¿Cómo explicar las lágrimas que en aquellos momentos nublaron mis ojos? Quizá fueran lágrimas de indignación, aunque desde esta lejana perspectiva no puedo deciros si mi indignación iba dirigida contra mis múltiples pecados, contra Pierre-Julien, contra mi terrible situación o contra las tres cosas. Sea como fuere, tuvieron el efecto deseado. Pierre-Julien vaciló unos instantes, tras lo cual alzó la vista hacia el scriptorium, me miró y avanzó unos pasos.
– ¿Os arrepentís sinceramente? -preguntó, con evidente recelo, aunque con menos contundencia de lo que yo había previsto.
En respuesta, caí de rodillas y me cubrí la cara con las manos.
– Compadeceos de mí, Dios mío, a través de vuestra infinita bondad -supliqué-, a través de vuestra infinita misericordia, y borrad mi ofensa. Purificadme de mis iniquidades y pecados. Conozco mis transgresiones y tengo siempre presentes mis pecados.
Pierre-Julien emitió un gruñido. Bajó hasta donde me encontraba y apoyó una mano sudorosa sobre mi tonsura.
– Si os arrepentís sinceramente de vuestros errores -dijo-, os perdono por vuestra obstinada arrogancia. – (¡Sus palabras eran carbones encendidos, os lo aseguro!)-. Pero debéis suplicar la misericordia de Dios, hijo mío. Dios es quien conoce vuestro corazón y quien puede restituiros la alegría de vuestra salvación. El sacrificio grato a Dios es un corazón contrito. ¿Habéis conseguido humillar vuestro espíritu, hijo mío?
– Sí -respondí, y no mentía. Antes esa pomposa benevolencia me habría hecho rechinar los dientes, pero en esos momentos sólo pensé: no merezco otra cosa.
– Entonces acercaos. -Era evidente que mi aflicción le sabía dulce a Pierre-Julien. Le estimulaba como el vino, y daba color a sus mejillas y una sonrisa a sus labios-. Acercaos, nos daremos el beso de la paz y rogaremos a Dios que bendiga nuestra unión con la extirpación de numerosos herejes.
Pierre-Julien me abrazó para perdonarme mis pecados; yo acepté su beso como habría aceptado unos latigazos, en penitencia por mi arrogancia. Luego le seguí hasta, su habitación, donde se puso a perorar sobre la virtud de la humildad, que purificaba el alma como el fuego de un refinador y el jabón de un batanero. Yo escuché en silencio. Por fin, tras convencerse de que no me proponía desafiar su autoridad, Pierre-Julien me pidió que regresara a mis quehaceres «con espíritu obediente», teniendo siempre presente que los humildes heredarán la tierra.
– Padre -dije antes de que Pierre-Julien regresara al scriptorium-, en cuanto a la carta que mencionasteis, la del obispo de Pamiers…
– Ah, sí -respondió Pierre-Julien asintiendo con la cabeza-. Creo que constituye una prueba importante.
– ¿Contra quién, padre?
– ¡Pues contra la joven poseída, claro está!
– Claro -dije. Debía andarme con cautela, pues no quería dar la impresión de ser contumaz-. ¿La habéis identificado?
– Aún no -confesó Pierre-Julien-. Pero preguntaré a Pons si hay alguna joven hermosa en prisión que parezca estar poseída por el diablo. -De improviso frunció el ceño y me miró con un aire un poco suspicaz-. Habéis examinado todos los interrogatorios realizados por el padre Augustin -dijo-. ¿No habéis hallado a nadie que encajara con esta descripción? ¿Alguien a quien el padre Augustin hubiera interrogado? La fecha de la carta puede serviros de ayuda.
Esto me planteaba un problema. No quería alertar a Pierre-Julien sobre, la existencia de Babilonia. Por otra parte, no convenía que la descubriera a través de otros medios y me acusara de haberle engañado. Así pues, respondí a su pregunta con otra destinada a despistarle.
– Si el padre Augustin no mencionó nunca a esa joven, no la acusó y ni siquiera la investigó -dije-, significa que estaba convencido de su inocencia.
– En absoluto. Sólo significa que murió antes de emprender la inquisición.
– Pero, padre, si esa joven es una hechicera, ¿por qué dijo el padre Augustin que estaba poseída y trató de librarla de esa posesión?
– Quizá sea víctima de la brujería -reconoció Pierre-Julien-. No obstante, ella nos conducirá al culpable. Recordad lo que dice el Doctor Angélico sobre las invocaciones al diablo. Aunque parezca que el diablo está en poder del hechicero, no es así. Quizá la joven invocó a un demonio y fue poseída por él. Tened en cuenta que es una mujer. Una mujer es por naturaleza más débil que un hombre.
– Pero el padre Augustin dijo que esa joven poseía grandes méritos espirituales -señalé-. No lo habría hecho de haber creído que era una hechicera.
– Hijo mío, el padre Augustin no era infalible -replicó mi superior, un tanto irritado-. ¿Nos os instruyó sobre los métodos y las características de una hechicera?
– No, padre.
– Ya. Lo cual significa que acaso el padre Augustin era tan ignorante del tema como vos, aunque sin duda más erudito en otras materias. Recordad, por otra parte, que ha muerto. Debemos proseguir solos. -Tras levantarse, Pierre-Julien indicó que nuestra conversación había concluido; me dijo que, en señal de arrepentimiento, debía entrevistar de nuevo a Bruna d'Aguilar y utilizar el interrogatorio que me había facilitado-. Si lo deseáis, podéis hacerlo antes de completas -añadió-. En estos momentos estoy muy atareado, de modo que no necesito a Durand.
– Sí, padre -respondí con humildad-. A propósito de los notarios…
– Tomaré una decisión dentro de un par de días -me interrumpió Pierre-Julien-. Por supuesto, si Raymond Donatus sigue sin aparecer, tendremos que contratar a otro notario.
Tras inclinarme, me aparté a un lado para dejar que me precediera a través de la puerta. Aunque yo mostraba una expresión grave, en mi fuero interno estaba eufórico, pues según parecía Pierre-Julien había dejado en mis manos la investigación de la carta del obispo Jacques Fournier. Lo cual significaba que lograría proteger a Babilonia del ojo acusador de Pierre-Julien. Tenía sobrados motivos para confiar en que éste ni siquiera averiguaría su existencia.
Pero por desgracia subestimé su astucia y afán de poder. Poco después de regresar al scriptorium, Pierre-Julien me hizo abandonar mi mesa llamándome con su voz aflautada.
– ¡Bernard! -gritó-. ¡Hermano Bernard!
Como un sirviente leal, subí rápido y lo hallé sentado junto a un arcón de archivos abierto, rodeado de expedientes inquisitoriales.
– Se me acaba de ocurrir -dijo-, que el padre Augustin fue asesinado cuando se dirigía a visitar a unas mujeres cerca de Casseras. Según dijisteis, eran «unas mujeres piadosas». ¿No es así?
– Sí, padre -respondí sintiendo que el corazón me daba un vuelco.
– ¿Visitasteis a esas mujeres cuando fuisteis a Casseras?
– Sí, padre.
– ¿Alguna de ellas es joven y hermosa?
– Padre -respondí con tono jovial, aunque en mi fuero interno estaba tan desolado como las aguas de Nimrin-, para un monje como yo, todas las mujeres son jóvenes y hermosas.
Pierre-Julien frunció el ceño.
– Ese comentario es indigno de vos, hermano -me espetó-. Os lo pregunto de nuevo: ¿alguna de ellas era joven y hermosa?
– Soy sincero, padre. Lo que a un hombre le parece hermoso puede no serlo para otro.
– ¿Alguna de ellas era joven? -insistió Pierre-Julien. Comprendí que tenía que contestar, pues se estaba impacientando.
– Yo no diría que ninguna de esas mujeres sea joven-respondí con cautela-.Todas son maduras.
– Describídmelas.
Yo obedecí, empezando por Vitalia. Aunque me abstuve de elogiar en exceso la maravillosa tez de Johanna o el rostro angelical de Babilonia, mi discreta effictio de cada mujer suscitó la curiosidad de Pierre-Julien. ¡Ojalá hubiera podido mentir! Pero de haberlo hecho, habría corrido un grave riesgo.