrucijada? ¿Habéis realizado alguna vez un sacrificio, para invocar a un demonio? ¿Habéis utilizado alguna vez una pócima que contuviera repugnantes ingredientes como uñas de cadáveres o pelos de un gato negro, para hacer encantamientos contra católicos devotos?».

Sé que Pierre-Julien formulaba con frecuencia esas preguntas, porque me exigió que yo también las formulara. Incluso llegó a revisar las transcripciones de Durand Fogasset de mi entrevista con Bruna d'Aguilar, de quien, como recordaréis, sospechábamos que había sobornado al padre Jacques. Y al comprobar que no me había referido en ningún momento a la brujería o a los sortilegios, me reprendió indignado delante de Durand, del hermano Lucius y de Raymond Donatus.

– ¡Debéis interrogarla de nuevo! -me ordenó-. Preguntadle si ha realizado sacrificios a demonios…

– No es necesario preguntárselo. En cuanto aparezca Jordan, sabremos de inmediato quién es el culpable.