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– ¿Mostró alguna de esas mujeres unas características chocantes? -inquirió Pierre-Julien-. ¿Un lenguaje blasfemo o un talante irrespetuoso?

– En absoluto, padre -respondí, confiando en que ninguno de los sirvientes hubiera mencionado el extraño arrebato de Babilonia.

– ¿Asisten diligentemente a la iglesia?

– Siempre que se lo permite su salud. Viven a cierta distancia de la aldea.

– Pero ¿el cura de la localidad las visita periódicamente? ¿Cada dos días, más o menos? -Al observar que yo dudaba, Pierre-Julien prosiguió-: Si no es así, hermano, considero la situación de esas mujeres poco deseable. Las mujeres no deben vivir juntas sin un hombre, a menos que estén siempre atendidas por un sacerdote o un monje.

– Lo sé.

– En caso contrario, las mujeres no son de fiar. Caen con frecuencia en el error.

– Desde luego. Al padre Augustin le preocupaba precisamente ese problema. Fue allí para convencerlas de que se convirtieran en terciarias dominicas.

– No me gusta -declaró Pierre-Julien-. ¿Por qué viven en un lugar tan remoto? ¿De qué huyen?

– De nada, padre, sólo desean servir al Señor.

– En tal caso deberían ingresar en un convento. No, es muy sospechoso. Se hallaban cerca del lugar donde fue asesinado el padre Augustin, viven como beguinas (que hace poco han sido condenadas por el Santo Padre, por si no lo sabíais) y una de ellas es posible que sea hechicera. Dadas las circunstancias, creo que debemos hacer que comparezcan para interrogarlas.

¿Qué podía yo decir? Si me ponía a discutir con él, Pierre-Julien se habría hecho cargo él mismo del asunto. De modo que agaché la testuz, en señal de acatamiento, mientras pensaba: es preciso impedirlo. Debo impedirlo. De pronto se me ocurrió que si me demoraba en cumplir las órdenes de mi superior, si me entretenía en la tarea que me había encomendado, quizá Johanna y sus amigas habrían abandonado la forcia antes de que las citáramos para que comparecieran en Lazet.

Por supuesto, uno nunca logra escapar al Santo Oficio; lo único que uno consigue mudándose a otro lugar es aplazar lo inevitable. Pero mientras yacía despierto en mi catre, después de completas, analizando los acontecimientos de la jornada, se me ocurrió otra idea. ¿Y el archivo que faltaba? Estaba tan preocupado por el peligro que corría Johanna, que había olvidado preguntar a Pierre-Julien, mientras se hallaba en el scriptorium examinando nuestros archivos, qué era lo que buscaba. No obstante, sospeché que buscaba el archivo que le había llevado a casa de Raymond. Pensé que de un tiempo a esta parte habían desaparecido numerosos archivos relacionados con casos del Santo Oficio, y supuse que podía aprovecharme de ese hecho.

Quizá consiguiera, si trabajaba con ahínco, que despidieran a Pierre-Julien. Perder un archivo era un acto de manifiesta incompetencia. Y existían muchos otros medios de minar su labor.

Observaréis que no estaba preocupado por la desaparición de Raymond. Mis pensamientos se centraban única y exclusivamente en Johanna. Como dice Ovidio: «El amor nos infunde un temor angustioso». El que ha sido herido por la espada del amor se siente siempre angustiado por el pensamiento del ser amado, y su alma es esclava de ese amor. Ninguna otra cosa le interesa, cuando su amor corre peligro.

«Contra ti, sólo contra ti he pecado, he hecho lo malo a tus ojos.»

A la mañana siguiente asistí a maitines, pero Pierre-Julien no asistió. Cuando pasé por su celda, de camino al priorato, comprobé que no estaba allí. Y aunque supuse que lo hallaría en el Santo Oficio, mis esperanzas se vieron frustradas.

En lugar de encontrarme con él me topé con la esposa de Raymond, que estaba sentada a la puerta del Santo Oficio, llorando como una penitente.

– Ricarda -dije-, ¿qué hacéis aquí?

– ¡Ay, padre, Raymond no ha regresado a casa! -dijo entre sollozos-.¡Está muerto, lo presiento!

– No debéis estar aquí, Ricarda. Volved a vuestra casa.

– ¡Dicen que se acostaba con mujeres! ¡Dicen que yo lo maté!

– Qué disparate. Nadie piensa semejante cosa.

– ¡El senescal sí!

– Entonces el senescal es un necio. -La ayudé a incorporarse, y me pregunté si sería capaz de regresar a casa sola-. Lo estamos buscando, Ricarda -dije-. Hacemos cuanto podemos por dar con él.

Ricarda no dejaba de sollozar y comprendí que no podía dejarla sola. Así pues, decidí acompañarla a su residencia y dirigirme luego al Castillo Condal, pues estaba impaciente por entrevistarme con Roger Descalquencs. Ese día me había propuesto tres cosas: interrogar a Roger sobre el resultado del registro en casa de Raymond, idear la forma de prevenir a Johanna contra las intenciones de mi superior y visitar el palacio del obispo. Se me había ocurrido que debía consultar la biblioteca de Anselm, no porque Raymond lo hubiera hecho antes de su desaparición, sino porque esta biblioteca no estaba guardada en unos arcones, sino en unas estanterías, con cada códice dispuesto ordenadamente junto al siguiente. Por tanto, deduje que no tendría dificultad alguna en comprobar si faltaba algún libro.

Por consiguiente, no me supuso ninguna molestia acompañar a Ricarda a su casa. La dejé en la puerta, al cuidado de la nodriza (que se hallaba allí en el momento oportuno, puesto que su desdichada patrona lloraba como una criatura). Desde allí me encaminé rápido al Castillo Condal, donde el centinela apostado a la puerta me saludó con jovialidad. Lo reconocí enseguida, pues era uno de los hombres que me habían escoltado a Casseras.

– Demasiado tarde, padre -observó-. Su amigo acaba de marcharse.

– ¿Mi amigo? ¿Qué amigo?

– El otro. El inquisidor. Nunca recuerdo su nombre.

– ¿El padre Pierre-Julien Fauré?

– El mismo.

– ¿Ha estado aquí?

– Sí. Se encaminó hacia allí, por si queréis seguirlo.

Respondí que no era necesario y solicité una audiencia con el senescal. Pero éste también se había marchado (para interrogar a un preboste sobre ciertas multas y confiscaciones), así que di media vuelta y me dirigí al palacio del obispo. Al llegar tenía que intercambiar unas palabras de cortesía con el obispo, antes de conseguir las llaves (y la autorización) para consultar sus libros. Por fortuna, cuando me disponía a saludarle hallé al obispo enzarzado en una violenta discusión. Nada más entrar en el palacio oí unas voces airadas. Con lo cual me ahorré una larga y tediosa descripción de sus últimas adquisiciones equinas.

Ni siquiera el obispo Anselm fue capaz de anteponer sus caballos a una estancia repleta de enfurecidos combatientes, entre los cuales se hallaba su capellán, el archidiácono, el deán de Saint Polycarpe, el tesorero real y el cónsul, Lothaire Carbonel.

– Hermano Bernard -dijo el obispo durante el súbito silencio que se produjo cuando aparecí-. Me han informado de que deseáis consultar la biblioteca.

– Si vos me lo autorizáis, señor.

– Por supuesto. Louis, vos tenéis las llaves, acompañad al hermano Bernard a la biblioteca.

El capellán se levantó obediente y me condujo escaleras arriba a los aposentos privados del obispo. Apenas nos retiramos cuando se reanudó el vocerío; al parecer el obispo Anselm había ofendido gravemente al capítulo de canónigos de Saint Polycarpe. Lo cual no representaba una novedad, pues rara vez se mostraban de acuerdo con él, y no sin razón. El obispo Anselm consideraba la tesorería de la catedral como su arca personal.

Louis, un glotón hosco y avaricioso, me condujo a la biblioteca del obispo, una estancia cerrada con llave contigua a su suntuosa alcoba. Como la luz era escasa, Louis encendió una lámpara de aceite para que pudiera moverme a mis anchas. Luego me dejó mientras yo examinaba las estanterías, buscando un hueco sospechoso entre los tomos encuadernados en cuero. ¡Qué cúmulo de estanterías poseía el obispo! En lugar de estar amontonados en precarias pilas, cada códice ocupaba su espacio correspondiente, para facilitar la tarea de localizar e identificar los numerosos volúmenes que integraban la biblioteca.