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– ¡Jamás! ¡Nunca haría semejante cosa!

Al ver que Ricarda rompía a llorar, y sintiéndome incapaz de consolarla, le aseguré que hallaría a su esposo. Me fui lamentando haberle causado tanta pena, pero confiando al mismo tiempo en que Raymond sufriera las consecuencias de su infamia. ¡Afirmar que trabajaba toda la noche! Era increíble.

Decidí regresar al Santo Oficio, denunciar la desaparición del notario y aprovechar la oportunidad para cerciorarme del paradero de los papeles del padre Augustin, pues sabía que Pierre-Julien siempre iniciaba su jornada de trabajo después de maitines. De camino me tropecé con Roger Descalquencs en el mercado, y me detuve para saludarle. Roger estaba enzarzado en una pequeña disputa sobre impuestos (los impuestos sobre las mercaderías son objeto de tantas quejas como los diezmos), pero interrumpió su discusión con un airado vendedor de quesos cuando vio que yo esperaba para hablarle.

– Saludos, padre -dije-. ¿Me andabais buscando?

– No -contesté-. Pero ya que me he topado con vos, deseo comentaros una cosa.

Roger asintió con la cabeza, me llevó aparte y conversamos en voz baja mientras a nuestro alrededor las ovejas balaban, los compradores regateaban y los vendedores ambulantes proclamaban las virtudes de sus productos. Le expliqué que Raymond Donatus se había esfumado de la noche a la mañana, que había desaparecido. Le expuse mis sospechas de que el notario estaba durmiendo en el lecho de una prostituta para reponerse de los efectos de la juerga que se había corrido. Y pedí al senescal que los soldados de su guarnición, conocidos por ser algunos de los elementos más pecadores de Lazet, se mantuvieran alerta por si veían al notario.

– ¿Decís que no ha aparecido en toda la noche? -preguntó Roger con expresión pensativa-. Sí, es muy preocupante.

– No estoy preocupado. Está claro que no es la primera vez que ocurre. Quizá se encuentre en estos momentos en el Santo Oficio.

– O quizás esté tendido sobre un montón de estiércol con el cuello rebanado.

Perplejo, medité sobre esa conjetura. ¿Qué había llevado al senescal a semejante conclusión?

– Tratar con putas equivale a tratar con ladrones -contestó-. Junto al río, entre mendigos y barqueros, hay unos individuos dispuestos a cortaros el cuello por un par de zapatos.

– Pero no me consta que Raymond se solace entre esas gentes. Que yo sepa, le gustan las sirvientas y las viudas.

– Una puta es una puta -declaró el senescal dándome una palmada en la espalda-. Descuidad, padre, daré con Raymond aunque le hayan arrojado al río. En esta ciudad no se me escapa nadie.

Tras comprometerse a hallar a Raymond, Roger reanudó su discusión con el quesero, no sin antes hacer que le prometiera que si encontraba a Raymond en el Santo Oficio, se lo notificaría cuanto antes a uno de los guardias de la guarnición. Aunque Roger estaba de un talante jovial, no debe sorprenderos que sus siniestros pronósticos me turbaran. Cuando regresé a la sede del Santo Oficio me atormentaban unos ingratos pensamientos: pensé en la posibilidad de que hubieran asesinado a Raymond para robarle y que hubieran arrojado su cadáver al río. O que, por ser un empleado del Santo Oficio, hubiera: sufrido una suerte semejante a la del padre Augustin. Claro está que eran unos pensamientos irracionales, pues existía una explicación más probable, la que yo había ofrecido a Roger en primer lugar. Con todo, me sentía muy preocupado.

Cuando llegué al Santo Oficio, me abrió el propio Pierre-Julien. A juzgar por su rostro tumefacto e hinchado, había pasado la noche en vela y se mostró enojado al verme. Pero antes de que pudiera quejarse de mi presencia, le pregunté si Raymond Donatus se hallaba en el edificio.

– No -contestó-, y debo llevar a cabo un interrogatorio. Me disponía a enviar a un familiar a su casa.

– No lo encontraréis allí -le interrumpí- ¡Raymond no ha aparecido por su casa en toda la noche!

– ¿Qué?

– Su esposa no lo ha visto desde ayer por la mañana. Yo no lo he visto desde ayer por la tarde. -Y el hecho de que Raymond tuviera que estar presente para levantar, acta del interrogatorio, me inquietó profundamente. Aunque no era la primera vez que Raymond pasaba la noche fuera de su casa, era la primera vez que no asistía a un interrogatorio previsto-. Sospecho que suele pasar las noches con rameras, y me preocupa que haya caído entre ladrones. Claro que quizá se haya dedicado tan sólo a satisfacer sus apetitos…

– Debo irme -declaró Pierre-Julien. Yo seguía en el umbral, pues éste me había interceptado el paso, y al pasar junto a mí por poco me derriba-. Haced que venga Durand Fogasset -prosiguió, emitiendo su orden sin detenerse-. Decid a Pons que el interrogatorio ha sido suspendido.

– Pero…

– No os mováis de aquí hasta mi regreso.

Asombrado, lo observé mientras se alejaba. Su inesperada partida no admitía explicación alguna. Pero de pronto se me ocurrió que su habitación estaba ahora desierta y fui a registrar su mesa.

Tal como había supuesto, encontré allí los papeles del padre Augustin, y entre ellos la carta del obispo de Pamiers. ¡Alabado sea el Señor! Ésta era la prueba de la misericordia divina.

Oculté el documento entre mi ropa, pensando en destruirlo quizá más tarde. Luego, obedeciendo la orden de Pierre-Julien, me dirigí a la prisión para pedir a Pons que hiciera venir a Durand Fogasset. De paso le comuniqué la ausencia de Raymond. Convinimos que, por culpa de una pelandusca, un hombre puede acabar mal; Raymond, dijo Pons, no debió «introducir su pabilo en vela ajena».

– Yo creo -añadió-, que ese idiota se ha acostado con la esposa de otro hombre y se ha ido de la lengua. Es muy propio de él.

– ¿ Conoces el nombre de su conquista más reciente? -inquirí.

– Si lo supiera, os lo diría. Estoy demasiado atareado para ocuparme de las porquerías de Raymond. Pero quizá lo sepa el escriba, o ese joven, Durand.

Fue un buen consejo. Pero cuando hablé con el hermano Lucius en el scriptorium, respondió con vaguedades que no me sirvieron de ayuda. ¿Mujeres? Había habido muchas mujeres.

– Me refiero a recientemente -insistí-. Durante las últimas semanas.

– Ah… -El pobre canónigo se sonrojó-. Procuro no escuchar, padre… son unas conversaciones pecaminosas.

– Por supuesto. Lo comprendo. E imagino que aburridas. Pero ¿recordáis algunos nombres, hermano? ¿O detalles sobre esas mujeres?

– Todas parecen tener una naturaleza extremadamente lasciva -farfulló todo colorado-. Y los pechos grandes.

– ¿Todas?

– Raymond los llama «ubres». Le gustan mucho las «ubres grandes».

– Ya.

– Una se llamaba Clara -prosiguió el hermano Lucius-. La recuerdo porque me dije: ¿cómo es posible que una mujer que ostenta el nombre de esa bendita santa sea una fuente de iniquidad?

– Sí. Es un pecado grave.

– Pero Raymond no suele revelarme sus nombres -dijo el escriba-. Prefiere identificarlas según su aspecto.

Imaginé lo que debía sentir el escriba. Incluso me identifiqué con él. Es más, sentí una compasión tan profunda por el hermano Lucius, que desistí de seguir interrogándolo. Ya le había mortificado bastante, pensé. Algunos monjes hablan sobre el coito y las mujeres sin pestañear, franca y alegremente, pero Lucius no era así. Era un hombre de gran modestia, criado por una madre viuda, ahora, ciega, y enclaustrado desde los diez años.

– ¿Visteis a Raymond ayer tarde? -pregunté-. Fue a Saint Polycarpe, pero ¿regresó después de que yo me marchara?

– Sí, padre.

– ¿Ah, sí?

– Sí, padre. Cuando me fui para asistir a completas él seguía aquí.

– ¿Os dijo algo? ¿Referente a la biblioteca del obispo? ¿Referente a dónde fue anoche?