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Asimismo, conviene recordar que los antepasados heréticos constituyen un obstáculo para que uno prospere. Uno no puede ejercer de notario ni funcionario público si posee esa mancha hereditaria. ¿Era posible, me pregunté, que uno de los notarios inquisitoriales hubiera descubierto el nombre de su abuelo en el archivo que faltaba? ¿Era posible que lo hubiera descubierto Raymond? Esa idea me espantó, pues era terrible. ¡Un traidor entre nosotros! ¡Otro traidor! Pensé horrorizado en la posibilidad de que Raymond hubiera ordenado que asesinaran al padre Augustin por el simple hecho de que éste buscaba el archivo que él había robado.

Pero negué con la cabeza enérgicamente. Sabía que esas ideas eran infundadas y extremas, toda vez que las pruebas eran escasas y los posibles culpables muy numerosos. Quizás el archivo, debido a un error, no había sido copiado. Quizá se había perdido al igual que el documento en Toulouse. Existían varias explicaciones razonables.

Con todo, si Raymond Donatus no conseguía hallar el archivo, era preciso interrogarle cuanto antes. Me propuse también buscar el archivo de marras yo mismo. Tan pronto como tomé esa decisión regresé al scriptorium y me puse a rebuscar en los dos grandes arcones que contenían los archivos. Nadie me preguntó qué hacía. Durand había ido a reunirse con mi superior en el calabozo subterráneo, y el hermano Lucius no dijo una palabra. Siguió escribiendo, sorbiéndose de vez en cuando los mocos o restregándose los ojos, mientras yo examinaba casi cien años de depravación.

Fue una tarea laboriosa, pues los archivos no estaban ordenados, aunque buena parte de los superiores correspondían a épocas recientes. Por lo demás, el acta que contenía cada archivo estaba clasificada, como de costumbre, de acuerdo al lugar de residencia del acusado en lugar de las fechas en que habían sido transcritas las deposiciones. Mientras me afanaba en examinar ese desordenado amasijo de declaraciones, mi furia contra Raymond Donatus iba en aumento. Estaba convencido de que no había cumplido con su deber, lo cual me parecía un pecado casi tan grave como asesinar al padre Augustin. Todo indicaba que el archivo que faltaba se había extraviado. Pensé que era un verdadero milagro que no hubieran desaparecido más archivos debido a la incompetencia del notario.

– Lucius -dije, y éste me miró por encima de la punta de su pluma-, ¿sois capaces de examinar estos archivos?

– No, padre, no estoy autorizado a consultarlos.

– Pues para que lo sepáis, son un desastre. ¿Qué hace Raymond durante todo el santo día? Supongo que hablar. Hablar y hablar sin parar.

El escriba no dijo nada.

– Hay multitud de folios sueltos. ¡Y carcoma! ¡Es abominable! ¡Imperdonable! -Decidí ordenar los documentos yo mismo, una tarea en la que seguía ocupado cuando, poco antes de completas, se presentó de pronto Pierre-Julien en el scriptorium. Jadeaba y sudaba copiosamente, como si hubiera subido aprisa por la escalera. Tenía el rostro insólitamente arrebolado.

– ¡Ah, hijo mío! -exclamó jadeando-. Por fin doy con vos.

– Aquí me tenéis.,

– Sí. Bien. Acompañadme, os lo ruego, deseo hablar con vos.

Intrigado, le seguí escaleras abajo. Pierre-Julien estaba muy nervioso. Cuando llegamos a mi mesa, se volvió hacia mí y cruzó los brazos. La voz le temblaba con emoción contenida.

– Me han informado -dijo- de que os negáis a seguir mi consejo en lo referente a interrogar a los prisioneros sobre el tema de la brujería. ¿Es cierto?

Sorprendido, durante unos instantes no supe qué responder. Pero Pierre-Julien no esperó a que le ofreciera una respuesta.

– En vista de las circunstancias -prosiguió-, he decidido asumir el control de la investigación del asesinato del padre Augustin.

– Pero…

– Haced el favor de entregarme todos los documentos relativos al caso.

– Como gustéis -respondí. Antes que emplear su ridículo sistema de interrogación, prefería renunciar a la tarea-. Pero debo informaros de que he descubierto…

– También he considerado vuestro futuro en el Santo Oficio. A mi modo de ver no abordáis esta labor con el debido talante.

– ¿Cómo?

– He decidido hablar del asunto con el obispo y el prior Hugues. Entretanto, podéis encargaros de la correspondencia y otros modestos menesteres…

– Un momento. Aguardad -dije alzando una mano-. ¿Pretendéis destituirme de mi cargo?

– Estoy facultado para hacerlo.

– ¿Acaso creéis que podéis trabajar aquí sin mi ayuda?

– Sois un hombre vanidoso e insolente.

– Y vos un necio. Un pellejo de vino vacío. -De pronto perdí los estribos-. ¿Cómo os atrevéis a suponer que podéis darme órdenes? ¡Vos, que ni siquiera sois capaz de llevar a cabo un sencillo interrogatorio sin recurrir a las torpes armas que exige vuestra absoluta incompetencia!

– «Que callen para siempre los labios mentirosos, que, soberbios y despectivos, lanzan insolencias contra el justo.»

– Yo iba a decir eso mismo.

– Retiraos -dijo Pierre-Julien con labios temblorosos-.No deseo seguir viéndoos aquí.

– Muy bien. Porque veros me produce náuseas.

Acto seguido me fui, para que Pierre-Julien no presenciara la intensidad de mi ira. No quería demostrarle lo amargo que había sido el golpe que me había propinado, lo profundamente que me había herido en mi amor propio. Mientras me encaminaba de nuevo al priorato, le cubrí de maldiciones: «¡Que el polvo de tu tierra se convierta en piojos! ¡Que tú mismo te conviertas en excremento sobre la faz de la tierra! ¡Que tu sangre brote por la fuerza de la espada! ¡Malditos sean tu trigo y tu centeno…!», al tiempo que trataba de convencerme de que por fin me había librado del yugo que me había colocado en torno al cuello, de su tiranía. ¡Era una bendición! ¡Debía darle gracias al Señor! Sin mi ayuda, Pierre-Julien se hundiría en un lodazal de confusión y frustración. Tendría que arrastrarse hasta luí para pedirme que le auxiliara.

Me decía todo esto, pero no logré apaciguar mi turbado espíritu. ¡Ya veis hasta qué punto me había apartado de la humildad perfecta! Deseé que el fuego del infierno cayera sobre él. Deseé que Dios le hiriera con las úlceras de Egipto, con almorranas, con sarna, con tina, de que no se curara. En esa ocasión no me comporté como un siervo de Cristo, ¿pues qué dice el noble y bendito Señor que habita en la eternidad? «Yo habito en la altura y en la santidad, pero también con el contrito y humillado.»

Cuando reflexionéis sobre mi ira, quizás os preguntéis: ¿es este el hombre que afirma haber conocido el amor divino? ¿Es este el hombre que se ha comunicado con el Señor, que ha probado su infinita misericordia? Quizás estas reflexiones os induzcan a cambiar de parecer. Y estaría más que justificado, porque yo también había empezado a dudar. Mi corazón estaba ahora frío como el pedernal; halagaba la vanidad; mis iniquidades se habían multiplicado. Mi alma estaba atribulada por asuntos terrenales, en lugar de buscar la ciudad cuyo río constituye una fuente de alegría, y cuyas puertas el Señor ama más que las doce tiendas de Jacob. Me había alejado del abrazo de Dios, o quizás ese abrazo nunca me había sido ofrecido.

Esa noche mi duro corazón, caldeado por la fiebre de la angustia, en lugar de la llama del amor, se enfrió poco a poco mientras reflexionaba acostado en mi catre. Pensé con desesperación en todos mis pecados, y en los enemigos que me habían tendido una trampa junto al camino. Supliqué en silencio: ¡Líbrame de ese hombre falso e injusto! Luego pensé en Johanna, y hallé un consuelo que la contemplación del Señor no me había proporcionado, pues al contemplar a Johanna no sentí vergüenza de mis defectos y debilidades. (¡Que Dios perdone mis pecados!) Me pregunté qué estaría haciendo Johanna, si ya habría partido hacia su residencia de invierno, y si pensaría en mí acostada en la oscuridad. Probé, a sabiendas, la fruta prohibida, que era dulce e hizo que ansiara comer más. Pensé en la promesa que había hecho a Johanna de que recibiría noticias mías; durante varias semanas me sentí tentado a escribirle una carta confesándole la impura estima que sentía por ella, y declararle mi intención de no volver a vernos. Desde luego, era una carta difícil de escribir y casi imposible de enviar sin suscitar sospechas. A fin de cuentas, ¿qué hacía un monje escribiendo a una mujer? ¿Y cómo podía expresarme con franqueza a una persona que no sabía leer?