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– ¿Y los halló juntos, en un mismo lugar?

– ¿A qué viene esta pregunta, hermano? ¿Qué más da dónde los encontró? ¡El caso es que los encontró! Esto es lo que nos importa. Nada más.

El tono estridente de Pierre-Julien interrumpió mis reflexiones (pues había estado hablando para mis adentros) e hizo que me callara. Presentí que mi superior se estaba poniendo nervioso, incluso furioso, y no quería darle motivo para que volviera a destituirme de mi puesto.

De modo que me incliné y asentí con la cabeza, fingiendo sentirme satisfecho. Luego nos despedimos (con unas frases cordiales) y regresé al Santo Oficio tan rápido como me lo permitió la dignidad de mi cargo. Llamé a la puerta con energía hasta que el hermano Lucius descorrió el cerrojo y subí veloz al scriptorium, donde saqué con torpeza las llaves que llevaba en el cinturón.

– ¡Lucius! -grité-. ¿Ha restituido hace un rato el padre Pierre-Julien unos archivos a uno de estos arcones?

– Sí, padre.

– ¿A cuál de ellos? ¿A qué arcón?

El escriba subía jadeando la escalera y tuve que aguardar a que entrara en la habitación para satisfacer mi curiosidad. Cuando señaló el arcón más grande, lo abrí y extraje el volumen superior.

– No, padre -objetó Lucius-. El padre Pierre-Julien los ha depositado más abajo.

– ¿Dónde? ¿En el fondo?

Al ver que el escriba se encogía los hombros, me sentí tan irritado que casi di una patada en el suelo. Al parecer tendría que examinar cada archivo, y me pregunté si tendría tiempo de hacerlo antes de que regresara Pierre-Julien. Pero tuve suerte, pues cuando extraje el quinto archivo hallé el testimonio que yo y el padre Augustin buscábamos: el testimonio de los habitantes de Crieux de hacía 20 años.

No obstante, faltaban dos de los cinco primeros folios. Una amplia porción de la lista de declarantes y buena parte del índice de materias habían desaparecido. Cuando abrí el siguiente volumen, comprobé que también había sido maltratado. Los dos archivos estaban incompletos.

¡Qué abominación!

Al hojearlos, descubrí que faltaban otros folios. Hallé numerosas irregularidades y lagunas en las actas. También hallé un nombre que me era familiar, el de un hombre, muerto hacía tiempo, cuyo hijo era nada menos que Lothaire Carbonel (el hombre mismo al que acababa de ver en el palacio del obispo). ¡Dios misericordioso, pensé, y el padre había muerto antes de que se dictara sentencia! Pero no podía entretenerme, pues Pierre-Julien estaba a punto de regresar al Santo Oficio y no quería que supiera que yo había estado examinando los archivos…

Así pues, los tiré exclamando «¡no consigo encontrarlos!» (para que me oyera el escriba), tras lo cual cerré el arcón y giré la llave en la cerradura con manos temblorosas. Os aseguro que estaba muy agitado. Todo indicaba que Pierre-Julien había manipularlo los archivos, pues de lo contrario me habría advertido que estaban incompletos. «Protege Yavé a los desvalidos; yo era un mísero y El me socorrió.» ¡Vaya si me había socorrido el Señor! Manipular un archivo inquisitorial era grave, pero el motivo de haberlo hecho era aún más grave. Estaba claro que, tras consultar por primera vez ciertos archivos que podían haber sido robados o no por Raymond Donatus, Pierre-Julien había descubierto, y ocultado, la identidad (o identidades) de unos herejes que habían sido difamados, unos herejes con los cuales debía de tener alguna relación. Unos herejes contumaces, que no se habían retractado ni cumplido penitencia. Unos herejes que podían arrebatarle el cargo que ostentaba y cubrirle de ignominia, si su relación con él llegaba a descubrirse.

¡Estaba entusiasmado con mi descubrimiento! ¡Eufórico! Di fervientes gracias a Dios y le bendije mientras bajaba para dirigirme a mi mesa. Pero también sabía que las pruebas que había hallado eran incompletas y que éstas serían irrefutables si conseguía descubrir los nombres y los delitos de esos herejes. Así que me apresuré a afilar mi pluma y me senté para escribir una carta.

La carta iba dirigida a Jean de Beaune, el inquisidor de Carcasona. Le informé de cuanto sabía sobre los documentos que faltaban y le pregunté si, durante los últimos cuarenta años, él o sus predecesores habían solicitado unas copias de ese testimonio. Era bastante posible (aunque no muy probable) que lo hubieran hecho. En tal caso, le pedí que copiara el texto y remitiera la nueva copia a Lazet, por lo que le estaría eternamente agradecido.

Tras concluir la misiva, redacté otra casi idéntica, dirigida al inquisidor de Toulouse. Luego sellé ambos documentos y se los entregué a Pons. (Pons era quien se encargaba siempre de elegir y enviar a los familiares con los recados que le confiábamos.) Si todo salía como era de esperar, yo recibiría respuesta en un plazo de tres o cuatro días.

«Justo eres, Yavé, y justos son tus juicios.» Yo pretendía salvar a Johanna sacrificando a Pierre-Julien. Y estaba decidido a conseguir que despidieran a mi superior, con o sin pruebas contundentes. Pero os revelaré los pormenores de mis planes más adelante.

Tras regresar a mi mesa, me sorprendió (aunque no me disgustó) comprobar que Pierre-Julien seguía ausente. Me sorprendió aún más su ausencia a la hora de comer en el priorato. Empecé a sentirme un tanto preocupado y decidí ir en su busca, cuando Pierre-Julien apareció de pronto a última hora de la tarde en el Santo Oficio, apestando a vino. Me saludó a voz en cuello y se lanzó a una explicación sobre su larga ausencia que de no haber sido tan confusa, habría resultado perfectamente convincente. Luego apoyó una mano en mi brazo y me obligó a acercarme.

– ¿Os he dicho que Raymond arrancó unos folios de los archivos que tomó prestados? -me preguntó.

Espero que mi manifiesta sorpresa fuera atribuible a la doblez de semejante fechoría. Lo cierto es que me asombró que Pierre-Julien sacara a colación el tema. Pero enseguida deduje que trataba de ocultar su infame conducta, en caso de que yo hubiera consultado (o me propusiera consultar) los archivos. Farfullé una respuesta incomprensible.

– Probablemente lo hizo para proteger su reputación -prosiguió Pierre-Julien-, y huyó de la ciudad al comprender que su pecado no tardaría en ser descubierto. Pero daremos con él.

– ¿Es posible que lo hiciera por encargo de otro? -inquirí-. ¿Por dinero?

– Quizás. Es lamentable.

– ¿Es posible que lo asesinara la persona que le pagó, para impedir que Raymond revelara este hecho? -continué. Y aunque planteé esta posibilidad casi con tono jocoso, de improviso me pregunté si había dado con la verdad. ¿Habían asesinado a Raymond porque se había apoderado de los archivos incompletos después de que hubieran sido manipulados y sabía quién lo había hecho? Pero esta interpretación de los hechos excluía la culpabilidad de mi superior, de modo que me apresuré a descartarla.

– Me parece muy poco probable -exclamó Pierre-Julien con expresión de desconcierto-. En cualquier caso, hermano, podéis dejar el asunto en mis manos. Ya tenéis suficientes problemas con investigar la terrible suerte del padre Augustin. ¿Habéis citado ya a esas mujeres?

– No, padre -respondí con absoluta serenidad-. Todavía no las he citado.

Y os aseguro que no pensaba hacerlo.

Aquella tarde encontraron a Raymond Donatus.

Recordaréis la gruta de Galamus en el mercado de la ciudad. Recordaréis también que todos los días, al anochecer, un canónigo de Saint Polycarpe recoge de ese lugar sagrado las ofrendas depositadas en él. Coloca las ofrendas en un voluminoso saco y las lleva a las cocinas de la catedral, pues en su mayoría consisten en hierbas, hogazas, fruta y demás productos. A veces hay pescado salado, y otras tocino, pero sólo en una ocasión, la tarde a la que acabo de referirme, había una generosa cantidad de carne: trozos de carne envueltos en fragmentos de tela ensangrentados.