Os juro que creí que se me paraba el corazón. Luego empezó a latir con la contundencia de un herrero en su yunque.
– En esta diócesis hay una joven poseída por un demonio -prosiguió Pierre-Julien muy alterado-, y donde hay demonios, hay nigromantes. ¡Sois como los ciegos que tienen ojos! ¡No sois digno de ser mi vicario!
Y se alejó sin darme tiempo a responder.
Las aguas de Nimrin
Imaginad mi posición. Se me había prohibido el acceso a las dependencias del Santo Oficio. Mi amor por Johanna de Caussade, bien famélico o bien alimentado por su ausencia (tengo entendido que las autoridades discrepan sobre este punto), era no obstante lo suficiente intenso para mantenerme en vela por las noches. Conocía a Pierre-Julien, y conocía su mentalidad; cuando identificara a la joven poseída citada en la carta como Babilonia de Caussade, no cejaría hasta arrancarle una confesión de brujería, y también a las personas allegadas a ella. Por lo demás, aunque no era un hombre inteligente, acabaría sospechando de Babilonia, siquiera a través de un proceso de eliminación. No podía fundar mis esperanzas en su falta de inteligencia.
«De lo profundo te invoco, Oh Yavé.» Al igual que san Agustín, tenía el alma destrozada y sangrante; mi corazón era un yermo y lo único que contemplaba era la muerte. Cuando Pierre-Julien se alejó de mí, permanecí un rato en la calle, sin ver ni oír. Yo era, tal como había dicho Pierre-Julien, como los ciegos que tienen ojos y los sordos que tienen oídos. Comía el pan del dolor, pues conocía los métodos del Santo Oficio. Una vez que se fija en ti, no tienes escapatoria. Sus redes son inmensas y su memoria larga. ¿Quién mejor que yo iba a saberlo? Así pues me sumí en la tristeza, y vi ante mí tan sólo ortigas y saladares, la desolación de la desesperanza.
Durante un tiempo deambulé por las calles sin rumbo, y ni siquiera hoy puedo deciros si algunas personas me saludaron mientras vagaba por la ciudad. Mis ojos no reparaban en lo que me rodeaba; no veía más que la calamidad que se había abatido sobre mí. Luego, cuando empecé a sentirme cansado, tomé conciencia de mi persona y mi entorno. Empecé a prestar atención a las protestas de mi tripa, pues habían pasado las nonas y debía de estar comiendo. De modo que regresé al priorato, y al entrar en el refectorio recibí numerosas miradas de censura debido a lo tarde que era. Supuse que me impondrían un castigo durante el capítulo de faltas, pero eso no me importaba; me sentía débil y abatido bajo el peso de mi conciencia. Cualquier penitencia que me impusieran la tendría bien merecida, pues mi orgullo y mi vanidad habían hecho que me expulsaran del Santo Oficio. Me habían impedido ayudar a Johanna y me habían excluido de toda decisión en relación con su suerte. Yo mismo me había mutilado los brazos y arrancado la lengua.
Había sido un estúpido, pues sólo un estúpido suelta todo lo que piensa, mientras que un hombre sabio se lo guarda hasta el momento oportuno.
¡Dios misericordioso, sufría como un condenado! Me retiré a mi celda y recé. Luchando contra la desesperación que se abatía una y otra vez sobre mí, ofuscando mis facultades, me esforcé en tomar una decisión. Pero sólo se me ocurría una. Tenía que hallar el medio de regresar al Santo Oficio, aunque era más fácil que un camello pasara a través del ojo de una aguja. Era preciso que recuperara mi puesto allí.
Sabía que tendría que comprar mi readmisión a un elevado precio. Pierre-Julien me obligaría a untarme la cara con estiércol y lamer el polvo como una serpiente. No obstante, os aseguro que, de ser necesario, estaba dispuesto a comer cenizas como si fueran pan. Mi orgullo era insignificante comparado con mi amor por Johanna.
Quizás os parezca increíble que yo hubiera sucumbido a una pasión carnal tan atolondrada y rápidamente, después de dos breves encuentros. Quizás os extrañe el poder de las cadenas, hacía poco forjadas, que me ataban con tal fuerza al lejano objeto de mi deseo. Pero ¿no se apegó el alma de Jonatan a la de David después de su primer encuentro? ¿Acaso no ha sido demostrado, por numerosas autoridades, que el amor, al entrar por los ojos, suele tener unos efectos instantáneos? Existen innumerables ejemplos, tanto en el presente como en el pasado, y confieso que el mío es otro. Yo estaba dispuesto, pese a todo, a chupar el veneno de las llagas de un leproso con tal de impedir que le ocurriera algo malo a Johanna.
Pensé que quizás era voluntad de Dios que yo padeciera estos reveses. Quizá quería convertirme en un hombre humilde y arrepentido. Comoquiera que no había logrado transformarme con su amor divino, quizá pretendía obtener los mismos resultados castigando y zahiriéndome. «Bien me ha estado ser humillado para aprender tus mandamientos…»
Así que me lavé la cara, pensé en la estrategia que debía adoptar y regresé a la sede del Santo Oficio dispuesto a postrarme sobre el estiércol. Era casi la hora de vísperas y las sombras se habían alargado; mientras rezaba y me reprochaba mi conducta, había transcurrido buena parte del día. Pero Raymond Donatus seguía sin aparecer, según me informó el hermano Lucius cuando me abrió la puerta.
– ¿Y el padre Pierre-Julien? -pregunté-. ¿Dónde está?
– Arriba, en el scriptorium. Está examinando los archivos.
– Decidle que he venido, con talante humilde y contrito, a pedirle perdón -dije, sin hacer caso de la expresión atónita del canónigo-. Rogadle que acceda a concederme una entrevista. Decidle que estoy sinceramente arrepentido.
Obediente, el hermano Lucius fue a transmitir mi mensaje. Tan pronto como desapareció, entré en la habitación de Pierre-Julien y restituí la carta del obispo Jacques Fournier a su lugar, pues no quería que, además de mis otros pecados, me tacharan de ladrón. Huelga decir que no me entretuve. Cuando el hermano Lucius regresó, me hallaba de nuevo junto a la puerta exterior, con aire de inocencia y humildad.
– El padre Pierre-Julien dice que no desea hablar con vos -me informó el hermano Lucius.
– Decidle que vengo tan sólo con ánimo de escuchar y aceptar. Estaba equivocado, y deseo que me aconseje.
El hermano Lucius subió de nuevo la escalera. Al cabo de unos momentos, volvió a bajar portando una respuesta fría y áspera.
– El padre Pierre-Julien dice que está muy atareado.
– En tal caso esperaré hasta que pueda recibirme. Id a decírselo, hermano, por favor. Cuando desee verme, aquí me encontrará.
Acto seguido me senté en uno de los bancos y me puse a recitar los salmos penitenciales. Tal como yo había previsto, el sonido de mi voz (perfectamente adiestrada, aunque lo diga yo) obligó a Pierre-Julien a abandonar el scriptorium con la rapidez con que el humo obliga a una rata a abandonar su madriguera.
– ¡Silencio! -me espetó desde la cima de la escalera-. ¿Qué queréis? ¡No sois bienvenido aquí!
– He venido a suplicaros, padre. He sido necio y desobediente. He desdeñado la sabiduría y halagado la vanidad. Os pido perdón, padre.
– No puedo hablar de eso ahora -replicó Pierre-Julien. Presentaba un aspecto alterado, arrugado, sudoroso y trémulo-. Hay muchas cosas… Raymond sigue sin aparecer…
– Permitidme ser vuestro báculo, padre. Vuestro escabel. Permitidme serviros.
– Os burláis de mí.
– ¡No! -Abrumado como me sentía por una profunda angustia, ansioso de proteger a Johanna y disgustado por mi lamentable orgullo, mi tono era del todo convincente-. Creedme cuando os aseguro que estoy decidido a renunciar a mi propia voluntad. Soy un ser ruin e inferior, como la leche que al verterse se cuaja y convierte en queso. Perdonadme, padre. Me pavoneo muy ufano cuando debería limitarme a meditar sobre mis pecados y el temible juicio de Dios. Soy como los enemigos de la cruz de Cristo, cuyo Dios es su vientre y sólo se ocupan de asuntos terrenales. Vuestro juicio es mi ley, padre. Ordenadme y os obedeceré, pues soy indigno de presentarme ante Dios. Soy un imbécil, y los imbéciles mueren por la boca.