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– No, padre.

– ¿No os dijo nada?

El hermano Lucius volvió a sonrojarse. Ordenó los objetos sobre su mesa con ademanes nerviosos y se limpió las manos en su hábito.

– El… me habló de vos, padre.

– ¿De veras? -Era lógico-. ¿Y qué dijo?

– Estaba enojado con vos. Dijo que le habíais ofendido y tratado como a un sirviente.

– ¿Y qué más?

– Dijo que la soberbia es heraldo de la ruina.

– Sin duda -respondí, y di las gracias al hermano Lucius por su colaboración. Decidí esperar a Durand, así que regresé a mi mesa, me senté y analicé la información que había recabado. Me pregunté, por primera vez, si había sido Raymond quien había informado a Pierre-Julien de que me negaba a seguir sus consejos en relación con los interrogatorios. Estaba convencido de que Durand no habría repetido mi comentario sobre interrogar a Bruna d'Aguilar. Y Lucius se habría limitado a responder a una pregunta específica; jamás habría planteado él mismo el tema.

No cabía duda de que era obra de Raymond. En el fragor de su ira, de camino al palacio del obispo, seguramente había prevenido a Pierre-Julien contra mi flagrante rebeldía. La soberbia es heraldo de la ruina. El orgullo de Raymond siempre había sido muy delicado.

Seguía absorto en mis reflexiones cuando Durand Fogasset llamó a la puerta exterior. Me levanté y fui a abrirla.

– Raymond Donatus ha desaparecido -le comuniqué cuando entró.

– Eso me han dicho.

– ¿Lo habéis visto desde ayer? Nadie lo ha visto. Ni siquiera su esposa.

El aspecto de Durand indicaba que le habían levantado de la cama, pues tenía los ojos legañosos, la cara un tanto hinchada y las ropas arrugadas. Me miró por debajo de un mechón de pelo negro.

– He dicho al padre Pierre-Julien que lo buscarais en ciertos lechos -respondió- ¿Conocéis a Lothaire Carbonel? ¿El cónsul? Hace unas semanas vi a Raymond con una de sus sirvientas.

– Un momento -dije, sorprendido por esa referencia a mi superior-. ¿Cuándo habéis hablado con el padre Pierre-Julien sobre esto?

– Hace un momento. -Durand se desplomó sobre un banco, estiró sus piernas de saltamontes, se frotó los ojos y bostezó-. Como sabéis, cuando me dirijo aquí paso delante de la casa de Raymond.

– ¿De modo que el padre Pierre-Julien se hallaba en casa de Raymond?

– Todo el mundo estaba en casa de Raymond. El senescal, buena parte de la guarnición…

– ¿El senescal?

– Él y el padre Pierre-Julien estaban discutiendo a la puerta.

Me senté. Las rodillas apenas me sostenían, pues aquel día había recibido demasiados sobresaltos.

– Discutían sobre unos archivos -prosiguió Durand con pereza pero expresión de perplejidad-. El padre Pierre-Julien insistía en que si daban con ellos, debían entregárselos a él sin abrir, puesto que eran propiedad del Santo Oficio. El senescal ha contestado que no habían encontrado ninguno, sólo los archivos personales de Raymond.

– ¿El senescal buscaba unos archivos?

– No, buscaba el cadáver de Raymond.

– ¿Qué?

Durand se echó a reír. Incluso me dio una palmada en una mano.

– Perdonadme -dijo-, ¡pero habéis puesto una cara! Según tengo entendido, padre, cuando asesinan a un hombre o a una mujer, el senescal siempre sospecha ante todo del cónyuge.

– Pero no hay prueba de que…

– … ¿Raymond esté muerto? Cierto. Personalmente, supongo que habrá bebido demasiado vino y está durmiendo la mona en algún sitio. Quizá me equivoque. El senescal tiene más experiencia en estos asuntos.

Negué con la cabeza, sentía que me hundía en un profundo lodazal donde no hacía pie.

– Claro que cabe preguntarse: ¿dónde se acuesta con esas mujeres? -prosiguió el notario-. Raymond posee un par de tiendas, aquí cerca, pero las tiene arrendadas. Puede que uno de sus arrendatarios le permita utilizar el suelo por una módica renta. O quizás utiliza un montón de estiércol, como todo el mundo…

Poco a poco mis pensamientos adquirieron coherencia. Me levanté e informé a Durand de que iba a casa de Raymond. Pero antes de que alcanzara la puerta, Durand me detuvo diciendo:

– Una pregunta, padre.

– ¿Sí? ¿Qué?

– Si Raymond está vivo, y no dudo que lo esté, ¿qué será de mí?

– ¿A qué os referís?

– Si queda sólo un inquisidor, no habrá trabajo suficiente para dos notarios.

Le miré a los ojos y deduzco que Durand vio algo en los míos, o en el rictus de mi boca, que respondió a su pregunta. Sonrió, se encogió de hombros y extendió las manos.

– Me habéis hecho un gran favor, padre -dijo-. Este puesto se había vuelto demasiado sanguinario para mi gusto.

– Quedaos aquí -contesté-, hasta que regrese el padre Pierre-Julien. Me pidió que os hiciera venir.

Luego me marché, distraído por todas las preguntas que deseaba formular. ¿Se había llevado Raymond Donatus a su casa los archivos del Santo Oficio, sabiendo que estaba prohibido a todos salvo a los inquisidores de la depravación herética? ¿Estaba informado Pierre-Julien de esta violación de las reglas? ¿Y qué archivos se había llevado? Tratando de esclarecer mis dudas, me dirigí volando a casa de Raymond, pero a pocos metros del Santo oficio me topé con un atribulado Pierre-Julien.

– ¡Por fin! -exclamó.

– ¡Ah! -dije yo.

Aunque estábamos en la calle, a la vista de numerosos ciudadanos que nos observaban con curiosidad, Pierre-Julien comenzó a reprenderme con un tono tan agudo como el caramillo de un pastor. Estaba más pálido que de costumbre.

– ¿Cómo os atrevéis a hablar con el senescal sin mi permiso? -me espetó-. ¿Cómo os atrevéis a consultar por vuestra cuenta al brazo secular? ¡Sois rebelde y desobediente!

– Ya no tengo que obedeceros, hermano. He abandonado el Santo Oficio.

– ¡Cierto! ¡De modo que os agradeceré que dejéis de inmiscuiros en los asuntos del Santo Oficio!

Pierre-Julien se dispuso a seguir su camino, pero le así de un brazo.

– ¿A qué asuntos os referís? -pregunté-. ¿A los archivos que han desaparecido?

– Soltadme.

– Durand os ha oído decir al senescal que os entregara todos los archivos que hallara entre los efectos de Raymond. Habéis dicho que son propiedad del Santo Oficio.

– No tenéis derecho a interrogarme.

– Por el contrario, tengo todo el derecho. ¿Sabíais que Raymond me ha informado de que faltan dos archivos? ¿Es posible que los tenga él y que vos lo supierais? ¿Es posible que ignoréis la regla impuesta por el primer inquisidor de Lazet, de que los archivos inquisitoriales no deben salir jamás del Santo Oficio a menos que los custodie un inquisidor?

– Di a Raymond permiso para llevarse un archivo a casa -se apresuró a responder Pierre-Julien-. Lo necesitaba para llevar a cabo la tarea que le había encomendado.

– ¿Y dónde está ahora ese archivo? ¿En manos del senescal?

– Quizás esté en la mesa de Raymond. Es posible que no se lo llevara…

– ¿Le confiasteis un archivo inquisitorial y no sabéis dónde está?

– Apartaos.

– Hermano -dije sin tener en cuenta temerariamente a las personas que nos escuchaban-, ¡sois indigno del cargo que ostentáis! Os habéis saltado las reglas, habéis puesto en peligro…

– «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra» -exclamó Pierre-Julien-. ¡No sois quién para criticarme, hermano, pues vuestra obcecación os impide identificar a los herejes que tenéis ante las narices!

– ¿Ah, sí?

– ¡Sí! ¿Pretendéis decirme que no visteis la carta del obispo de Pamiers, que se hallaba entre los papeles del padre Augustin?