De pronto me incorporé en la cama. ¡La carta! Los pensamientos sobre una carta me habían llevado a pensar en otra: la carta del obispo de Pamiers, la carta referente a la posesión diabólica de Babilonia. Seguía entre los papeles del padre Augustin. Si Pierre-Julien la encontraba, los resultados podían ser trágicos. ¿Quién sabe qué absurdas y erróneas conjeturas se fraguarían en aquel tarugo que portaba sobre los hombros?
Comprendí que debía rescatarla y decidí hacerlo. Luego permanecí toda la noche en vela, atormentado por el temor de no alcanzar mi objetivo antes de que lo hiciera Pierre-Julien.
A la mañana siguiente, no asistí a maitines. Me dirigí rápido a la sede del Santo Oficio, tiritando debido a los primeros fríos del invierno. Al llamar a la puerta exterior, me sorprendió no obtener una respuesta inmediata, pues durante la noche solía permanecer un centinela apostado, en el interior, junto a esa puerta. Entonces se me ocurrió que el hermano Lucius, que era muy madrugador, quizá ya había llegado. Así que llamé con más energía, y por fin me respondió la voz del escriba.
– ¿Quién es? -preguntó.
– El padre Bernard. Abrid.
– Ah. -Oí unos pasos y se abrió la puerta. Luego vi el rostro del hermano Lucius-. Pasad, padre.
– A veces me pregunto por qué os molestáis en regresar a Saint Polycarpe por las noches -comenté, pasando junto a él-. Deberíais dormir aquí y ahorraros esos madrugones. -Mientras el hermano Lucius echaba de nuevo el cerrojo a la puerta, me encaminé con celeridad hacia mi mesa, pero los papeles del padre Augustin habían desaparecido de ella. Maldiciendo en silencio, me dirigí a la estancia del inquisidor. Pero no encontré nada.
Por lo visto Pierre-Julien se había llevado los papeles a su celda.
Aturdido por este inesperado golpe, me senté en una silla y medité sobre las alternativas que se me ofrecían. Rescatar la carta de la celda de Pierre-Julien no me resultaría difícil, siempre y cuando éste estuviera ausente. Pero si Pierre-Julien se proponía llevar siempre encima esos papeles, mis posibilidades de rescatar la carta eran remotas. ¿Y en todo caso de qué me serviría, si él ya la había encontrado? Todo indicaba que Pierre-Julien había pasado un buen rato la noche anterior consultando esos documentos, de otro modo no se los habría llevado al priorato.
Decidí que lo mejor que podía hacer, suponiendo que Pierre-Julien se negara a entregarme esos papeles, era acceder a ellos en su presencia y recuperar la carta mientras trataba de distraerle. Por ejemplo, comentándole que faltaba un archivo.
Me levanté y llamé al escriba.
– ¡Lucius!
– ¿Qué deseáis, padre?
Al penetrar en la antesala, vi que Lucius había empezado a subir la escalera.
– ¿Sabéis si Raymond tardará en llegar, hermano? Suele hacerlo antes que yo.
El hermano Lucius reflexionó unos instantes.
– A veces llega temprano y otras se retrasa -respondió con cautela-. Pero no suele llegar tan temprano.
Decidí en el acto visitar la casa del notario y preguntar a Raymond si había hallado el archivo que faltaba en la biblioteca del obispo. Si no había dado con él, expondría de inmediato este inquietante hecho a Pierre-Julien, a quien quizá le parecería tan insólito que soltaría la carta que yo anhelaba recuperar. Para no perder tiempo, pues el tiempo daría a Pierre-Julien la ocasión de leer la susodicha carta, di las gracias al hermano Lucius y me fui a la residencia de Raymond Donatus. Sabía dónde se encontraba, aunque nunca había puesto el pie en ella. La casa, antaño el hospitum de un comerciante de harina, había sido adquirida hacía cinco años por Raymond, quien había transformado el almacén de techo abovedado en unos establos. (Debo señalar que el notario poseía dos caballos, tan preciados para él como sus viñas; hablaba más de sus caballos que de su hijo y su hija.) Era una vivienda muy espaciosa, con dinteles de piedra esculpidos sobre las ventanas. En el interior, las vigas del techo estaban pintadas a rayas rojas y amarillas. Había incluso unas sillas dispuestas en torno a la mesa, y un crucifijo que colgaba sobre la puerta de entrada.
Pero cuando la esposa de Raymond me abrió la puerta, observé que estaba vestida con harapos, como una sirvienta, y que tenía la cara sucia.
– ¡Ah, padre Bernard! -dijo.
– Ricarda.
– Estaba limpiando. Disculpadme, llevo mis ropas viejas. -Tras invitarme a pasar, me ofreció bebida y comida, que yo rechacé dándole las gracias. Mientras echaba una ojeada a la cocina, con su imponente hogar y sus jamones que colgaban del techo, le dije que deseaba hablar con Raymond.
– ¿Con Raymond?
– Vuestro esposo. -Al observar que la mujer me miraba sin comprender, añadí- ¿No está en casa?
– No, padre. ¿No está en el Santo Oficio?
– No que yo sepa.
– Qué raro. Estuvo allí toda la noche.
– ¿Toda la noche? -inquirí, tardando unos instantes en reaccionar. La pobre y atribulada mujer empezó a mostrar signos de agitación.
– Él… a menudo se queda a trabajar allí toda noche -balbució-. Al menos eso me dice.
– Ya. -Entonces comprendí, demasiado tarde, lo que había estado haciendo Raymond. Había pasado unas noches con unas rameras y había mentido a su mujer. Me enfureció pensar que había utilizado el Santo Oficio como excusa.
– Ricarda -dije, negándome a mentir para proteger a Raymond-, vuestro esposo no estaba en el Santo Oficio cuando me marché. La única persona que había allí era el hermano Lucius.
– Pero…
– Si vuestro esposo no regresó a casa anoche, debéis exigirle otra explicación.
– ¡Lo han secuestrado! ¡Algo malo le ha ocurrido!
– Lo dudo.
– ¡Ay, padre! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer, María?
María era la nodriza; estaba sentada junto al hogar dando de mamar a una criatura, y presentaba un aspecto tan rollizo como marchito era el de Ricarda.
– Preparaos un poco de ponche caliente, Domina -aconsejó a su patrona-. A vuestro esposo no le ha ocurrido nada malo.
– ¡Pero ha desaparecido!
– Nadie puede desaparecer en esta ciudad -replicó la nodriza. Ambos nos miramos. Aunque hablaba de forma lenta y plácida, era una mujer perspicaz.
– Ayudadme, padre -me rogó la desconsolada esposa-. Debemos dar con él.
– Estoy tratando de dar con él…
– Quizá lo hayan matado los herejes, al igual que mataron al padre Augustin. ¡Ay, padre! ¿Qué puedo hacer?
– Nada -respondí con energía-. Quedaos aquí y esperad. Y cuando vuestro esposo aparezca, quiero que le echéis una buena reprimenda por su infame conducta. Imagino que estará jugando a los dados en algún garito y ya no sabe si es de día o de noche.