– No volveré a interrogarla.
Ambos notarios se miraron.
– No hay razón para que vuelva a interrogarla. Tengo mucho que hacer. Raymond, ¿recordáis si cuando el padre Augustin examinó los archivos antiguos comprobó que faltaba alguno?
Raymond se mostró un tanto sorprendido por este cambio en nuestra conversación. Tal como supuse, lo distrajo de la cuestión de si yo debía interrogar de nuevo a Bruna d'Aguilar. Pestañeó, me miró perplejo y emitió unos sonidos ininteligibles.
– ¿Lo recordáis? -reiteré-. Os pidió que comprobarais si las dos copias se hallaban en la biblioteca del obispo. ¿Hicisteis lo que os pidió?
– Sí, padre.
– ¿Y encontrasteis ambas copias allí?
– No, padre.
– ¿Sólo una?
– No, padre.
– ¿No? -Miré a Raymond, el cual se rebulló en su asiento con inquietud-. ¿Cómo que no?
– No encontré ninguna copia allí.
– ¿Ninguna? ¿O sea que faltaban ambas copias?
– Sí, padre.
¿Cómo describiros mi asombro, mi incredulidad? Me sentía como el pueblo de Isaías, que oía pero no alcanzaba a comprender.
– Esto es increíble -protesté-. ¿Estáis seguro? ¿Habéis mirado en la biblioteca del obispo?
– Sí, padre, miré allí y…
– ¿Mirasteis bien? Pues hacedlo de nuevo. Volved a registrar la biblioteca del obispo en busca de esas copias.
– Sí, padre.
– Si no dais con ellas, yo mismo las buscaré. Pediré al obispo una explicación. Esto es muy importante, Raymond, es preciso que hallemos esos archivos.
– Sí, padre.
– ¿Se lo comunicasteis al padre Augustin? ¿No? ¿No le dijisteis nada? Pero ¿por qué?
– ¡Porque murió, padre! -Nervioso, Raymond asumió un tono defensivo-¡Y vos os fuisteis a Casseras! ¡Olvidé decíroslo! ¡No me lo preguntasteis!
– ¿Cómo iba a preguntároslo si…? ¡Da lo mismo! -exclamé moviendo una mano-. Id en busca de esas copias. Ahora mismo. ¡Apresuraos!
– No puedo, padre. Esto… yo…
– El padre Pierre-Julien necesita que esté presente en otro interrogatorio -terció Durand.
– ¿Cuándo?
– Dentro de unos minutos.
– Pues le sustituiréis vos -informé a Durand-. En cuanto a vos, Raymond, id ahora mismo a la biblioteca del obispo. Quiero que examinéis todos los archivos que se encuentran allí. ¿Entendido?
Raymond asintió con la cabeza. Luego se marchó, aún en apariencia aturdido, y me quedé para enfrentarme a las protestas de Durand. No solía manifestarlas a voz en cuello ni con tono lastimero, como habría hecho Raymond en parecidas circunstancias. (Es más, me sorprendió que Raymond obedeciera con tal docilidad una orden que, por su misma naturaleza, sin duda le fastidiaba.) Por lo general, Durand expresaba su enojo a través de sus silencios, que solían ser muy enfáticos.
Pero en esta ocasión expresó su disgusto sin ambages.
– ¿Insinuáis que el padre Pierre-Julien ha amenazado con emplear el potro para obligar a los prisioneros a confesar?
Más que una pregunta, era una protesta. Comprendí a qué se refería Durand.
– Sólo podemos esperar que la amenaza baste -respondí.
– Disculpadme, padre, pero quizá recordéis que cuando accedí a trabajar para el Santo Oficio…
– Expusisteis a las claras lo que pensabais sobre ciertos temas. Sí, Durand, lo recuerdo bien. Y habréis observado que, durante el tiempo que habéis trabajado para mí, jamás he ofendido vuestros sentimientos al respecto. Por desgracia, ahora estáis obligado a trabajar para el padre Pierre-Julien. Y si no estáis de acuerdo con sus métodos, os recomiendo que lo habléis con él… como he hecho yo.
Quizá fui demasiado brusco, demasiado duro. Confieso que lo hice para desahogarme, para aliviar mi acongojado corazón. Acto seguido di media vuelta y bajé para dirigirme a mi mesa, donde empecé a rebuscar entre los papeles del padre Augustin. Pero quizá no comprendáis el motivo de esa actividad. Quizás hayáis olvidado que Bruna d'Aguilar no era el último nombre en la lista de sospechosos de haber sobornado al padre Augustin. ¿Lleváis la cuenta de los sospechosos?
Oldric Capiscol había muerto. Raymond Maury había sido sentenciado. Bernard de Pibraux ayunaba en la prisión. Aimery Ribaudin había conseguido evitar ser juzgado. Bruna d Aguilar había sido investigada a fondo. La única persona sospechosa que quedaba era Petrona Capdenier.
Según la declaración de un perfecto interrogado por el padre Jacques, años atrás Petrona Capdenier había albergado y dado de comer al susodicho perfecto. Al igual que Oldric, ésta había cometido su pecado mucho antes de que el padre Jacques asumiera su cargo en el priorato. No obstante, aunque el archivo que contenía el acta de Oldric (marcada y profusamente glosada) se encontraba entre los papeles del padre Augustin, yo no había hallado ningún archivo en el que constara la declaración ni la sentencia de Petrona. Al parecer no había sido arrestada por el padre Jacques, y si el motivo residía en el hecho de que ya había sido condenada, no parecía existir prueba alguna de esa condena.
Al recordar que el padre Augustin había buscado un archivo que faltaba, me pregunté si dicho archivo contenía el caso de Petrona Capdenier. Esta deducción fue propiciada por una nota marginal, escrita junto a la declaración del perfecto que he citado antes, de puño y letra del padre Augustin, que hacía referencia a una determinada época y a un antiguo inquisidor de Lazet, el cual había muerto hacía muchos años. Era evidente que el padre Augustin había deducido de esa información que debía examinar los archivos referentes a los juicios celebrados en esa época. Era evidente que había buscado los susodichos archivos. Y era evidente que el hecho de que ninguno de ellos se hallara entre sus papeles indicaba que o bien la búsqueda del nombre de Petrona entre esos archivos había sido infructuosa, o que el archivo en el que constaba había desaparecido.
Rebusqué de nuevo entre las notas del padre Augustin, pero no encontré ninguna referencia a los archivos que faltaban. Sabiendo que el padre Augustin habría seguido insistiendo con diligencia en el asunto, llegué a la conclusión de que había muerto antes de poder hacerlo. La cuestión era si el archivo que faltaba y la correspondiente copia se habían extraviado, o si alguien los había robado.
En el supuesto de que se hubiera cometido un robo, podía haber ocurrido en cualquier momento durante los cuarenta últimos años. Pero sólo podía haber sido llevado a cabo por un determinado número de personas, dado que el acceso a los archivos inquisitoriales siempre había estado restringido. Como es natural, todos los inquisidores pueden consultarlos cuando lo deseen. Al igual que varios notarios empleados por el Santo Oficio. Hacía poco se había entregado al obispo unas copias de los archivos y, antes de que se creara la diócesis de Lazet, esas copias se habían guardado en el priorato. Que yo recordara, sólo el prior y el bibliotecario poseían llaves del arcón en el que se guardaban dichos documentos.
Después de identificar a los posibles culpables, reflexioné sobre los posibles motivos de haber robado los archivos. Pudo haberlo hecho el padre Jacques, para ocultar el delito de una mujer que le había pagado por ese servicio. (¿O le habían pagado los descendientes de ésta?) Por otra parte, si el padre Jacques había destruido el archivo, ¿por qué no había tachado también el nombre de Petrona de la confesión del perfecto? Es más, ¿por qué había dejado que el nombre de Raymond Maury apareciera en los archivos?
A mi entender, existían dos motivos más probables para robar un archivo. En primer lugar, si alguien cuya condena constaba en el mismo había reincidido de nuevo en la herejía, años más tarde, ese hereje habría sido ejecutado con toda seguridad a menos que no hubieran hallado el expediente de su anterior delito. Recordé un caso en Toulouse, en que una tal Sibylla Borrell, tras haber confesado y abjurado de la doctrina herética diez años antes, había sido arrestada cinco años más tarde por unas prácticas similares. Sin duda habría sido condenada a la hoguera, de no haberse extraviado su primera abjuración. Pero como había desaparecido, sólo pudieron condenarla por una primera falta y sentenciarla a cadena perpetua.