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Pero el padre Augustin se limitó a responder:

– No hemos venido aquí para hacer amigos, hermano.

Y me miró con cierto aire de censura.

Entre las numerosas obras notables que se conservan en el priorato de Lazet se halla la Historia albigensis de Pierre de Vaux-de-Cernay. Dicha crónica contiene el relato de unos hechos que, de no ser por el don bendito de las letras, sin duda habrían caído en el olvido, pues pocos desean recordar unos tiempos tan cruentos ni las raíces de la amargura que los propició. Quizá (¿quién sabe?) sería preferible que cayeran en el olvido; desde luego, uno no querría que se difundiera la vergonzante historia de la fascinación que las doctrinas perversas han ejercido sobre esta provincia. Baste decir que si consultáis la Historia albigensis comprenderéis con toda claridad las oscuras infidelidades que atrajeron la ira de la cristiandad sobre nosotros, aquí en el sur. No me atrevo siquiera a resumir los hechos relatados por el susodicho Pierre, el cual, imitando a Simón de Montfort, describió numerosas batallas y asedios, mientras los ejércitos de la cruzada hacían de nuestras montañas campo de devastación, y de nuestras heredades pastizales de desierto. En cualquier caso, fue una guerra que tiene poco que ver con mi modesto relato. Si me he referido a la obra del padre Pierre es porque ofrece una fiel descripción del grado en que «esa abominable plaga de depravación herética», la secta de los herejes maniqueos o albigenses (conocidos también como cataros), había infectado a mis congéneres antes de que se emprendiera una cruzada contra ellos. Desde el más noble al más humilde, vagaron aquí y allá por los eriales del error; según afirma Pierre, incluso los nobles de esta tierra «se convirtieron casi todos en defensores y recibidores de herejes».

Y como sin duda os habréis percatado, la plebe sigue siempre los pasos de los nobles.

¿Por qué los siguen? ¿Por qué se apartan de la luz? Algunos achacan la culpa a la misma Iglesia santa y apostólica, debido a su codicia e ignorancia, a la vanidad de sus sacerdotes y a la simonía de sus pontífices. Pero cuando miro a mi alrededor veo orgullo e ignorancia en las raíces de toda disidencia. Veo a bellacos que aspiran, no ya al sacerdocio, sino a la responsabilidad de la profecía. Veo a mujeres que pretenden enseñar, y a campesinos que se llaman a sí mismos obispos. (Hoy en día, gracias a Dios, eso ya no ocurre, pero antaño los cataros tenían sus propios obispos y consejos.)

Ésta era la grave situación en que nos encontrábamos hace centenares de años, más o menos. Hoy, gracias a la diligencia del Santo Oficio, la herejía ha sido exterminada: la enfermedad ya no está difundida y expuesta, como las llagas de un leproso, sino que se encona en lugares recónditos, en bosques y montañas, detrás de una falsa devoción, debajo de una piel de cordero. Según pude comprobar después de consultar a Jean de Beaune en Carcasona, a Bernard Gui en Toulouse y al nuevo obispo de Pamiers, Jacques Fournier, que hace poco instigó un ataque contra las creencias heterodoxas en su diócesis, la última epidemia de esta infección fue provocada gracias a los esfuerzos de un tal Pierre Authie, otrora notario de Foix, que fue quemado por sus desmanes en 1310. Pierre y su hermano Guillaume se convirtieron en adeptos de la doctrina hereje en Lombardía, y regresaron a su tierra a fines del pasado siglo como perfectos, o sacerdotes, para convertir a otros. Bernard Gui calcula que debieron de convertir más o menos a un millar de creyentes. Sembraron una semilla que ha germinado, florecido y vuelto a retoñar, hasta el punto de que en las laderas y los pasos de los Pirineos prolifera esta mala hierba.

De ahí el número de campesinos procedentes de las montañas que están presos en nuestra cárcel, unos pobres ignorantes que de no ser por su necia obcecación inspirarían lástima. Con qué tenacidad se aferran a sus estúpidos errores, insistiendo, por ejemplo, en que si no hay pan en la barriga, no hay alma. O en que las almas de los hombres malos no irán al infierno ni al paraíso después del Juicio Final, sino que serán arrojadas a los abismos por los demonios. O incluso en que quienes agitan las manos o los brazos al andar causan graves daños, pues esos movimientos arrojan muchas almas de los muertos a la Tierra. Dudo que los perfectos maniqueos impartieran esas doctrinas tan absurdas (su código de creencias, aunque equivocado, no deja de tener cierta lógica dentro de su perversidad). No, las extrañas convicciones de esos imbéciles son de su propia cosecha. Instruidos por los perfectos para dudar y ponerlo todo en tela de juicio, crean sus propias doctrinas según les conviene. ¿Y adonde conduce todo esto? A hombres como Bertrand Gaseo.

Bertrand provenía de Seyrac, una aldea situada en las montañas atestadas de herejes y pastores de ovejas. Comoquiera que los perfectos afirman que la cópula, incluso entre un hombre y su esposa, es pecado (si consultáis la primera parte de la Historia albigensis comprobaréis que el autor tabula este error de la siguiente forma: «Que el santo matrimonio no es sino lascivia, y quienquiera que engendre hijos o hijas en ese estado no puede salvarse»), dado que, como digo, es uno de los principios maniqueos, Bertrand Gaseo lo utilizó para sus propios fines. Un tejedor cachigordo, enfermizo, de semblante adusto, con escasas pertenencias y nula educación, logró, sin embargo, seducir a numerosas mujeres (no he calculado el total); entre ellas a varias casadas, una hermana suya y otra que era su hermanastra. Para justificar un pecado tan monstruoso, explicaba a sus ignorantes víctimas que era más pecaminoso yacer con el marido que con cualquier otro hombre, inclusive un hermano. ¿Por qué? ¡Porque la esposa no creía estar pecando cuando yacía con su marido! También afirmaba que Dios jamás había ordenado a ningún hombre que no aceptara a su hermana de sangre como esposa, puesto que cuando se creó el mundo los hermanos copulaban con sus hermanas. En esta afirmación detecté al instante la influencia de alguien más instruido que Bertrand, y conseguí sonsacarle un nombre, el de un perfecto, Ademar de Roaxio. Se da la circunstancia de que ese tal Ademar había sido también arrestado y se hallaba encerrado en la cárcel junto con Bertrand.

No creí que Ademar hubiera inculcado en Bertrand ese perverso dogma para animarle a perseguir a sus parientes femeninas. Sin duda, esos errores fueron presentados simplemente para apoyar la tesis de que la cópula es un pecado, dentro y fuera del matrimonio, entre extraños o hermanos. Dado que Ademar era un hombre de temperamento ascético, no habría aprobado las actividades de Bertrand. Deduzco que el perfecto vivía tal como decía, como la doctrina herética decretaba que debía vivir: con castidad, pobreza, subsistiendo con una dieta que excluía la carne, los huevos y el queso (por ser fruto del coito), absteniéndose de juramentos, mendigando y predicando. Algunas autoridades afirman que los herejes mienten cuando aseguran ser castos, pobres o puros, y es cierto que muchos herejes son unos mentirosos, fornicadores y glotones. Pero algunos no; lo son. Algunos, como Ademar, son creyentes auténticos. Lo cual los hace aún más temibles.

A través de la declaración de una testigo llamada Raymonda Vitalis, averigüé que en cierta ocasión unas personas habían pedido a Ademar que bendijera a una niña moribunda utilizando la bendición denominada consolamentum, que comprende numerosas oraciones y postraciones. Esto, según creen los herejes, garantiza que un moribundo alcance la vida eterna, pero sólo si éste o ésta se abstiene de ingerir comida y agua después: «No des a tu hija nada de comer ni beber, aunque te lo pida», ordenó Ademar a la madre. Cuando ésta replicó que jamás le negaría comida o agua a su hija, Ademar le advirtió que estaba poniendo en peligro el alma de la niña. Acto seguido el padre se llevó a su esposa por la fuerza de la habitación de la niña, que murió suplicando que le dieran leche y pan.