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– ¿Pretendéis decirme que habéis recibido respuesta de Cataluña?

– Claro que no. No hace ni una semana que escribí.

– Entonces haced el favor de proseguir con la investigación. Si logramos capturar a Jordan, mejor que mejor. En caso contrario, debemos hallar de todos modos a los asesinos. Y sólo lo conseguiremos persiguiendo a los hechiceros y hechiceras que pululan por este lugar.

«Soy el escarnio de los pueblos todos, su cantinela de todo el día.» Al mirar a mi alrededor en el scriptorium, observando el ávido rostro de Raymond, los ojos del hermano Lucius fijos en el suelo, la expresión entre irónica y compasiva de Durand, contuve mi ira y hablé con calma. Serena y educadamente.

– Hermano -dije, dirigiéndome a Pierre-Julien-, ¿puedo hablar con vos abajo, en privado?

– ¿Ahora?

– Os lo ruego.

– Muy bien.

Pierre-Julien y yo descendimos a su habitación, que se había convertido en un receptáculo de numerosos libros, entre ellos seis que versaban sobre la brujería y las invocaciones. Tras cerrar la puerta, me volví hacia él y di gracias a Dios en mi fuero interno por haberme concedido una estatura elevada. Yo era mucho más alto que Pierre-Julien, quien, aunque no puede decirse que fuera un enano, era muy bajo. Por consiguiente, mi porte era tanto más amenazador.

– En primer lugar, hermano -dije-, os agradecería que cuando estiméis oportuno regañarme por alguna falta, no lo hagáis delante de los sirvientes.

– Vos…

– En segundo lugar, Bruna d'Aguilar no es una hechicera. Os explicaré quién es Bruna. Tiene sesenta y tres años cumplidos, cinco hijos vivos y se ha casado en dos ocasiones. Posee una casa y una viña, un burro y unos puercos, asiste de forma periódica a la iglesia, da limosnas a los pobres, es devota de la Virgen Santísima y está algo sorda de un oído. No come nabos, pues asegura que le sientan mal.

– ¿Qué…?

– Asimismo, Bruna es una vieja irascible, irracional y repelente. Hace tiempo que mantiene una disputa con la familia de una de sus nueras, a quien acusa de no haber entregado la dote acordada. Está peleada con todos sus vecinos, su hijo menor, sus dos hermanos y las familias de sus dos ex maridos. Si disponéis de media jornada, os hablaré sobre esas peleas. La han acusado de matar las gallinas de sus vecinos, que desaparecieron de un modo misterioso hace poco, de arrojar excrementos a la puerta de la casa de su hermano, de provocar una hemorragia a su nuera dándole unos higos secos envenenados. Lo que es más grave, la han acusado de haber administrado el santo sacramento a uno de sus puercos, para curarlo de un trastorno digestivo. Bruna está muy encariñada con sus puercos.

– Esto no…

– He hablado con cada miembro de su familia, sus vecinos, sus hijos, sus hermanos y sus escasos amigos. Sé lo que come cada día, la hora en que defeca, cuándo dejó de menstruar, lo que guarda en el arcón de su ajuar, la causa de la muerte de sus maridos… Casi puedo deciros cuándo se rasca la nariz. Por tanto estoy convencido de que si Bruna d'Aguilar se dedicara a asesinar a inquisidores, yo lo sabría. Sus enemigos se habrían apresurado a acusarla de ese crimen.

– No creeréis que lo haría abiertamente. Delante de testigos…

– Permitid que os diga algo, hermano. -Más que atónito me sentía fatigado por la ciega obstinación de Pierre-Julien-.Llevo ocho años trabajando en el Santo Oficio. Ni yo, ni mis antiguos superiores, nos hemos topado jamás con demonios, sortilegios ni hechicería, salvo en el caso de dos mujeres acusadas de poseer el mal de ojo. Pero, como ya os he dicho, estas prácticas perversas no incumben al Santo Oficio. Nosotros nos ocupamos de la herejía.

– ¿No consideráis una herejía tener tratos con el diablo? ¿Emplear el sagrado sacramento en esas circunstancias?

– Bruna será castigada por haber administrado el santo sacramento a su puerco. Ha reconocido haberlo hecho por consejo de una amiga que también será castigada. Pero es un pecado de ignorancia, no un acto de brujería. Bruna es una vieja estúpida.

– Dijisteis que había puesto nombre a todos sus puercos -dijo Pierre-Julien-. ¿Son de color negro? ¿Sabéis si han cambiado de forma?

– ¡Hermano! -Pierre-Julien ni siquiera me escuchaba-. ¡Os aseguro que en Lazet no hay hechiceros ni hechiceras!

– ¿Cómo lo sabéis, puesto que no formuláis las preguntas adecuadas?

– Porque conozco esta ciudad. Porque conozco a la gente. ¡Y porque vos habéis formulado esas preguntas y no habéis descubierto ningún hechicero ni ninguna hechicera!

– Os equivocáis -respondió Pierre-Julien sonriendo con satisfacción.

Lo miré estupefacto.

– Uno de los hombres de Saint-Fiacre confesó haber invocado a un demonio -prosiguió mi superior-. Dijo que trató de poseer a una mujer casada ofreciendo al diablo una muñeca hecha de cera, saliva y la sangre de un sapo. Colocó la muñeca en el umbral de la casa de la mujer, a fin de que si ésta no cedía a sus deseos, fuera atormentada por un demonio. La mujer cedió, y después el individuo sacrificó una mariposa al susodicho demonio, que se manifestó en una ráfaga de aire.

Como podéis imaginar, lo miré estupefacto, aunque no por los motivos que debió de suponer Pierre-Julien.

– ¿El hombre… confesó haber hecho eso? -inquirí.

– En estos momentos están copiando el acta.

– Deduzco que lo trasladasteis al calabozo inferior -dije, comprendiéndolo todo-. Empleasteis el potro.

– No.

– El strappado.

– En absoluto. No fue torturado. -Al ver que me había quedado mudo, Pierre-Julien aprovechó esa momentánea ventaja-. Creo que estaréis de acuerdo conmigo en que, ante una prueba tan incontrovertible, tenemos el deber de perseguir y eliminar la pestífera y herética infección de la nigromancia entre nuestros fieles. «Tan pecado es la rebelión como la superstición, y la resistencia como la idolatría.» Sois testarudo, hijo mío, debéis rendiros ante mi mayor conocimiento de estos temas, y formular las preguntas que os exijo que formuléis.

Tras este insulto, Pierre-Julien me pidió que me retirara, pues tenía que preparar otro interrogatorio. Perplejo, obedecí. No me mostré indignado. Ni siquiera cerré de un portazo, pues estaba demasiado preocupado por el sorprendente hecho que me había revelado. ¿Cómo era posible que hubiera ocurrido?, me pregunté. ¿Qué pudo haber inducido una confesión tan insólita? ¿Era cierto? ¿O mentía Pierre-Julien?

Fui en busca de Raymond Donatus, que seguía trabajando en el scriptorium. Al entrar enseguida deduje, por la turbación de Durand, la postura confidencial de Raymond y la forma como el hermano Lucius se apresuró a tomar su pluma, que habían estado hablando de mí. Pero no perdí la calma. Era previsible.

– Raymond -dije sin más preámbulo-, ¿transcribisteis una confesión sobre muñecas de cera para el padre Pierre-Julien?

– Sí, padre. Esta mañana.

– ¿Se empleó la tortura durante ese interrogatorio?

– No, padre.

– ¿En ningún momento?

– No, padre. Pero el padre Pierre-Julien amenazó con utilizar el potro.

– Ah.

– Explicó su mecanismo, dijo que separaba las articulaciones…

– Entiendo. Gracias, Raymond.

– Incluso bajamos a verlo.

– Ya. Gracias. Comprendo. -Lo comprendía a la perfección. Mientras meditaba, noté que Durand me miraba con curiosidad y percibí el sonido de la pluma del canónigo mientras probablemente copiaba el importante documento. Estaba tan encorvado sobre su mesa que casi la rozaba con la nariz.

– Padre. -Raymond carraspeó para aclararse la garganta al tiempo que sostenía en alto el protocolo de la confesión de Bruna-. Disculpadme, padre, pero ¿queréis que entregue esto al hermano Lucius para que lo copie? ¿O preferís que espere hasta que hayáis interrogado de nuevo a esa mujer?